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Authors: Carmen Posadas

Tags: #Histórico

La cinta roja (33 page)

BOOK: La cinta roja
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Debo decir además que, desde el día en que desapareció la guillotina del centro de la ciudad, también me encargué de que aumentara el número de los expedientes que se «extraviaban», o el de los testimonios que «no se podían probar» y el de las acusaciones «que no tenían suficiente fundamento». Frenelle y yo lográbamos incluso distraer algunos salvoconductos ya firmados por Tallien que luego entregábamos a los muchos infelices que, primero tímidamente y luego ya en número más que considerable, acudían al hotel Franklin para solicitar mi ayuda. Las estadísticas lo recuerdan. De treinta y tres cabezas que rodaban en diciembre de 1793 pasamos a diez en abril y ninguna en mayo. Tras mi partida, en junio cayeron setenta y dos y ciento veintinueve en julio. Pero basta. Como ya he dicho en alguna otra ocasión, no me gusta hablar bien de mí, cantar mis bondades ni colgarme medallas. Por eso prefiero que sean otras voces las que cuenten lo que vieron. He aquí dos testimonios de la época recogidos uno en las memorias del conde de Paroy y el otro en las de la muy célebre madame de la Tour du Pin, cuyas amenas e inteligentes páginas son una de las fuentes favoritas de todos los estudiosos de la Revolución francesa. Empecemos por el conde de Paroy; él narra así su primer encuentro conmigo.

Mi padre estaba a la sazón detenido en La Réole y yo vagabundeaba sin tino por las calles de Burdeos pensando en su más que segura muerte cuando alguien me habló de Teresa Cabarrús. Como pintor que soy se me ocurrió entonces, a modo de petición de audiencia, enviarle un pequeño dibujo de Cupido desnudo con una pica y en su extremo un gorro rojo. Abajo, y haciendo votos para que el doble sentido de la frase fuera bien acogido por la bella, escribí:
á l'amour sans-culotte
. Debió de agradarle mi osadía, puesto que muy pronto mandó aviso para que fuera a visitarla. Ya en la antesala del hotel Franklin en que reside quedé asombrado al comprobar que todas las muchas sillas estaban ocupadas, la mayoría por representantes de las más antiguas familias de Burdeos. Así se lo señalé a un caballero que conocía y él me respondió que no en vano a aquel lugar lo llamaban en la ciudad el Despacho de las Gracias.

Pronto se me hizo pasar a un
boudoir
y, durante la espera, tuve tiempo de admirar un gabinete que parecía el recinto de las diversas musas. Había un clavecín entreabierto con papeles de música, una guitarra sobre un canapé y un arpa en un rincón. La pintura estaba representada por un caballete con un cuadro empezado, y las letras por un secreter abierto y rebosante de papeles, memorias e, imagino, sobre todo peticiones. También había una biblioteca con libros en desorden como si fueran consultados a menudo y, por fin, había también un bastidor con un muy bello bordado.

Detengo aquí la narración del gentil conde de Paroy para decir que la única musa que falta en su relato, esto es, la musa del teatro, también estaba representada allí, aunque él no la mencione. Lo estaba, precisamente, en toda aquella cuidada
mise en scéne
que nada tenía de casual. Y es que, de hecho, hasta el más mínimo detalle estaba pensado para que al visitante que venía a solicitarme ayuda le resultara muy sencillo interpretar lo que veía: el clavecín, la guitarra, el arpa, el caballete, los libros y el bordado... Todo voceaba a los cuatro vientos que yo, a pesar de mi aspecto tan
á la mode révolutionnaire
, en la intimidad de mi hogar continuaba siendo una cultivada y muy espiritual dama con gustos claramente aristocráticos; una dama a la que le daba mucho placer utilizar su privilegiada situación para ayudar a los demás.

También madame de la Tour du Pin tuvo, como ya he dicho, la gentileza de escribir sobre mí. Da la casualidad de que ambas habíamos sido presentadas «antes del diluvio», durante la representación de
Las bodas de Fígaro
, curiosamente el mismo día en que conocí a la desdichada princesa de Lamballe. Años más tarde, al encontrarse en Burdeos y sabedora de mis labores samaritanas, ella y su marido recurrieron a mí con la esperanza de lograr de Tallien un salvoconducto que les permitiera embarcar rumbo a América. Lucy estaba embarazada de siete meses y tanto su marido como ella habían pasado las últimas semanas escondidos en un cuartucho propiedad de un cerrajero pariente de una de sus doncellas. Cuando un día, a sabiendas de la suerte que esperaba a los cómplices, su encubridor entró en pánico y amenazó con entregarlos, La Tour du Pin huyó por la ventana y vino a verme. Era tan joven, tan decidido, que su gesto me enterneció sobremanera. Dos días más tarde, ambos, junto a sus hijitos de corta edad, embarcaban rumbo al Nuevo Continente mientras yo los despedía desde la orilla, según reza el relato de ella, «con mi bello rostro bañado en lágrimas», porque «por aquel entonces no había ni un bordelés que no le debiera la vida de un pariente o un amigo a Nuestra Señora del Buen Socorro».

Sí, así reza textualmente el final del testimonio de madame que tanto ha hecho por propagar mi buen nombre. Agradecida le estoy por sus palabras, pero me gustaría añadir que todo lo que hice no tiene especial mérito. Digamos que era mi deber. Digamos, mejor aún, que fui muy feliz ayudando a cuantos pude.

Pasaban los meses y la lista de aquellos que se salvaban de la prisión y de la
Louisette
iba creciendo de hora en hora. Tanto es así que, animada por el éxito de mis gestiones, empecé a darle vueltas a cómo asestar mi golpe maestro contra el régimen del Terror que reinaba en la ciudad de Burdeos. Uno era tan audaz como arriesgado: lograr que Tallien suprimiera de una vez y para siempre el temido Comité de Vigilancia. Y es que yo era consciente de que todos mis esfuerzos en favor de los perseguidos peligraban mientras existiera dicho comité, puesto que aquellos furibundos patriotas que lo componían continuaban ejerciendo su labor de acusadores públicos. No podía ser de otro modo; al fin y al cabo, su mera razón de ser era enviar a la guillotina cuantas más cabezas, mejor. Era preciso por tanto acabar del todo con el comité, puesto que, a pesar de que yo conseguía casi siempre que Tallien hiciera desaparecer las pruebas de los delitos antirrepublicanos o –si ello era demasiado difícil– lograba al menos que la justicia «olvidara» al convicto en la cárcel en vez de llevarlo directamente a la guillotina, el peligro estaba siempre ahí. Yo sabía además que los miembros de aquel infausto comité me odiaban no sólo por haber alejado a Tallien de la pureza republicana, sino también por interferir en su mezquino trabajo. Y si no actuaban contra mí denunciándome a París era o bien por temor a Tallien, que continuaba siendo su jefe, o bien porque esperaban en silencio el mejor momento para hacerlo. Mi empresa, sin embargo, no era en absoluto fácil. Este organismo representaba, además, la base de toda la política llevada a cabo por Tallien desde su llegada a Burdeos, y desmantelarlo era tanto como condenar no sólo su labor, sino también la de sus jefes en París.

Aun así, siempre me han gustado los retos, más todavía si me permiten utilizar las tan eficaces armas de mujer y, entre ellas, dos que considero especialmente afiladas. Una es la cizaña, la otra son los celos. Tengo observado que si bien la cizaña no es un arma exclusivamente femenina, nosotras sabemos manejarla con más arte que los varones y sin duda con menos miramientos. Y es que los hombres (y también algunas mujeres poco hábiles), cuando recurren a ella, se valen de la insidia o, lo que es lo mismo, siembran una duda a base de contar mentiras. Nosotras, en cambio, las más sutiles, no recurrimos a los embustes; al contrario, no mentimos en absoluto. ¿Quién dijo aquello de que a los inteligentes hay que engañarlos siempre con la verdad? No lo recuerdo, pero apuesto a que fue un hombre con una sensibilidad muy femenina. Yo soy gran discípula de tan sabio maestro y debo decir que siempre he utilizado su táctica con aprovechamiento. Porque, ¿qué necesidad hay de recurrir al embuste si se engaña tanto mejor con la verdad? Y la verdad en este caso era que los miembros del siniestro comité maquinaban en secreto para acabar con Tallien, por lo que no me fue difícil en absoluto convencerle de que nos espiaban (y, en efecto, lo hacían con todo descaro, igual que vigilaban al resto de los ciudadanos). Por eso, una noche, al descubrir entre las sombras a dos embozados especialmente conspicuos que nos esperaban a nuestro regreso a la Maison Nationale, puse en marcha mi operación cizaña, y he aquí cómo comencé a sembrar en Tallien tan verde mala hierba:

–¿No se cansarán nunca esos tipos –le dije mientras apretaba mi cuerpo contra el suyo como si fuera víctima del frío o, mejor aún, de algún mal presagio– de vigilar a la mano que les da de comer?

–Es su trabajo, mi amor, para eso les pago, para que vigilen a todo el mundo –respondió Tallien sin darle mucha importancia. Pero yo no estaba dispuesta a soltar la presa tan fácilmente y aproveché un movimiento algo brusco de uno de aquellos personajes en la sombra para fingirme atemorizada. Como si esperara o temiera que fueran a atacarnos, a dispararnos tal vez.

–Claro que es su trabajo –dije–. ¿Pero te has dado cuenta de que ni siquiera se toman la molestia de disimular? Se diría que se sienten impunes, más fuertes que nosotros. Seguramente no se atreverían a seguirte si no tuvieran detrás de ellos la sombra directa de París, una orden del mismísimo Robespierre...

Ese nombre era sin duda el que más temor causaba en toda Francia con su sola mención. Por eso, la posibilidad de que sus hombres lo estuvieran espiando por órdenes directas de París era no sólo posible, sino también inquietante para Tallien.

Abrazándome aún más a su vez, él me prometió averiguar quién estaba detrás de aquel burdo espionaje, y así quedó la cosa. Pero como pasaban los días y pareciera que ya había olvidado el incidente, tuve que recurrir a la segunda arma femenina por excelencia. Una que es aún más eficaz que la cizaña: me refiero, naturalmente, a los celos, y fueron ellos los que por fin obraron el milagro.

Había entre los miembros del tan infausto Comité de Vigilancia dos individuos que me miraban con igual mezcla de odio y deseo. Uno se llamaba Endron; el otro, D'Expresemil. Se trataba de dos pobres diablos que, si descontamos el oscuro lustre que da a la mirada de un hombre el ser un consumado asesino, no tenían ningún rasgo relevante. Durante unos días, en mis frecuentes trayectos desde mi casa hasta la Maison Nationale, me dediqué a atraer sus miradas y a incitar levemente su deseo hasta que Endron, el más torpe de los dos, llegó a escribirme unos versillos revolucionarios en los que desvelaba su «adoración por cierta diosa pagana».

No fue necesario más. Dos semanas más tarde, el Comité de Salvación Pública de París recibía con la natural sorpresa la noticia de que los representantes en Burdeos Tallien e Ysabeau habían acordado, siguiendo una ley del 14 de Frimaire sobre comités (una argucia legal que en realidad no logró engañar a nadie), «disolver el Comité de Vigilancia de la capital de la Gironda para reorganizarlo a su modo». La noticia causó en el comité de París la lógica sorpresa y rápidamente se mandó nota a Tallien pidiendo explicaciones. Él respondió de la siguiente forma:

Hemos creído estar de acuerdo con vosotros, conciliando la justicia y la humanidad con la inflexible severidad de la ley; todos los culpables serán castigados; pero, a su vez, los inocentes que se hallen entre los detenidos tendrán ocasión de darse a conocer. Se hará así con el solo propósito de que brille con más fuerza la justicia revolucionaria.

Cuando Tallien me enseñó esta carta antes de enviarla a París no pude menos que sonreír para mis adentros y sentir un punto de orgullo. «Conciliar justicia y humanidad», he aquí los mismos argumentos que yo retó ricamente había utilizado con él durante nuestra primera entrevista, cuando la guillotina trabajaba sin cesar bajo su ventana de la Maison Nationale y, consciente o inconscientemente, Tallien había hecho suya aquella idea. Ahora, la Viuda, desterrada a la fortaleza de Há, funcionaba sólo de vez en cuando y, mientras tanto, el hombre que antes se deleitaba escuchando tan afilada hoja silbar desde la ventana de su despacho hablaba «de la necesidad de hallar inocentes entre los culpables». Sin embargo, si yo estaba orgullosa de aquellas líneas, desde luego no ocurrió otro tanto en París. Allí la carta fue recibida con irritación y también alarma, pero aun así, por el momento no se creyó oportuno tomar medida alguna contra él. Ahora, con la perspectiva que da el tiempo y mis muchos años, resulta fácil comprender que si el Comité de Salvación Pública, o lo que es lo mismo, Robespierre, no actuó con su habitual dureza al recibir dicha carta, fue sólo porque esperaba el mejor momento para asestar su golpe contra nosotros. Sin embargo, para Tallien y también para mí en ese momento, el silencio de París era un «quien calla, otorga». Y si ellos otorgaban y consentían, ¿qué me impedía a mí seguir con mi buena labor de
Notre-Dame du Bon Secours
?

Hay que decir que mi viejo enemigo Ysabeau también debió de malinterpretar aquel silencio de París, porque de pronto pareció volverse (casi) nuestro aliado. Él nada había dicho cuando en Burdeos comenzó a decrecer el número de ejecuciones ni cuando desmantelamos el Comité de Vigilancia, y tampoco pareció oponerse cuando yo logré de Tallien una gracia aún más arriesgada que todas las anteriores. Consistía ésta en que él fuera en persona a la fortaleza de Há para dulcificar en lo posible las condiciones de vida de los allí condenados. Confieso que mucho me hubiera gustado ser testigo de aquella escena y volver de su brazo a la prisión de la que él me había salvado para liberar, a mi vez, a otros condenados. Pero hay ciertas bellas escenas teatrales en las que es más sensato no participar. La entrada de Nuestra Señora del Buen Socorro en la prisión de Há acompañada del ciudadano Tallien habría sido una provocación demasiado grande, por eso ese día cerré incluso mi gabinete de peticiones y permanecí en casa entregada a una labor tan femenina e inofensiva como zurcir unas medias de mi hijo. Así, sólo supe de la visita de mi amante a la fortaleza, con redingote azul, banda, sable curvo y sombrero de plumas multicolores, por lo que me contaron más tarde. Las crónicas de la época citan que, a la vista de aquellos desgraciados reclusos que esperaban la muerte, Tallien se emocionó. «Él –insisten las mismas crónicas–, que había visto sin pestañear las atroces Masacres de Septiembre y el paseo de la cabeza degollada de la princesa de Lamballe. Él, que tanto sufrimiento había causado al pueblo de Burdeos, ahora lloraba viendo las condiciones en las que vivían los prisioneros de la fortaleza de Há, qué ironías».

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