La chica mecánica (55 page)

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Authors: Paolo Bacigalupi

BOOK: La chica mecánica
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Kanya estudia el cadáver del protector y la lóbrega estancia donde han terminado sus días. Un neoser. Una furcia mecánica. Intenta reprimir el ataque de náusea que le provoca esa idea. Un neoser. Que alguien intentara... Sacude la cabeza. Un asunto desagradable. Un movimiento desestabilizador. Y ahora, algún joven deberá pagar por ello. Quienquiera que aceptase sobornos en Ploenchit, posiblemente alguien más.

Una vez en la calle, Kanya hace señas al conductor de una bicicleta con rickshaw. Por el rabillo del ojo atisba a un grupo de los panteras del palacio, en formación ante la puerta. Empieza a formarse un corrillo de curiosos, la gente observa con interés. Dentro de unas horas, los rumores y la noticia habrán llegado a todos los rincones de la ciudad.

—Al Ministerio de Medio Ambiente, tan deprisa como puedas.

Agita el dinero de los sobornos de Akkarat en dirección al conductor del rickshaw para motivar sus esfuerzos, pero mientras lo hace, se pregunta a quién beneficia su gesto.

33

Un camión del ejército llega a mediodía. Se trata de un vehículo enorme, envuelto en nubes de gases de escape, asombrosamente escandaloso, como algo salido de la antigua Expansión. Puede oírlo a una manzana de distancia, pero incluso a pesar de tanto aviso, a punto está de escapársele un grito cuando lo ve. Tan veloz. Tan insoportablemente ruidoso. Una vez, en Japón, Emiko vio un vehículo parecido. Gendo-sama le explicó que funcionaba con carbón licuado. Tremendamente sucio y pernicioso para los límites de racionamiento, pero casi mágicamente poderoso. Como si hubiera una docena de megodontes encadenados en su interior. Ideal para funciones militares, aunque los civiles no pudieran entender ni el despilfarro de energía ni el impacto sobre sus impuestos.

Las azules nubes de gases de escape se arremolinan a su alrededor cuando se detiene. Una pequeña flota de ciclomotores de muelles percutores aparece tras su estela, conducidos por hombres vestidos con el uniforme negro de los panteras del palacio y el verde del ejército. Los soldados desmontan del camión en tropel y corren hacia la entrada de la torre de Anderson-sama.

Emiko se agazapa en el callejón donde permanece oculta. Al principio pensó en escapar, pero antes de haber recorrido una manzana comprendió que no tenía adónde ir. Anderson-sama era su única tabla de salvación en un océano enfurecido.

De modo que no se aleja mucho y vigila el hormiguero en que se ha convertido la torre de Anderson-sama. Intentando entender. Todavía le cuesta creer que las personas que derribaron la puerta no fuesen camisas blancas. Deberían haberlo sido. En Kioto, la policía la habría encontrado con ayuda de perros rastreadores y ya la habría ejecutado compasivamente. Jamás ha oído hablar de otro neoser que mostrara una desobediencia tan absoluta. Y mucho menos algo parecido al espantoso baño de sangre que precedió a su huida. Arde de vergüenza y de odio al mismo tiempo. No puede quedarse, pero es más que evidente que el apartamento del
gaijin
, aun invadido como se encuentra en estos instantes, es su único santuario. En la ciudad que la rodea no tiene amigos.

Siguen bajando hombres del camión militar. Emiko se adentra en el callejón mientras se acercan, esperando que amplíen la búsqueda, preparándose para salir corriendo en un estallido de movimiento y calor. Si corriera podría llegar hasta el
khlong
y refrescarse antes de reemprender la huida.

Pero se limitan a apostarse en las vías principales, en apariencia sin molestarse en buscar el rastro de Emiko.

Más movimientos precipitados. Un grupo de panteras sale arrastrando a una pareja de hombres encapuchados con las manos blancas.
Gaijin
, sin lugar a dudas. Uno de ellos parece Anderson-sama. Lleva puesta su ropa. Le propinan un empujón y, tambaleándose, se estrella contra la parte posterior del camión.

Maldiciendo, dos panteras lo suben a bordo. Lo esposan junto al otro
gaijin
. Los soldados se apresuran a montar detrás de ellos, rodeándolos.

Una limusina aparca junto a la acera, con su propio motor ronroneante de diésel de carbón. Resulta curiosamente silenciosa comparada con el estruendo del transporte de tropas, pero la cantidad de gases de escape es la misma. El vehículo de un tipo con mucho dinero. Que alguien pueda ser tan rico es casi inimaginable...

Emiko se queda sin aliento. Es el ministro de Comercio, Akkarat, escoltado por un enjambre de guardaespaldas hasta el interior del coche. Los curiosos se quedan mirando fijamente, boquiabiertos, y Emiko con ellos. A continuación la limusina se pone en marcha y el transporte de tropas hace lo mismo con un rugido ensordecedor. Los dos vehículos surcan la calle dejando sendas estelas de humo y se pierden de vista al doblar un recodo.

El silencio ocupa el vacío casi físico dejado por el retumbo del motor del camión. La gente murmura:

—Político... Akkarat... ¿
farang
?... general Pracha...

A pesar de su excelente oído, las frases que llegan hasta ella son ininteligibles. Si se empeñara, podría seguir... Descarta la idea. Es imposible. Dondequiera que se encuentre ahora Anderson-sama, ella no puede implicarse. Cualquiera que sea el conflicto diplomático en el que se ha visto involucrado, como ocurre siempre en casos así, no tendrá un final feliz.

Emiko se pregunta si podría colarse en el apartamento ahora que se han ido todos. Junto a la entrada del edificio, un par de personas han empezado a repartir octavillas entre todos los que pasan cerca de ellas. Otra pareja cruza la calle en una bicicleta de reparto cuya cesta rebosa de más papeles. Uno de ellos desmonta de un salto y pega un folleto en el poste de una farola y luego vuelve a montar en la parsimoniosa bicicleta.

Emiko da un paso hacia ellos para coger una octavilla, pero la detiene una punzada de paranoia. Deja que sigan su camino antes de acercarse con cautela al poste para leer lo que pone en la hoja. Camina despacio, toda su energía se concentra en conseguir que sus movimientos parezcan naturales, en procurar no llamar la atención. Se mezcla con la multitud de curiosos, tropezando, estirando el cuello para ver algo por encima de un mar de cabelleras morenas y cuerpos en tensión.

Se eleva un murmullo furioso. Alguien solloza. Un hombre se vuelve con la mirada desorbitada por el dolor y el horror. La empuja a un lado. Emiko avanza para ocupar su sitio. El murmullo es cada vez más intenso. Emiko da otro pasito adelante, con cuidado, con cuidado, despacio, despacio... Se le corta el aliento.

El somdet chaopraya. El protector de Su Majestad la Reina. Y más palabras... Su cerebro se esfuerza por traducir del tailandés al japonés, y mientras lo hace, es consciente de la masa de gente que la rodea, de las personas que empujan contra ella desde todas direcciones mientras leen acerca de una chica mecánica que acecha en su seno, de un neoser que ha asesinado al protector de la reina, un agente al servicio del Ministerio de Medio Ambiente, una criatura letal.

Los curiosos aumentan la presión a su alrededor mientras pugnan por leer, empujando y apretando, creyendo que Emiko es de los suyos. Perdonándole la vida únicamente porque todavía no la han descubierto.

34

—¿Quieres sentarte? Me estás poniendo nervioso con tantos paseos.

Hock Seng hace un alto en el deambular por el interior de su choza para fulminar con la mirada a Chan el Risueño.

—Soy yo el que paga por tus calorías, no al revés.

Chan el Risueño se encoge de hombros y sigue jugando a las cartas. Todos llevan los últimos días hacinados en la misma habitación. Chan el Risueño, Pak Eng y Peter Kuok suponen una compañía entretenida. Pero hasta la más entretenida de las compañías...

Hock Seng sacude la cabeza. Da igual. La tormenta se avecina. El baño de sangre y el caos se ciernen sobre el horizonte. Es la misma sensación que tuvo antes del Incidente, antes de que decapitaran a sus hijos y violaran a sus hijas hasta dejarlas sin conocimiento. Y él sentado en el ojo del huracán, voluntariamente ciego, diciéndoles a todos los que querían escuchar que los hombres de K. L. jamás permitirían que lo ocurrido en Yakarta se repitiera con el buen pueblo chino. Después de todo, ¿no eran leales? ¿No contribuían? ¿No tenía él amigos en todas las esferas del gobierno que le aseguraban que los pañuelos verdes no eran más que un farol político?

La tormenta rugía a su alrededor y él se había negado a aceptarlo... pero esta vez no. Esta vez está preparado. En el aire cargado de electricidad se intuye lo que está a punto de suceder. Es evidente desde que los camisas blancas cerraron las fábricas. Y ahora está a punto de desatarse. Pero está preparado. Hock Seng sonríe para sus adentros, examina el pequeño búnker, con sus reservas de dinero, gemas y alimentos.

—¿Ha dicho la radio algo más? —pregunta.

Los tres hombres intercambian miradas. Chan el Risueño apunta a Pak Eng con un cabeceo.

—Te toca a ti darle cuerda.

Pak Eng frunce el ceño y se acerca a la radio. Es un armatoste caro, y Hock Seng empieza a arrepentirse de haberlo comprado. Hay más radios en los arrabales, pero apostarse junto a ellas llama la atención. De modo que se gastó el dinero en esta, sin estar seguro de si retransmitiría algo más que rumores, y sin embargo incapaz de negarse otra fuente de información.

Pak Eng se arrodilla junto al aparato y empieza a accionar la manivela con un chirrido que ahoga casi por completo los chasquidos con los que cobra vida el altavoz.

—¿Sabes?, si dotaras a este trasto de un sistema de engranajes decente, sería mucho más práctico.

Todo el mundo hace oídos sordos y se concentra por entero en el diminuto altavoz: Música,
saw duang
...

En cuclillas junto a la radio, Hock Seng escucha con atención. Cambia el dial. Pak Eng está empezando a sudar. Transcurridos treinta segundos se detiene, jadeando.

—Listo. Con eso debería tener para un rato.

Hock Seng mueve el dial de la máquina, escuchando los agüeros de las ondas de radio. Las emisoras se suceden rápidamente. Nada más que programas de entretenimiento. Música.

Chan el Risueño levanta la cabeza.

—¿Qué hora es?

—Las cuatro, tal vez. —Hock Seng encoge los hombros.

—Tendría que haber
muay thai
. Deberían haber empezado ya con los rituales de apertura.

Todo el mundo cruza las miradas. Hock Seng continúa pasando emisoras. Únicamente música. Ningún noticiario. Nada... De pronto, una voz. Ocupando todas las emisoras, hablando como una sola voz y una sola emisora. Se acuclillan más cerca del aparato, para escuchar.

—Akkarat, creo. —Hock Seng calla un instante—. El somdet chaopraya ha fallecido. Akkarat culpa a los camisas blancas. —Recorre sus rostros con la mirada—. Ya ha empezado.

Pak Eng, Chan el Risueño y Peter observan a Hock Seng con respeto.

—Tenías razón.

Hock Seng asiente impacientemente con la cabeza.

—He aprendido.

La tormenta se aproxima. Los megodontes deben ir a la batalla. Es su sino. La división de poder del último golpe de Estado no podía durar eternamente. Las bestias deben enfrentarse hasta que una de ellas establezca su dominio definitivo. Hock Seng murmura una plegaria a sus ancestros, reza para salir con vida de esta vorágine.

Chan el Risueño se pone en pie.

—Al final tendremos que ganarnos el sueldo como guardaespaldas.

Hock Seng asiente con expresión grave.

—No será agradable para los que no estén prevenidos.

Pak Eng empieza a amartillar su pistola de resortes.

—Me recuerda a Penang.

—Esta vez no —dice Hock Seng—. Esta vez estamos preparados. —Les indica que se acerquen—. Venid. Es hora de recoger todo lo que podamos...

Unos porrazos en la puerta les hacen enderezar las espaldas.

—¡Hock Seng! ¡Hock Seng! —Una voz histérica, seguida de más golpes en el exterior.

—Es Lao Gu. —Hock Seng abre la puerta y Lao Gu irrumpe en la estancia tambaleándose.

—Han detenido al señor Lake. Al diablo extranjero y a todos sus amigos.

Hock Seng se queda mirando fijamente al conductor del rickshaw.

—¿Los camisas blancas le acusan de algo?

—No. Es el Ministerio de Comercio. He visto cómo Akkarat supervisaba el arresto personalmente.

Hock Seng frunce el ceño.

—No tiene sentido.

Lao Gu le pone una octavilla en las manos.

—Se trata de la chica mecánica. La que no dejaba de llevar a su piso. Es ella la que ha asesinado al somdet chaopraya.

Hock Seng lee la hoja rápidamente. Asiente para sí.

—¿Estás seguro de lo de esa criatura mecánica? ¿Nuestro diablo extranjero estaba colaborando con una asesina?

—Solo sé lo que pone en la circular, pero estoy seguro de que se trata de la misma
heechy-keechy
, a juzgar por la descripción. La sacó de Ploenchit muchas veces. Hasta dejaba que pasara la noche con él.

—¿Algún problema? —se interesa Chan el Risueño.

—No. —Hock Seng sacude la cabeza, permitiendo que una sonrisa aflore a sus labios. Saca un llavero de debajo del colchón—. Una oportunidad. Algo que no me esperaba. —Se vuelve hacia ellos—. Al final no hará falta que nos escondamos aquí.

—¿No?

La sonrisa de Hock Seng se ensancha.

—Debemos ir a un último sitio antes de salir de la ciudad. Tengo que recoger una cosa. Algo que está en mi antiguo despacho. Reunid las armas.

Sorprendentemente, Chan el Risueño no hace más preguntas. Se limita a asentir y enfunda las pistolas, se cuelga un machete cruzado a la espalda. Los demás lo imitan. Juntos, desfilan por la puerta. Hock Seng echa la llave al salir.

Trota por el callejón detrás de sus hombres, con las llaves de la fábrica tintineando en la mano. Por primera vez en mucho tiempo, el destino juega a su favor. Ahora lo único que necesita es un poco de suerte y algo más de tiempo.

Más adelante, la gente habla a gritos de los camisas blancas y de la muerte del protector de su reina. Voces airadas, listas para la sedición. La tormenta está cada vez más cerca. Las fichas ocupan su puesto en el tablero. Una chiquilla pasa corriendo por su lado, dejándoles octavillas en las manos antes de seguir su camino. Los partidos políticos ya han empezado a actuar. El padrino de los arrabales no tardará en soltar a su gente en los callejones para incitar a la violencia.

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