Authors: Paolo Bacigalupi
Los
farang
la están esperando. Impacientes. Los guía a través de las calles destrozadas por el conflicto. A lo lejos, cerca de los amarraderos, retumba el disparo de un tanque. Tal vez se trate de una célula de estudiantes rebeldes, personas que no están bajo su control. Personas sujetas a un código de honor distinto del suyo. Llama con un ademán a dos de sus nuevos subordinados, Malivalaya y Yuthakon, si no le falla la memoria.
—General —empieza a hablar uno de ellos, pero Kanya lo acalla frunciendo el ceño.
—Ya os lo he dicho, nada de generales. Basta de tonterías. Soy capitana. Si ese título era lo bastante bueno para Jaidee, no soy nadie para situarme por encima.
Malivalaya se disculpa con un
wai
. Kanya conduce a los
farang
al confortable interior de un coche diésel de carbón que, con un silbido, los transporta por las calles como una exhalación. Es un lujo que no había experimentado nunca, pero se obliga a disimular su sorpresa ante la inesperada exhibición de riqueza de Akkarat. El vehículo se desliza por las avenidas desiertas en dirección a la Sagrada Columna de la Ciudad.
Quince minutos más tarde, desmontan del vehículo y salen al sol abrasador. Los monjes inclinan la cabeza en señal de reconocimiento ante la autoridad de Kanya, que les devuelve el gesto asqueada. Previendo quizá esta eventualidad, el rey Rama XII emplazó el Ministerio de Medio Ambiente por encima incluso de los monjes.
Estos abren las rejas de par en par y la conducen junto a su séquito escaleras abajo, a las frías profundidades. Unas puertas herméticas se abaten sobre sus goznes; la presión negativa expulsa una vaharada de aire filtrado, con el grado de humedad ideal, frío. Kanya contiene el impulso de encoger los brazos contra el pecho ante el brusco descenso de la temperatura. Se abren más compuertas que revelan pasillos interiores, accionadas por sistemas de combustión de carbón, con triples sistemas de seguridad.
Los monjes aguardan cortésmente con sus mantos azafranados, guardando las distancias para asegurarse de que Kanya no entre en contacto con ellos. Se vuelve hacia Boudry.
—No te acerques a los monjes. Han hecho voto de no tocar a ninguna mujer.
El tarjeta amarilla traduce al estridente idioma de los
farang
. Kanya oye un resoplido burlón a su espalda, pero se obliga a no reaccionar. Boudry y sus genetistas charlan animadamente mientras se adentran en el banco de semillas. El intérprete tarjeta amarilla no se molesta en reproducir sus exóticas exclamaciones, pero Kanya puede deducir la mayor parte a juzgar por sus expresiones de deleite.
Los conduce a las entrañas de la cripta, a las salas de catalogación, sin dejar de pensar en la naturaleza de la lealtad. Es mejor perder una extremidad que perder la cabeza. El reino sobrevive mientras otros países sucumben gracias al pragmatismo de los tailandeses.
Kanya observa de reojo a los
farang
. Sus codiciosos ojos claros escudriñan los estantes, los contenedores herméticos de miles de semillas, cada uno de ellos una potencial línea de defensa contra los suyos. El verdadero tesoro del reino, expuesto ante ellos. Despojos de guerra.
Cuando los birmanos ocuparon Ayutthaya, la ciudad se rindió sin presentar batalla. Y ahora, la historia se repite. Al final, después de tanta sangre, sudor, muertes y esfuerzo; tras tantos denuedos de mártires como Phra Seub, santo patrón de las semillas; después de tantos jóvenes como Kip, vendidos a Gi Bu Sen y a todos los demás, se reduce a esto. Los
farang
se yerguen triunfales en el corazón de un reino traicionado una vez más por ministros a los que la Corona les importa un bledo.
—No te lo tomes tan a pecho. —Jaidee le apoya una mano en el hombro—. Todos debemos reconciliarnos con nuestros fracasos, Kanya.
—Perdóname. Por todo.
—Te perdoné hace mucho. Todos tenemos nuestros propios amos y lealtades. Fue el
kamma
lo que te acercó a Akkarat antes de llevarte conmigo.
—Nunca pensé que llegaríamos a este punto.
—Es una gran pérdida —concuerda Jaidee. Se encoge de hombros—. Pero todavía no es tarde.
Kanya mira de reojo a los
farang
. Uno de los científicos se percata y le dice algo a la mujer. Kanya no sabe si se trata de una broma o de algo más serio. Las estilizadas espigas de trigo de sus logotipos resplandecen bajo el titilante alumbrado eléctrico.
Jaidee arquea las cejas.
—Siempre nos quedará Su Majestad la Reina, ¿verdad?
—¿Y qué conseguimos con eso?
—¿Qué preferirías, que te recordaran como a una aldeana de Bang Rajan que siguió luchando cuando ya todo estaba perdido y mantuvo a raya a los birmanos hasta el último momento, o como a una cobarde cortesana de Ayutthaya que sacrificó un reino?
—Es cuestión de ego —musita Kanya.
—Tal vez. —Jaidee se encoge de hombros—. Pero una cosa es cierta: Ayutthaya no significó nada para nuestra historia. ¿Acaso no sobrevivieron los thais a su saqueo? ¿No hemos sobrevivido a los birmanos? ¿A los jemeres? ¿A los franceses? ¿A los japoneses? ¿A los norteamericanos? ¿A los chinos? ¿A los fabricantes de calorías? ¿No los hemos mantenido a raya mientras los demás sucumbían? Es nuestro pueblo el que porta la savia vital de la nación, no esta ciudad. Nuestros compatriotas llevan los nombres que nos legó la dinastía Chakri, y ellos lo son todo. Este banco de semillas es lo que nos sustenta.
—Pero el rey declaró que defenderíamos siempre...
—Al rey Rama no le importaba Krung Thep, sino nosotros, y lo que nos encomendó fue la defensa de un símbolo. Pero lo que cuenta no es la ciudad, sino sus gentes. ¿De qué sirve una ciudad poblada por esclavos?
La respiración de Kanya se acelera. El aire helado circula a gran velocidad por sus pulmones. Boudry dice algo. Los genetistas cacarean en su espantoso idioma. Kanya se vuelve hacia Pai.
—Sigue mi ejemplo.
Desenfunda la pistola de resortes y dispara a bocajarro contra la cabeza de la
farang
.
La cabeza de Elizabeth Boudry salta hacia atrás. Una fina lluvia de sangre salpica a Hock Seng, empapándole la piel y la ropa nueva hecha a medida. La general de los camisas blancas se vuelve y Hock Seng cae inmediatamente de rodillas, componiendo un
khrab
de sumisión junto al cuerpo exánime de la diabla extranjera.
Los ojos sorprendidos y sin vida de la criatura rubia se clavan en él mientras se postra. Los discos de las pistolas de resortes repiquetean en las paredes, entre los alaridos de la gente. De pronto, se hace el silencio.
La general de los camisas blancas tira de Hock Seng para ponerlo en pie y le planta la pistola de resortes en la cara.
—Por favor —susurra en tailandés Hock Seng—. No soy de los suyos.
La general lo estudia con ojos implacables. Asiente bruscamente con la cabeza y lo aparta de un empujón. Hock Seng se acurruca contra una pared mientras la mujer comienza a lanzar órdenes a sus hombres, que se apresuran a retirar los cadáveres de AgriGen y convergen alrededor de ella. A Hock Seng le sorprende la celeridad con que la mujer, circunspecta, reúne a sus tropas. Se acerca a los monjes del banco de semillas. Compone un
khrab
de respeto y empieza a hablar rápidamente. Pese a reconocer su autoridad espiritual, no cabe duda de que es ella la que domina la situación.
Hock Seng abre los ojos como platos al escuchar lo que se propone. Es aterrador. Un acto de destrucción intolerable... y sin embargo, los monjes asienten con la cabeza y salen del banco de semillas en tromba, sin perder tiempo. La general y sus hombres comienzan a abrir puertas, revelando estantes y más estantes repletos de armas. Se asignan equipos: el Palacio Real, la bomba de Korakot, la esclusa de Khlong Toey...
La general observa de soslayo a Hock Seng cuando termina de despachar a sus hombres. Los monjes han empezado ya a retirar las semillas de las baldas. Hock Seng se encoge ante el escrutinio. Después de todo lo que sabe, es imposible que lo dejen con vida. El bullicio de actividad se incrementa. No dejan de acudir más y más monjes. Apilan las cajas de semillas con cuidado, montones de ellas. Semillas de hace más de cien años, semillas cultivadas esporádicamente en las condiciones de aislamiento más rigurosas y vueltas a almacenar en esta cámara subterránea. Esas cajas contienen una herencia milenaria, el legado de todo un planeta.
A continuación, los monjes salen del banco de semillas cargando con las cajas al hombro, una marea de hombres con la cabeza afeitada y mantos azafranados, llevándose el tesoro de su nación. Hock Seng se queda sin aliento mientras ve cómo todo ese material genético desaparece en la espesura. En algún lugar, en la calle, le parece oír a los monjes cantando, bendiciendo este proyecto de renovación y destrucción. La general de los camisas blancas vuelve a observarlo. Él se obliga a no agachar la cabeza. A no humillarse. Va a matarlo. Es su deber. Hock Seng se niega a rebajarse y ensuciarse los pantalones. Por lo menos morirá con dignidad.
La general frunce los labios e inclina la cabeza bruscamente en dirección a las puertas abiertas.
—Corre, tarjeta amarilla. Esta ciudad ha dejado de ser un refugio para ti.
Hock Seng se queda mirándola fijamente, asombrado. La mujer repite el ademán, con la sombra de una sonrisa aleteando en los labios. Hock Seng, de rodillas, se apresura a hacer un
wai
y se incorpora. Atraviesa los túneles corriendo y sale al asfixiante aire libre, donde se encuentra rodeado por la marea de mantos azafranados. Cuando llegan a los jardines del templo, los monjes se dispersan tomando las distintas salidas, dividiéndose en grupos cada vez más pequeños, una diáspora cuyo destino es algún santuario lejano acordado de antemano. Un lugar secreto, lejos del alcance de los fabricantes de calorías, supervisado únicamente por Phra Seub y los espíritus de la nación.
Hock Seng se queda mirando un rato más mientras los monjes continúan surgiendo del banco de semillas, y empieza a correr en dirección a la carretera.
El conductor de un rickshaw lo ve y aminora la marcha. Hock Seng monta de un salto.
—¿Adónde? —pregunta el hombre.
Hock Seng titubea, devanándose los sesos. Los amarraderos. Es la única vía de escape segura frente al caos que se avecina. El
yang guizi
Richard Carlyle probablemente aún esté allí. El hombre y su dirigible, preparándose para volar a Calcuta para recoger las bombas de carbón del reino. Estará a salvo en el aire. Pero solo si se da prisa y encuentra al diablo extranjero antes de que leve la última ancla.
—¿Adónde?
«Mai.»
Hock Seng sacude la cabeza. ¿Por qué lo atormenta ahora? No le debe nada. No es nada, en realidad. Una simple pescadora. Y sin embargo, a pesar de los pesares, permitió que se quedara a su lado, le dijo que la emplearía en calidad de criada o algo por el estilo. Que la mantendría a salvo. Era lo mínimo que podía hacer... Pero eso era antes. Iba a nadar en la abundancia gracias al dinero de los fabricantes de calorías. La promesa tenía otro valor cuando la formuló. Ella sabrá perdonarlo.
—A los amarraderos —dice Hock Seng—. Deprisa. El tiempo apremia.
El conductor del rickshaw asiente con la cabeza y la bicicleta empieza a acelerar.
«Mai.»
Hock Seng se maldice para sus adentros. Es un estúpido. ¿Por qué no puede concentrarse nunca en el objetivo más importante? Siempre se distrae. Siempre deja de hacer lo que le mantendría a salvo y con vida.
Furioso consigo mismo, furioso con Mai, se inclina hacia delante.
—No. Espera. Tengo otra dirección. Primero al puente de Krungthon, después a los amarraderos.
—Eso está en la otra punta.
Hock Seng hace una mueca.
—¿Te crees que no lo sé?
El conductor del rickshaw asiente y aminora. Tuerce el manillar y apunta la bicicleta en dirección contraria. Se pone en pie sobre los pedales, ganando velocidad. La ciudad se desliza a los lados, colorida y enfrascada en las labores de reconstrucción. Una ciudad completamente ajena a la catástrofe que se cierne sobre ella. La bicicleta zigzaguea entre los rayos de sol, cambiando fluidamente de marcha, cada vez más deprisa en dirección a la niña.
Si el destino lo quiere, aún les dará tiempo. Hock Seng reza para que le sonría la suerte. Reza para que le dé tiempo de recoger a Mai y llegar al dirigible. Si fuera más listo, se limitaría a huir sin mirar atrás.
En vez de eso, reza para que le sonría la suerte.
Las esclusas destruidas y las bombas saboteadas tardan seis días en poner fin a la Ciudad de los Seres Divinos. Emiko ve correr el agua desde el balcón de la torre de apartamentos más elegante de Bangkok. Anderson-sama es tan solo un cascarón. Emiko exprimió un trapo empapado de agua y él sorbió las gotas como un bebé antes de exhalar su último aliento, susurrando disculpas a unos fantasmas que solo él veía.
Cuando oyó la primera explosión atronadora en la periferia de la ciudad, no se imaginó qué estaba ocurriendo, pero conforme se sucedían las detonaciones y doce columnas de humo se elevaban como
nagas
sobre los diques, se hizo evidente que las grandes bombas de contención del rey Rama XII habían sido destruidas, y que la ciudad volvía a sufrir un nuevo asedio.
Emiko asistió a la lucha por salvar la ciudad durante tres días, hasta que llegaron los monzones y se abandonaron los últimos intentos por contener el océano. La lluvia cayó a plomo, un diluvio inmenso que arrastró el polvo y los escombros, sacudiendo y levantando cada palmo de la ciudad. La gente abandonó sus hogares cargando con sus pertenencias sobre las cabezas. La ciudad se inundó lentamente, convirtiéndose en un inmenso lago cuyas olas lamían las ventanas a dos plantas de altura.
Al sexto día, Su Majestad la Reina Niña anuncia el abandono de la ciudad divina. Ya no hay ningún somdet chaopraya. Solo queda la reina, y el pueblo responde a su llamada.
Los camisas blancas, tan despreciados y repudiados apenas días antes, están ahora por todas partes, guiando a los refugiados al norte a las órdenes de una nueva tigresa, una mujer circunspecta y extraña de la que se dice que está poseída por los espíritus mientras dirige los esfuerzos de los camisas blancas y salva a tantos habitantes de Krung Thep como le es posible. Emiko se ve obligada a esconderse cuando un joven voluntario uniformado de blanco recorre los pasillos de su edificio ofreciendo auxilio a quienes necesiten alimento o agua potable. La muerte de la ciudad señala la redención del Ministerio de Medio Ambiente.