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Authors: Carmen Posadas

Tags: #Histórico

La cinta roja (32 page)

BOOK: La cinta roja
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–Permitidme que lance al azar algunas ideas que, dichosa si, gracias al sacrificio de mi amor propio, logro hacerme acreedora al sufragio de las almas sensibles de nuestros buenos ciudadanos...

Tras esta frase miré brevemente hacia la tribuna de autoridades; primero a Lacombe, después a Tallien, y pude comprobar que en ambos había una sonrisa complacida, lo que hizo que sonriera a mi vez. Ahora todos escuchaban atentos mis palabras, pero más que nadie mis dos pigmaliones, es decir, mi amante y Lacombe, autor de aquel discurso grandilocuente, porque es cosa sabida que los hombres sienten especial debilidad por las mujeres cuando nos consideran sus criaturas, y yo en ese momento lo era de ambos (o al menos eso pretendía yo que ellos creyeran).

–Muchos autores han aparecido en esta difícil carrera; muchos filósofos célebres se ocupan de formar la virtud de los jóvenes alumnos y con sus lecciones deben esclarecerlos, pero algunos de ellos no han estado a la altura de los acontecimientos...

Durante media hora, en el antiguo templo de los dominicos no se oyó otro sonido que el de mi voz y el muy tenue del voltear de las hojas de mi discurso. Al concluir, los aplausos fueron prolongados, y enseguida, con el fervor revolucionario que siempre acompañaba estos actos patrióticos, se empezó a pedir a grandes voces que «tan bellas palabras fueran impresas para que sus ideas se expandan con más facilidad y así contribuir a la educación de los pueblos». Como no podía ser menos, Tallien asintió con gusto a tal propuesta al tiempo que daba orden de que una multitud de copias se distribuyera a la mañana siguiente por toda la ciudad. Días más tarde aún se hablaba de mi discurso, de mis bellas ideas y de lo bien que reflejaban la sensibilidad de la época y las doctrinas de Voltaire y de Rousseau. Así, puede decirse que todos los que tomamos parte en tan bella representación patriótica estábamos contentos. Tallien, porque con ella demostraba a París mi fervor revolucionario; Lacombe, por el éxito de su discurso; yo, porque había logrado demostrar que en aquel mundo entre teatral y aterrador en que vivíamos, se podía salir airosa de una situación difícil siempre que uno supiese plantarle cara. En cuanto al público, también los hombres de Burdeos se mostraban muy satisfechos al haber comprobado, según decían, «la gran elocuencia de unos ojos negros y de una bella sonrisa». Las mujeres, en cambio... bueno, qué quieren que les diga, siempre es difícil que una contente a sus congéneres. Sin embargo, si no lo logré ese día con mi actuación revolucionaria, muy pronto iba a hacerlo con otras «actuaciones» que me dispongo a narrar.

A partir de la fiesta patria y siempre que el tiempo lo permitía, yo me dedicaba a escandalizar a mis conciudadanos paseando por las calles de Burdeos del siguiente modo: en coche abierto para que todos pudieran verme y ataviada como una diosa antigua, con túnica corta, bonete rojo ladeado sobre la frente y una pica en la mano izquierda mientras la derecha reposaba sobre el hombro de Tallien.

–Estás loca, niña –me decía Frenelle–. A pocos pasos de nuestra casa la guillotina sigue segando cabezas, el pueblo tiene miedo y también hambre. Para colmo, tú eres una aristócrata divorciada que ahora se permite la audacia de pasearse medio desnuda en público y del brazo del responsable de todos los males de esta ciudad. ¿Cómo esperas que tomen las buenas gentes de Burdeos semejante provocación?

Y la sorprendente respuesta a esta pregunta es: «Bien, extraordinariamente bien». Las madres de familia sonreían al verme pasear ataviada de modo tan inusual; los girondinos, enemigos mortales de aquellos que ahora mandaban en París, invocaban mi nombre y se referían a mí como el espejo de todas las bondades; e incluso los que odiaban a Tallien, y eran muchos, no tenían para mí más que palabras de elogio.

–Cuidado, niña –insistía Frenelle–, todo aquello que no responde a la lógica tarde o temprano acaba mal; la provocación es peligrosa, y la envidia peor aún.

Pero ¿cuál, se preguntarán ustedes, era la razón de aquella inusual actitud de todos hacia mí? La explicación es ésta:
Notre-Dame du Bon Secours
, Nuestra Señora del Buen Socorro.

El nombre remite a una de las atribuciones de la Virgen María, pero como ya sabemos, aquéllos eran tiempos descreídos; Dios había sido sustituido por la Razón y las iglesias saqueadas. Sin embargo, y aun así, lo cierto es que los ciudadanos de Burdeos tuvieron la gentileza de conceder a esta frívola amiga de todos ustedes tan bello apodo, y ello sucedió de la siguiente manera:

El mes de Nivôse o diciembre de aquel 1793 que comenzara con la muerte de Luis XVI y que no acabaría hasta sumar otros muchos hechos trágicos tuvo sin embargo un final (casi) dulce en la ciudad de Burdeos. Mientras en el resto de las provincias arreciaba el Terror, mientras en Lyon, Toulon y Marsella se continuaba guillotinando o aniquilando a gente en las famosas
noyades
(ahogamientos en masa), mientras París enviaba órdenes a sus representantes en misión para que se redoblara el Terror con ánimo de devolver a los departamentos rebeldes la obediencia revolucionaria, en Burdeos la Viuda –como también se llamaba entonces a la guillotina situada delante de la Maison Nationale– fue desmantelada un buen día.

No es que dejara de funcionar del todo; en realidad, si se trasladó a la fortaleza de Há fue, en principio, sólo para repasar su funcionamiento y afilar más aún su hoja. Pero lo cierto es que desde el comienzo de diciembre ya no segaban tantas cabezas como antes; al contrario, parecía haberse vuelto perezosa, casi inactiva. Los ciudadanos bordeleses pronto se dieron cuenta de que si esto era así, la única explicación era que alguien muy cercano al poder máximo estaba intercediendo por ellos en secreto. Y ese alguien no podía ser otro que aquella ciudadana que se paseaba medio desnuda, envuelta en los colores patrios y gorro frigio como la Marianne revolucionaria.

«He ahí a mi pequeña Teresita, tan teatrera como siempre –sin duda habría dicho mi padre si hubiera podido verme entonces–. Nunca te cansarás de jugar a los disfraces, ¿verdad? Venga, hazle otra representación a
ton bon papa
».

Sí, a qué negarlo, yo siempre he tenido una vena exhibicionista considerable. Pero si en otras épocas de mi vida ésta se manifestaba de forma frívola, como cuando en Fontenay-aux-Roses actuaba de anfitriona de los hombres más notables de París, ahora mis representaciones tenían otro tinte más dramático y a la vez mucho más útil. Consistía en encarnar a la diosa Razón en mi aspecto exterior y a la diosa Misericordia en el interior, intercediendo ante Tallien a favor de mis conciudadanos al tiempo que intentaba contagiarle mi repugnancia por los crímenes que en nombre de la libertad y la fraternidad se estaban cometiendo en toda Francia. Y es que, como ya he señalado antes, desde el principio de nuestra relación fui muy consciente del poder que ejercía sobre Tallien. Al principio, yo procuraba utilizar mi ascendiente sólo de forma cautelosa para liberar de la muerte a personas allegadas a mí, pero al descubrir lo sencillo que era lograr para ellas clemencia ya no paré de ejercerlo, llegando a liberar a otros muchos desdichados.

Creo que es interesante explicar cómo comenzó todo. Tallien y yo no podíamos vivir juntos. Habría sido una provocación innecesaria (y muy peligrosa) que el representante de París se instalara de modo abierto con la ex esposa de un aristócrata en aquel ambiente lleno de espías y traidores. Por eso, nuestros encuentros amorosos tenían lugar al principio en el hotel Franklin. Sin embargo, Tallien se veía obligado a visitarme de forma secreta y a marcharse antes de que amaneciera, siempre con grandes precauciones.

–Sería tanto más sencillo, amor, si tú pudieras acudir a la Maison Nationale. Allí estoy rodeado de hombres fieles que se dejarían matar por mí. ¿Vendrás? –me preguntó un día en una de nuestras tristes despedidas de madrugada, y yo decidí complacerle. Hasta ese momento, sólo había estado en su residencia oficial en dos ocasiones: una, en nuestro primer encuentro formal en su despacho; la segunda y más importante en nuestro primer encuentro amoroso el día en que me liberó de la fortaleza de Há. Como la memoria es benévola y procura evitarnos recuerdos desagradables, de aquella visita no recordaba yo la presencia de una invitada invisible. Me refiero a la de la guillotina que se erguía justo delante de las habitaciones de Tallien. Además, si bien es cierto que su sombra se había dibujado brevemente sobre nuestros cuerpos desnudos aquel día, el encuentro había tenido lugar por la tarde, cuando los fantasmas no hacen de las suyas. En cambio, ahora, de noche cerrada, al entrar por segunda vez en los aposentos privados de Tallien, lo primero que vi sobre la pared del fondo fue su inconfundible sombra. La luz de las farolas callejeras que se filtraba por las ventanas era la responsable de aquella siniestra silueta de dos palos que parecía cernirse ahora sobre la cama de Tallien mientras la hoja oblicua de la
Louisette
formaba con las molduras del techo un recuadro tan torcido como terrible.

Como todos los que vivíamos en aquellos atribulados tiempos, mil veces había visto yo a la
Viuda
. En centenar de ocasiones había sido testigo, por ejemplo, del rodar de las carretas camino del cadalso con su desdichado cargamento de condenados. Otras tantas había presenciado cómo, después de su lúgubre rutina, hombres despreocupados barrían o baldeaban la sangre derramada a raudales alrededor del artilugio cantando una cancioncilla o riendo con los vecinos. No eran escasas tampoco las ocasiones en que había visto caer el filo de su cuchilla sobre los cuellos de hombres, mujeres, de niños incluso. Aquéllas eran escenas con las que teníamos que convivir a diario, y lo cierto es que, una vez vistas, quien más quien menos volteaba la cara y seguía con su vida, con sus amores, con sus afanes, porque uno acaba por acostumbrarse a todo, incluso a lo más horrendo. No existía por tanto razón alguna para que una inofensiva sombra me afectara de un modo tal y, sin embargo, al verla allí, sobre las sábanas de la cama que estábamos a punto de compartir, quedé inmóvil. Sin notar aún mi azoramiento, Tallien, que estaba a mi espalda, comenzó entonces a desnudarme con la misma veneración respetuosa con la que siempre me trataba. Cayó sobre el lecho mi vestido, luego las tres enaguas y mi camisa y, en ese momento, noté cómo, de improviso y sin poder remediarlo, comenzaban a correr por mis mejillas todas las lágrimas que hacía años no vertía, un caudal de ellas sin que pudiera moverme, hipnotizada por aquella sombra, muda, sorda, muerta.

Tallien no tardó en darse cuenta de que algo ocurría y giró mi cuerpo para mirarme.

–Vida mía, amor mío –repetía mientras buscaba con sus manos, con sus labios, mis ojos como quien intenta borrar de ellos algo que ha visto y que le aterra. Sólo entonces reaccioné y, escapando de su abrazo, me refugié en la esquina de la habitación más alejada de la ventana, buscando cubrir mi cuerpo desnudo con lo primero que tuviera a mano, la casaca de Tallien, el tapete de una mesa, cualquier cosa con tal de que la sombra de la cuchilla no cayera sobre mí.

–No puedo, no quiero volver jamás a este lugar –dije.

Dudo que Tallien entendiera en ese momento lo que me estaba pasando. Como digo, entonces todos estábamos acostumbrados al horror, más aún alguien como él, que tenía a la guillotina como sombría y diaria centinela. Pero aun así, no dudó un momento en responder.

–Lo que tú quieras, mi vida. Haré todo lo que me pidas. –Y luego comenzó a besarme una vez más, no con pasión, sino como se besa a una niña que necesita protección y consuelo. Así era aquel hombre, aquel asesino. Después de unos minutos, siempre con igual ternura, añadió–: Será como antes, yo iré a tu casa.

–No –le respondí ya más tranquila–. Lo he pensado mejor y volveré aquí siempre que me lo pidas. Porque no somos ni tú ni yo los que debemos partir, Jean, sino «ella».

Entonces, como si pudiera entender que era motivo de nuestra conversación, la alargada sombra de la guillotina se dibujó aún más nítida gracias al creciente resplandor del alba.

–No permitiré que ella ni nadie nos separe –respondió Tallien abrazándome con mayor fuerza, y no hizo falta que yo dijera nada más.

Al día siguiente, los ciudadanos de Burdeos pudieron ser testigos de una escena que les causó primero extrañeza, luego alivio. En vez de la habitual procesión de condenados camino del cadalso, lo que vieron fue una cuadrilla de unos diez hombres que se afanaban en desmantelar la
Louisette
. Y a partir de ese día su silueta no volvió a ensombrecer ya más la antigua plaza del Delfín ni tampoco nuestras noches de amor, cada vez más apasionadas. No se había ido muy lejos, es cierto, pero una vez apartada de la vista de todos, me resultó más sencillo lograr que Tallien la hiciera funcionar con menos frecuencia. ¿Que cómo lo hice? Baste decir que la cama es un campo de batalla en el que gana el más fuerte, y ésa siempre fui yo. Más fuerte que la codicia de un hombre que, hasta que me conoció, se dedicaba a veces a traficar con salvoconductos a cambio de joyas o dinero; y otras, simplemente, a desposeer a los reos de todos sus bienes. Más que la ambición, que le dictaba que, si hacía bien su trabajo en Burdeos (y «bien», en este caso, era sinónimo de sanguinario o de cruel), sería recompensado en París con un alto cargo. Y más fuerte sobre todo que el miedo, que le recordaba al oído que noticias de su vergonzosa debilidad por una aristócrata, por una mujer que lo tenía completamente dominado, ya habían llegado a París.

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