—Está con Bidewell en la oficina —dijo Jack.
—Si estamos aquí —dijo Glaucous— y aparentemente
aquí
estamos, moviéndonos y hablando, entonces doy por supuesto que Término… me fallan las palabras, jóvenes amos. ¿Bidewell nos ha llevado a través de esa barrera impenetrable?
Ni Daniel ni Jack respondieron.
Glaucous los apartó.
—
Ella
vendrá pronto —dijo—. La Princesa de Caliza odia los santuarios librescos.
—Ahora no importa lo que haga la Princesa de Caliza —dijo Jack—. Estamos donde se supone que debemos estar.
—Ah, ¿eso te dijo Bidewell? —preguntó Glaucous.
—Jack sueña, ¿recuerdas? —dijo Daniel con una brusquedad que incomodó a Glaucous—. Puede que sepa más que nosotros sobre lo que va a pasar.
—Entonces, definitivamente deberíamos ir a buscar a la chica, y Jack nos guiará —dijo Glaucous.
Se llevarán las piedras con ellos… saldrán del almacén. Nuestra Lívida Señora vendrá a buscar a Bidewell… sus libros por sí solos no pueden protegerle
.
Y luego, lo que siempre ha prometido a
sus
sirvientes
…
Tal promesa se le había revelado una única vez, hacía más de un siglo. Apenas podía recordar los detalles, sólo el aura persistente de un triunfo glorioso, control, fortuna… una victoria inimaginable contra la adversidad. Una ausencia total de culpabilidad. ¿Y entonces qué sería él? Quizá ya ni siquiera fuese Max Glaucous.
Por primera vez en décadas una nota de conciencia resonó en algún lugar de su pecho, clara y dolorosa a pesar de su pequeño tamaño. Miró a Jack, luego a Daniel, y sintió que los músculos de su cara se volvían de cera, congelando su rostro en la parodia amateur de una sonrisa.
Qué feo soy
, pensó.
Qué viejo, qué cruel, qué rebosante de mentiras
.
El Kalpa
En la torre, esperando…
La ráfaga de intrusiones había quemado hasta lo más profundo del Kalpa, arriba y abajo, destruyendo prácticamente los dos biones exteriores y dejando el primer bión —y la Torre Rota— en un estado extremadamente inestable. Un tercio de los Defensores se había disuelto en nubes abrasadoras. Resultaba aparente que la conclusión de la vendetta del Tifón no se demoraría mucho.
Ghentun cerró sus asuntos, evaluó los daños a los Niveles y decidió qué se podía hacer por aquellos de la progenie antigua que seguían con vida, que no precisaban de la bendición del Guardián Sombrío… un pequeño resto acobardado en sus nichos, cantando y rezando en voz baja, vigilando por las pocas samas con valor suficiente para recorrer los pasillos.
No se podía hacer nada más.
Había abandonado los Niveles por última vez y había regresado a la Torre Rota, no por requerimiento del Bibliotecario, sino siguiendo su conciencia. Incluso entonces era más que consciente de que cualquier decisión que tomase probablemente ya formaba parte del plan de algún Gran Eidolon. Sentía desprecio por todos ellos.
Esclavitud
. ¿Cómo se podía esclavizar un cosmos moribundo? ¿Qué podría significar cualquiera de esos planes eidolónicos para un ser como él, que ya era incapaz del evanescente rielar noötico, menos aún de pasar señales y sentidos de personificación a personificación, incapaz incluso de aproximarse a lo que en esos poderes que todavía afirmaban ser humanos se consideraba pensamiento?
Esperaba a que los sirvientes del Bibliotecario notasen su presencia.
Ghentun miró desde una alta ventana fracturada y humeante, ennegrecida por los bordes, bordeada dentro y fuera por densidades cristalinas que se arrastraban y reordenaban, intentando sanar las fracturas en el lado interior, mientras que afuera la alteridad negra trepaba y buscaba un punto por el que entrar.
Finalmente aparecieron los angelines y entraron en la amplia cámara que una vez había estado vacía. En esta ocasión no era uno, sino miles, de formas y tamaños diferentes, todos azules, todos fríos, disponiéndose en círculos concéntricos alrededor de Ghentun y la alta ventana.
Los miró, sin moverse, para luego volver a contemplar lo que había más allá del límite de lo real. Pocos en los biones de abajo llegarían a presenciar lo que veía; Eidolones, Restauradores y Modeladores preferían por igual la ignorancia frente a la certidumbre de esa destrucción que se aproximaba con rapidez. No había ninguna duda de que el Caos había cambiado fundamentalmente. Nunca antes se había visto algo como lo que ahora rodeaba al Kalpa.
Hasta qué punto la antigua emoción de la curiosidad había degenerado hasta una mortal superioridad clásica… ¡el triunfo de la satisfacción ciega! Así debió de ser para muchas en las quinientas galaxias vivas durante la última de las Guerras de Masa… esperando la transformación o la destrucción por parte de los Eidolones. No mucho después, un gran número de esos mismos Eidolones cedían el paso al Caos.
Se decía que el Caos sentía menos misericordia por los Eidolones. Ghentun sentía cierta triste satisfacción al contemplar esa lección de historia tan vívidamente ejemplificada. Le escocía profundamente haber abandonado en su momento su masa primordial, haber renunciado a su herencia Restauradora a cambio de unos miles de años de esperanzada integración con las urbes superiores… Una gran traición, pensaba.
La única traición mayor…
Contempló los perfiles todavía vagos del conocimiento profundo que le había dado el Príncipe de Ciudad. No era de confianza, evidentemente. Y cuando ese conocimiento surgiese, ¿le transformaría en el agente vengador del Kalpa?
Los angelines no se movieron… no alteraron sus pensamientos. Quizás el Bibliotecario también se estuviese preparando para sus momentos finales.
El Custodio se preguntó qué habría sido del joven progenie que había entregado. ¿Analizado, dividido, diseccionado por un Eidolon loco que padecía de una lujuria intensa y sin sentido por los detalles? ¿O estaba recluido, un premio perdido entre todos los demás experimentos fallidos y catalogados?
Lo que Ghentun contemplaba, más allá del límite de lo real, visible a través de los centinelas rotos e inclinados que todavía intentaban rodear y proteger…
El Caos había quemado casi toda la vieja realidad de la Tierra, retorciendo tiempo y destino para dejarlos convertidos en ceniza negra; pero durante ese proceso, perversamente había encapsulado algunos fragmentos escogidos, preservándolos, y ahora esos trofeos eran reordenados como si formasen parte de un museo desquiciado. Los artefactos fragmentados de tiempos antiguos y antiguas ciudades terrestres, y otros lugares, habían sido recogidos, transportados de alguna forma, y colocados alrededor de los últimos biones del Kalpa, más cerca que nunca, como para horrorosa conciencia de sus próximas víctimas… que pronto se fundirían, se desfigurarían y se distribuirían a su vez por las tierras negras del Caos.
¿Quién podía dudar que el Tifón odiaba todo lo que se encontraba dentro del enorme círculo roto de protección? ¿Quién podía dudar que toda la existencia del Tifón había consistido en desmantelar y reordenar —pero sin comprender jamás— los secretos de la creación?
El Testigo, encajado como una montaña gris y fantasmal en medio de ese montón de historia asesinada, con su gigantesca cabeza maltrecha y rasgos caídos todavía manteniendo al frente el ojo prominente y en lenta rotación que barría un rayo gris por las alturas de la torre.
Ghentun sólo sentía en su interior una ausencia de emoción. Conocer la naturaleza de un enemigo de siempre —el enemigo de todas las galaxias dispersas, de todos los que se habían hecho llamar humanos—, el enemigo que había dado forma y había distorsionado su vida, y aun así había provocado la creación de las criaturas que tanto amaba, pero que ahora debía abandonar…
Ausencia.
Sólo ausencia.
Ghentun buscó los canales que siempre se habían abierto paso a través de la tierras reactivas del Caos, extendiéndose alrededor del Kalpa: las sendas por las que, se decía —si observabas con atención desde las alturas protegidas de la ciudad—, podías ver a los Silentes corriendo y apresurándose, enormes y rápidos, sin duda buscando progenies, exploradores; enviando o llevando a los que atrapaba a esos depósitos horribles: la Necrópolis, la Casa de Sonidos, la Mansión del Sueño Verde, la Fortaleza de los Dedos, el Valle de los Dioses Muertos, el Río Herido, el Llano de los Pozos… o cualquiera de las otras estaciones de mutación mortal que habían sido abiertas, levantadas, y formadas en el paisaje más allá del límite de lo real desde la época en la que la torre fue fragmentada.
¿Cómo conozco esos nombres, esas identificaciones?
Ghentun miró de nuevo a los angelines y comprendió que jugaban con él. ¿Era ése el regalo del Príncipe de Ciudad? ¿O los sirvientes del Bibliotecario compartían sus conocimientos? En cualquier caso, al Custodio se le ofrecía una lección de Caosgrafía… lo que precisaba para sobrevivir en una tierra sin ley.
Un angelín se separó de las filas y avanzó al frente. Extendió una mano diminuta, esbelta y azul para acariciar la capa de Ghentun. Frente a la cara de Ghentun cayeron joyas de nieve cantarina.
Se ha sumado. Todos están aquí
.
El soñador está listo
.
Los angelines se separaron y una personificación blanca escoltó al joven progenie a la presencia de Ghentun. El progenie se acercó a la alta ventana y miró al exterior, con ojos iluminados por el miedo y el ansia.
Supo lo que Ghentun sabía y vio lo que Ghentun había visto.
Jebrassy miró al Custodio para luego volverse hacia el Caos.
—Tú la enviaste ahí fuera. Debo ir a buscarla.
—No irás solo —dijo Ghentun.
El almacén verde
Se aproximaba otra forma de lentitud y oscuridad. Bidewell miró a los tragaluces mientras se ponía los guantes y caminaba hasta su biblioteca entre pasillos y el calor entrecortado de la estufa, la última botella de vino. Allí le esperaba Ellen, suponía que su última acompañante en este cosmos. Y alzándose sobre los dos… algo que él sólo podía sentir, no expresar.
Otra parte de la cadena rota… como es habitual, sin secuencia
.
O algo peor. Quizás el muro de Alfa, venido a aplastarles contra el Omega. Si tal era el camino, entonces no habían fracasado. Nunca había habido ninguna forma de triunfar. Siniestros pensamientos, la verdad.
Ellen se sentó y miró el apagado resplandor naranja de la ventana de mica de la estufa.
—Quizá deberías haber ido con ellas —dijo Bidewell—. Me refiero a las mujeres.
—Pensé que Ginny querría compañía —dijo.
Bidewell emitió un sonido simultáneamente dubitativo y comprensivo y se sentó frente a ella.
—¿Hemos terminado? Es decir, ¿no hay nada más que podamos hacer?
—En absoluto —dijo Bidewell—. Dando por supuesto que todavía quede un movimiento en el final de juego, lo estamos ejecutando ahora mismo.
—¿Me lo explicas?
—Por supuesto. La Princesa de Caliza vendrá a recolectar a un antiguo sirviente, que ahora ha cambiado de chaqueta. Ese deseo de venganza podría retrasarla en la persecución de los jóvenes pastores.
Ellen le miró sintiendo algo más que miedo… algo que casi estaba más allá de la curiosidad.
—¿Cómo sería ser recolectado? —Miró en las profundidades de la mica—. ¿Qué es la Reina de Blanco?
—Una fuerza horrible. Una tormenta multidimensional de dolor, y miedo, portando una onda retrógrada de odio.
—¿Qué nos odia tanto?
Bidewell agitó la cabeza.
—¿Satanás?
—Ah.
—¿Qué significa eso?
—¿Cuántas veces nos hemos hecho esa pregunta? —dijo Bidewell.
—¿Hay respuesta?
—Mi suposición es que es peor que Satanás. Peor que cualquier cosa que haya imaginado. Un embrión maligno que jamás nacerá, y menos aún alcanzará la madurez. Una deidad fallida.
—Y esa mujer… ¿ella es la deidad fallida?
—No. Ella sirve, peor, creo que su servidumbre es forzada. En ocasiones casi la reconozco… ya llevo siglos soñando, pensando y elucubrando. Quizá cuando llegue sepa qué preguntas plantear.
—Algo viene —dijo Ellen. Una nueva intensidad de frío y oscuridad se cernía sobre ellos, y en el aire había algo más… algo que le provocaba ganas de llorar. Una pérdida que superaba la pérdida de un mundo… la pérdida de toda la historia.
—¿Tienes tu libro? —preguntó Bidewell, poniéndose en pie.
—Pensé que los libros se habían agotado.
—Estos no. Todavía cuentan nuestras historias.
—¿Qué hacemos… los leemos en voz alta? —Ellen sacó el suyo del bolso.
Algo se movió entre las cajas y cajones caídos y congelados —no era una nube, no era una figura— girando esquinas que no existían, siguiendo direcciones que el ojo no podía ver, emitiendo un espectro oscuro de emociones.
Bidewell hizo un gesto —un estremecimiento rápido de los dedos— y abrieron los libros, se los llevaron al pecho, inclinándose el uno hacia el otro, tocándose cabezas y manos.
Llenó un sonido a ráfagas, como un grito surgido de una cueva profunda… Raquel, llorando a sus hijos perdidos durante toda la eternidad.
—Es ciega —dijo Ellen—. Le ciega el dolor.
—No sientas pena por ella, todavía no —dijo Bidewell—. Todo lo que hay en ella es su reverso. El dolor es alegría e incluso su ceguera es una forma de visión.
—¿Es
ella?
—preguntó Ellen al descender las sombras y la estancia quedar aparentemente suspendida sobre un abismo.
Bidewell abrió la boca, pero no pudo tomar aliento. No hacía falta responder. La Reina de Blanco caía sobre ellos, y a su modo, intentaba amarlos como merecían.
Ginny
Ginny se acomodó en una hondonada del suelo recubierto y se tapó la
cabeza
. Luego tiró con fuerza de los cordones, ocultando gran parte de su cara. El extraño sol volvía a ocupar el cielo. Cuando ardía en lo alto, podía sentir cómo la pequeña burbuja de protección se reducía; casi podía sentir que se marchitaba… igual que cuando el mortal rayo gris pasaba. No había ninguna duda… el cielo y lo que había debajo la odiaban.
La piedra del bolsillo se había puesto fría, pero no se atrevía a soltarla. La protegía, de eso estaba segura, y no importaba cómo lo hiciese… todavía no.
A continuación se le ocurrió una idea: ¿y si abandonar el almacén había hecho que Bidewell y los demás corriesen aún más peligro? Ahora ya no podía hacer nada al respecto. Había tomado una decisión, medio esperando que alguien la siguiese, se la discutiese; y luego, razonando, comprendió que debería ser alguien portando su propia piedra, Jack o Daniel, quizás ambos… pero ¿y si también traían a Glaucous? Resultaba amargamente incongruente… efectivamente un equipo extraño.