La chica mecánica (59 page)

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Authors: Paolo Bacigalupi

BOOK: La chica mecánica
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—Desátame y nos olvidaremos de esto.

—Que confíe en ti, quieres decir. Me temo que eso sería contraproducente.

—Las revoluciones son una cosa muy seria. No estoy resentido. —Anderson esboza una feroz sonrisa, esperando convencer al ministro—. Sin trampa ni cartón. Seguimos compartiendo los mismos objetivos. No se ha producido ningún daño irreparable.

Akkarat ladea la cabeza, pensativo. Anderson se pregunta si está a punto de recibir una puñalada en las costillas.

De pronto, Akkarat sonríe.

—Eres duro de pelar.

Anderson reprime una punzada de esperanza.

—Pragmático, eso es todo. Nuestros intereses siguen siendo los mismos. Nuestra muerte no beneficia a nadie. Se trata de un pequeño malentendido que todavía se puede enmendar.

Akkarat reflexiona. Se vuelve hacia uno de los guardias y le pide el cuchillo. Anderson contiene la respiración cuando se aproxima; la hoja se desliza entre sus muñecas, liberándolo. La afluencia de sangre le provoca un hormigueo en los brazos. Los mueve lentamente. Parecen bloques de madera. A continuación, siente como si le clavaran unos alfileres.

—Dios.

—La circulación tardará un rato en recuperar la normalidad. Alégrate de que hayamos sido tan amables contigo. —Akkarat repara en el modo en que Anderson acuna la mano lastimada. Compone una sonrisa de azoramiento, contrito. Llama a un médico antes de dirigirse a Carlyle.

—¿Dónde estamos? —quiere saber Anderson.

—En un centro de mando de emergencia. Cuando se decidió que los camisas blancas estaban implicados, trasladé aquí nuestra base de operaciones, por seguridad. —Akkarat inclina la cabeza en dirección a las bobinas de muelles percutores—. Los tiros de megodontes del sótano nos suministran energía. Nadie debería sospechar que contábamos con un centro tan bien equipado.

—No sabía que tuvierais algo así.

Akkarat sonríe.

—Somos socios, no amantes. No comparto todos mis secretos con nadie.

—¿Habéis capturado ya al neoser?

—Es cuestión de tiempo. Su retrato está por todas partes. La ciudad no permitirá que sobreviva en nuestro seno. Una cosa es sobornar a unos cuantos camisas blancas, y otra muy distinta atentar contra el palacio.

Anderson vuelve a pensar en Emiko, atenazada por el pánico.

—Todavía me cuesta creer que una chica mecánica pudiera hacer algo así.

Akkarat le mira de reojo.

—Hay testigos que lo corroboran, al igual que los japoneses que la construyeron. Esa criatura es una asesina. Daremos con ella, la ejecutaremos a la antigua usanza y nos olvidaremos de ella. Y obligaremos a los japoneses a pagar muy cara su negligencia criminal. —Sonríe de repente—. Al menos en esto, los camisas blancas y yo estamos de acuerdo.

Cortan las ligaduras de Carlyle. Un alto cargo llama aparte a Akkarat.

Carlyle se quita la mordaza.

—¿Volvemos a ser amigos?

Anderson se encoge de hombros mientras observa la actividad que les rodea.

—Tan amigos como se pueda ser en una revolución.

—¿Cómo estás?

Anderson se palpa el pecho con cuidado.

—Costillas rotas. —Hace un ademán con la cabeza en dirección al médico que está entablillándole la mano—. Un dedo machacado. La mandíbula está bien, creo. —Se encoge de hombros—. ¿Y tú?

—Bastante mejor. Me parece que tengo el hombro dislocado. Claro que no soy yo el que había apadrinado a un neoser rebelde.

Anderson tose y hace una mueca.

—Ya, en fin, suerte que tienes.

Los engranajes de un radioteléfono empiezan a chirriar mientras uno de los militares acciona la manivela. Akkarat descuelga el auricular.

—¿Sí? —Asiente con la cabeza, dice algo en tailandés.

Anderson solo entiende unas pocas palabras, pero Carlyle pone los ojos como platos mientras escucha.

—Van a ocupar las emisoras de radio —susurra.

—¿Qué?

Anderson se pone en pie con dificultad, dolorido, y aparta de un empujón al médico que sigue vendándole la mano. Unos guardias se apresuran a cortarle el paso, protegiendo a Akkarat. Anderson grita por encima de sus hombros mientras lo empujan contra la pared.

—¿Vais a empezar ahora?

Akkarat le lanza una mirada sin apartarse del teléfono, concluye la conversación plácidamente y devuelve el auricular al oficial de comunicaciones. El encargado de la manivela se sienta sobre los talones, esperando la siguiente llamada. El zumbido del volante se apaga.

—El asesinato del somdet chaopraya —dice Akkarat— ha desencadenado una oleada de hostilidad contra los camisas blancas. Los manifestantes se agolpan frente al Ministerio de Medio Ambiente. Incluso el Sindicato de Megodontes está implicado. El pueblo ya estaba enfadado con el ministerio debido al endurecimiento de sus acciones en las calles. He decidido aprovechar esta circunstancia.

—Pero todavía no hemos posicionado nuestros efectivos —protesta Anderson—. Aún faltan unidades militares por regresar del nordeste. Se supone que mis tropas de asalto desembarcarán dentro de una semana.

Akkarat se encoge de hombros y sonríe.

—Las revoluciones son impredecibles. Lo más aconsejable es aprovechar todas las oportunidades que se nos presenten. En cualquier caso, creo que te sorprenderás gratamente. —Vuelve a concentrarse en el radioteléfono de manivela. El firme chirrido del volante inunda toda la estancia mientras Akkarat habla con sus subordinados.

Anderson se queda mirando fijamente la espalda del ministro, tan obsequioso tiempo atrás en presencia del somdet chaopraya, y ahora al mando. Imparte un torrente incesante de órdenes. De vez en cuando, el zumbido del teléfono reclama su atención.

—Esto es una locura —murmura Carlyle—. ¿Seguimos formando parte del juego?

—No estoy seguro.

Akkarat mira en su dirección de soslayo, parece estar a punto de decir algo, pero en vez de eso ladea la cabeza.

—Escuchad. —Su voz adquiere un timbre reverente.

Un retumbo se extiende por toda la ciudad. Unos fogonazos restallan tras las ventanas abiertas del puesto de mando, como relámpagos durante una tormenta. Akkarat sonríe.

—Ya ha empezado.

39

Pai está esperando a Kanya cuando esta irrumpe en su despacho.

—¿Dónde están todos? —pregunta la capitana, jadeando.

—Recibieron órdenes de formar en la guarnición. —Pai se encoge de hombros—. Salimos de la aldea en cuanto nos enteramos de que...

—¿Siguen allí?

—Algunos, tal vez. Tengo entendido que Akkarat y Pracha se disponen a negociar.

—¡No! —Kanya sacude la cabeza—. Llámalos, rápido. —Sale corriendo de la habitación, haciendo acopio de cargadores para su pistola de resortes—. Que formen y se equipen. Tenemos poco tiempo.

Pai se queda mirando fijamente a Hiroko.

—¿Esa es la chica mecánica?

—No te preocupes por ella. ¿Sabes dónde se encuentra el general Pracha?

Pai se encoge de hombros.

—Oí que quería inspeccionar las murallas antes de reunirse con el Sindicato de Megodontes por las protestas...

Kanya hace una mueca.

—Diles a los hombres que se preparen. No podemos esperar más.

—Te has vuelto loca...

El suelo se estremece con una explosión. En la calle, unos árboles caen al suelo con un tremendo crujido. Pai se pone en pie de un salto, desconcertado. Se acerca corriendo a la ventana y se asoma al exterior. Empieza a sonar una sirena de alarma.

—Es Comercio —dice Kanya—. Ya han llegado. —Desenfunda la pistola de resortes. Hiroko está quieta como una estatua, con la cabeza ladeada como un perro, escuchando. De pronto se vuelve ligeramente, inclinándose hacia delante, anticipando lo que va a ocurrir a continuación. Otra serie de detonaciones sacude el complejo. El edificio entero sufre un estremecimiento. La escayola se desprende del techo.

Kanya se apresura a salir del despacho. Otros camisas blancas se suman a su huida, los pocos que tenían turno de noche o que aguardaban la orden de patrullar e incomunicar los muelles y los amarraderos. Cruza el pasillo a la carrera, seguida de cerca por Hiroko y Pai, y sale a la calle sin aminorar el paso.

La dulce y penetrante fragancia de las flores de jazmín impregna la noche mezclada con el olor a humo y a otra cosa, algo que Kanya no había vuelto a percibir desde que los convoyes militares cruzaran el antiguo puente de la amistad sobre el Mekong, acudiendo al encuentro de los insurgentes vietnamitas.

Un tanque arrolla los muros exteriores.

Es un monstruo de metal, más alto que dos hombres, pintado con manchas de camuflaje y equipado con una caldera que eructa grandes vaharadas de humo. El cañón principal dispara, escupe un fogonazo y el tanque se encabrita sobre las ruedas de oruga. La torreta gira con un tintineo de engranajes, buscando otro objetivo. Una lluvia de mármol y mampostería obliga a Kanya a ponerse a cubierto.

Detrás del tanque, una columna de megodontes de guerra embiste a través de la brecha. Sus colmillos relucen en la oscuridad, sus jinetes van vestidos de negro de pies a cabeza. En la penumbra, los escasos camisas blancas que han acudido en defensa del complejo se yerguen pálidos como fantasmas, ofreciendo un blanco perfecto. El chasquido continuo de la artillería de resortes procedente de las grupas de los megodontes antecede al zumbido de los discos clavándose alrededor de Kanya y desportillando el cemento de las paredes. Una esquirla le abre la mejilla. De pronto se encuentra tendida en el suelo, enterrada bajo el peso de Hiroko, que la ha derribado mientras la lluvia de discos de las armas de resortes continúa hendiendo el aire, demoliendo las paredes a su espalda.

Otra explosión. Toda su cabeza retumba con el estruendo. Se da cuenta de que está gimoteando. Los sonidos se han vuelto algo lejano de improviso. Tiembla de miedo.

El tanque llega al centro del patio con un rugido. Rota sobre su eje. Los megodontes siguen entrando en tromba, enmarañadas sus patas entre la oleada de tropas de asalto que han empezado a traspasar la brecha. Kanya está demasiado lejos para ver quién es el general que ha decidido traicionar a Pracha. Pistolas dispersas escupen desde los pisos superiores de los edificios del ministerio. Por todas partes resuenan los ecos de los alaridos de los moribundos. Kanya desenfunda la pistola de resortes y apunta. Junto a ella, un archivero recibe el impacto de una cuchilla y se desploma. Kanya sostiene la pistola con cuidado, dispara. No sabe si ha dado en el blanco o no. Dispara de nuevo. Lo ve caer. La masa de soldados se cierne sobre ella como un tsunami.

Jaidee se materializa a su lado.

—¿Qué hay de tus hombres? —pregunta—. ¿Vas a rendirte tan fácilmente y abandonar a esos muchachos que confían en ti?

Kanya aprieta otra vez el gatillo. Tiene la vista empañada. Está llorando. Los hombres han empezado a desplegarse por los patios en escuadrones que avanzan cubiertos por el fuego aliado.

—Por favor, capitana Kanya —implora Hiroko—. Tenemos que huir.

—¡Vete! —la apremia Jaidee—. Es demasiado tarde para luchar.

Kanya aparta el dedo del gatillo. Los discos zumban a su alrededor. Rueda de costado y corre a gatas en busca de la puerta, se zambulle en la relativa seguridad del edificio. Se incorpora rápidamente y encamina sus pasos hacia la cara opuesta del edificio. Más impactos de mortero. El edificio se estremece. Kanya se pregunta si la enterrará viva antes de llegar a su destino.

Los recuerdos de su niñez la asaltan mientras esquiva cadáveres ensangrentados, tras los pasos de Hiroko y Pai. Recuerdos de horror y devastación. De tanques de carbón arrollando las aldeas, rugiendo por las carreteras pavimentadas, de supervivientes de las provincias en largas columnas antes de internarse en los arrozales. Tanques que rodaban a toda velocidad para alcanzar el Mekong, desgarrando la tierra con sus ruedas de oruga mientras se dirigían a proteger al reino de las primeras incursiones por sorpresa de los vietnamitas. Dejando nubes de humo negro a su paso mientras acudían a defender la frontera. Y ahora los monstruos están aquí.

Al emerger en la otra punta del ministerio, se encuentra con una tormenta de fuego. Los árboles están ardiendo. Algún tipo de ataque con napalm. El humo se arremolina a su alrededor. Otro tanque arrolla una reja lejana, más veloz que cualquier megodonte. A su mente le cuesta procesar la rapidez con la que se mueven. Son como tigres, corriendo de un lado a otro de los jardines. Los hombres disparan sus pistolas de resortes, pero no son nada frente a los proyectiles de hierro de los tanques; no están diseñadas para la guerra. Destellos cegadores subrayan el repiqueteo de los disparos. Por todas partes vuelan discos plateados, rebotando y cortando. Los camisas blancas corren para ponerse a cubierto, pero no tienen adónde ir. Flores rojas sobre fondo blanco. Hombres descuartizados por las explosiones. Siguen llegando más tanques.

—¿Quiénes son? —grita Pai.

Kanya menea la cabeza, aturdida. La división acorazada arrasa los árboles en llamas de los jardines del Ministerio de Medio Ambiente. Continúan llegando soldados.

—Deben de ser del nordeste. Akkarat ha descubierto sus cartas. Pracha ha sido traicionado.

Tira de Pai, le indica una ligera elevación y las sombras de unos árboles ilesos, el lugar donde puede que aún se yerga el templo de Phra Seub. Quizá consigan escapar. Pai se queda mirando fijamente, paralizado. Kanya le propina otro tirón y empiezan a cruzar los jardines a la carrera. Las palmeras se desploman a su paso, crepitando, devoradas por las llamas. Les salpica una lluvia verde de hojas de cocotero mezcladas con fragmentos de metralla. Los gritos de las personas mutiladas por la bien engrasada maquinaria bélica inundan el aire.

—¿Y ahora adónde? —aúlla Pai.

Kanya no tiene respuesta. Agacha la cabeza bajo una lluvia de astillas y se tira al suelo tras el parapeto parcial de una palmera calcinada.

Jaidee se posa a su lado y sonríe, sin sudar siquiera. Se asoma por encima del tronco y mira a Kanya de reojo.

—Bueno. ¿Por quién vas a luchar ahora, capitana?

40

El tanque les pilla a todos por sorpresa. Viajaban por una calle prácticamente desierta en un par de rickshaws enganchados a sendas bicicletas y, antes de darse cuenta, un bramido inunda el aire y un tanque irrumpe en la intersección frente a ellos. Está dotado de un megáfono que berrea algo ininteligible, tal vez una advertencia, y acto seguido la torreta gira en su dirección.

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