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Authors: Greg Bear

Tags: #Ciencia Ficción

La ciudad al final del tiempo (28 page)

BOOK: La ciudad al final del tiempo
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—Hay una pregunta que plantean siempre esos cazadores al atraer su joven presa a la trampa —dijo Bidewell—. Alguien está a punto de responder.

—Un joven llamado Jack —dijo Ellen—. Otro igual que tú, Virginia. Un desplazador de destino.

—¿Sueñas con una ciudad al final del tiempo? —susurró Ginny.

—Lo sabemos —dijo Farrah—. Queda menos tiempo del que pensábamos. ¿Qué podemos hacer?

La puerta de madera al otro extremo de la biblioteca se abrió y entró Miriam Sangloss.

—Al fin —dijo Agazutta.

—Mis disculpas. —Bajo un chubasquero marrón que chorreaba, Sangloss vestía una bata corta de laboratorio, blusa azul y vaqueros. Bajo el brazo izquierdo traía un portafolios negro—. Lamento llegar tarde. —Se quitó el chubasquero y miró a todos, sintiendo la presión, para luego hacer una mueca y añadir, para beneficio de Ginny—: Me alegra comprobar que
alguien
sigue mis consejos.

Bidewell hizo espacio en la mesa, tirando el periódico destrozado a la papelera.

Sangloss dejó el portafolios y lo abrió.

—Ahora soy una ladrona —dijo, y explicó que acababa de revolver el apartamento del joven en el vecindario de Queen Anne—. Saqué la dirección de su ficha en la clínica. Encontré esto, pero no pude dar con la calculadora. Debe llevarla encima.

Una vez más, Ginny parpadeó sorprendida.

—Le han encontrado a él y a su piedra —dijo la pelirroja, Agazutta, y golpeó con la mano la parte superior de la silla.

—Quizá todavía no —dijo Miriam—. Pero pronto. Es un joven muy confundido.

—No más que nosotras —dijo Farrah.

La lluvia siseaba en el tejado.
Minimus alzó
la vista, con pupilas redondas y profundas.

Bidewell se volvió hacia Ginny.

—No debes tener miedo de nosotros, señorita Carol. Preservamos y protegemos. Los que están al otro lado del anuncio… —Agitó la cabeza—. Son monstruos.

—Ahora que
eso
está claro —dijo Miriam—, dejad que os muestre lo que encontré en el apartamento de Jack. —Abrió el portafolios y colocó un montón de esbozos frente a Ginny. El que estaba encima se había ejecutado en acuarela, lápices de colores y lápiz oscuro, con toques de pastel—. ¿Algo te resulta familiar?

Contra su voluntad, Ginny inclinó la cabeza y miró el primer dibujo.
Tiadba
. La palabra —un nombre— simplemente apareció en su cabeza. Recordar resultaba difícil.
Mi visitante… Tiadba lo ha visto. Parecen barcos sobresaliendo de un mar encrespado. Puede que sean enormes, los tres… lo que sean. Y ahora lamenta haber abandonado su protección
.

—¿Eso es un sí? —preguntó Miriam, con los ojos relucientes. Pasó a la siguiente página.

Ginny se tapó la boca y apartó la vista.

Lo esbozado, con apenas habilidad y con mucha determinación, era lo último que esperaba ver. Una enorme cabeza elevándose de un extraño sobre una ondulada tierra negra… con diminutas figuras huyendo para darle perspectiva. La cabeza era tan grande como una montaña, su ojo redondo y muerto fijando en un punto distante, atravesando el humo y la niebla con un cortante rayo gris. Un gemido se quedó atrapado en su garganta y se convirtió en un ataque de tos.

El Testigo
.

—Pobre niña —dijo Farrah—. Tráele algo de agua, Conan.

—Lo siento —dijo Miriam—. Tiene mal aspecto, ¿no es así? Os gustaría ser capaces de juntar todas las piezas. Nosotras nunca hemos visto estas cosas.

—Yo tampoco —dijo Ginny—. No personalmente, quiero decir.

—En sueños —dijo Bidewell—. ¿Conoces al joven que hizo los dibujos?

Ginny negó con la cabeza.

—¿Van a recolectarle a él?

—Esperemos que no —dijo Miriam—. Señoras…

Todas se pusieron en pie.

—Necesitamos que nos acompañes —le dijo Ellen a Ginny—. Conan se quedará aquí, como siempre.

—No tengo elección —dijo Bidewell.

—¿Adónde? —preguntó Ginny, mirando a un espacio entre ellos.

—Seguiremos la tormenta —dijo Miriam—. Rastrearemos el rayo. Va a empeorar, y nadie sabe lo que hará ese joven. Si tiene tanto talento como tú, es posible que sobreviva hasta mañana. Oh, y una cosa más. —La doctora metió la mano en un bolsillo de la bata y sacó algo envuelto en papel marrón—. Lo encontré en una casa de empeño cercana a la clínica. Pagué mucho dinero para convencerles de que me lo diesen.

34

Los pensamientos de Jack se agitaban como pájaros atrapados en una red. Habían pasado menos de cinco minutos desde el momento en que realizó la llamada. Podría bajar por el balcón, saltar al porche, correr por el callejón. Pero una calidez dulzona le detuvo.

Al otro lado de la puerta: amigos, espesos y dulces como la melaza. No había necesidad de huir, no había necesidad de sufrir. Sus pies no se movían. Todos los senderos eran iguales. Cualquier resultado era bueno.

—¡Aquí estamos! —gritó Glaucous—. Llamaste y aquí hemos venido a ofrecerte las respuestas que precisas. —Luego, casi inaudible—: Me temo que le hemos anonadado. Puedes forzar la entrada, querida.

Incluso tras el tercer golpe tremendo en la puerta —como si un bloque de cemento estuviese a punto de convertir la pobre madera en astillas— Jack pudo sentir excelentes conclusiones en todas partes.

Se recuperó lo suficiente para dar un paso atrás. El cuarto golpe dobló la puerta como si fuese de cartón y lanzó volando las bisagras, lanzando las astillas de la jamba rota junto con el pasador ahora inútil. El viento entró en el salón. Las ratas de Jack chillaron desde algún lugar. A pesar del ruido, la ráfaga de viento y las gotas de lluvia, Jack no sentía miedo; sus pies bien podrían estar pegados a la moqueta.

Un hombre bajo, tenso y pesado vestido con un traje gris de tweed entró y se quitó la gorra plana con dedos gruesos y rubicundos. Tenía un rostro plano y sonrosado como el de una muñeca, una muñeca fea; y sus ojos, pequeños y eficientes, recorrieron el apartamento y a Jack con el mínimo de movimiento. Su sonrisa instantánea era dentuda y amplia, como una de esas jarras británicas de cerveza, con cara de marino. Radiaba sinceridad y bondad humanas.

—Buenas noches —insistió. Su presencia reclamaba respeto… exigía alegría.

—Hola —dijo Jack.

A través del marco de la puerta rota vio agitarse una sombra, un brazo pesado que se retiraba y, al final del brazo, una mano imposible: la mano de un héroe o villano de cómic, de nudillos cuadrados, dedos flexionados con potencia y dolor. La sombra entró a la luz: una mujer, muy grande. Se alzaba hasta el cielo. Su rostro era del blanco del hielo comprimido o la porcelana. Las gotas de lluvia caían por las curvas y hoyuelos de su blancura, hasta la punta de su nariz enorme y roma, donde las fosas nasales se abrían como oscuras alcantarillas. Sus ojos se abrían sobre una catarata central de oscuridad. Una sonrisa rápida en sus labios gruesos y verdosos, reluciendo humedad, mostraba pequeños dientes encajados con precisión. Un mechón de pelo sobresaliendo bajo su sombrero plano y ridículo como moho gris y muerto.

Las ratas chillaban como niños asustados. Tanto Glaucous como su compañera tenían que ser imaginarios. De eso Jack estaba seguro. Tenían que ser síntomas de la pérdida final y absoluta de toda cordura.

—¿Podemos pasar? —preguntó Glaucous, aunque ya había atravesado la abertura.

Jack hizo uso de toda su fuerza de voluntad para dar un paso atrás. Casi podía oír la horrible goma dulzona tirando de sus suelas.

La mujer enorme se inclinó para pasar.

—Es mi socia —dijo Glaucous—. Se llama Penelope.

Jack tomó aliento, y medio se volvió, pero la triste decepción del gnomo le retuvo. Las cosas parecían cobrar sentido; ráfagas de aire, polvo revoloteando, sucesiones de diminutos suceso conspiraron para retenerle. Era interesante. Era un hecho que interesó a Jack sobremanera.

Glaucous se volvió para decirle algo a su socia.

Inesperadamente Jack se soltó. Liberado momentáneamente de la cola, nada pudo haberle preparado para el temor que la pareja exhaló, como mitades de un fuelle diabólico; resollaron horror. Sin pensar, Jack corrió entre líneas de mundo, interfiriendo con otras versiones de sí mismo; una fusión inadvertida de alma fantasmal con un fantasma.

Pero algo le alcanzó
y jaló
de él.

Glaucous tiró de las líneas de mundo adyacentes
hacia
la suya; cambió directamente las circunstancias en lugar de huir. Jack nunca había sabido de algo así… pero claro, él era joven. Se concentró en el poder del hombre, en su habilidad, intentando abrirse paso a cualquier posibilidad de volver a liberarse. Glaucous era fuerte, pero Jack era todavía más fuerte explorando todos los senderos disponibles, a pesar de la melaza que se extendía. Ni siquiera esos dos le retendrían;
no se dejaría retener
.

Glaucous bajó la vista.

—Quieres escapar, pero todos los caminos te parecen buenos. ¿Hacia dónde dirigirse? Soy un tipo feliz. A mí todos los caminos me parecen dulces… y por tanto, a
ti
también. —Hizo un gesto con el hombro a su compañera—. Penelope, no le hemos convencido. Desea abandonarnos. Convéncele.

La mujer enorme echó la cabeza hacia atrás sobre su corto cuello y abrió con un movimiento de los hombros su largo chubasquero marrón, dejando que se deslizase. Sus amplios hombros desnudos relucían por la humedad como una masa sudorosa.

Jack no podía apartar la vista.

Bajo el abrigo no iba vestida, pero no estaba desnuda. Masas oscuras cubrían su masiva decencia. Su cuerpo estaba cubierto por grupos de avispas… chaquetas amarillas, miles de ellas separándose y ondulando en lentas oleadas sobre su carne fláccida, cubriendo como jirones zumbantes alrededor de rodillas y tobillos, un vestido vivo.

El único horror real en la existencia de Jack, el único destino que no podía eludir: un enjambre de insectos furiosos con aguijón. Había aprendido dolorosamente que las colonias y enjambres de insectos dibujaban sus propios rebuscados mapas de carreteras de destino, miles de líneas de mundo individuales enmarañadas como espaguetis demasiado cocidos, nudos de furiosa determinación. Avispas, abejas, incluso las hormigas, podían extenderse y bloquear sus decisiones, confundir su movimiento de fibra en fibra entre los infinitos destinos del mundo.

Las avispas le habían ayudado a conocer los límites de su la lento, y también le habían sensibilizado a su veneno: un aguijonazo más sería suficiente.

¡Saben lo que soy!

Las avispas se elevaron como una neblina negra, evaporándose del cuerpo de la mujer, volando por la sala. Revelada, Penelope era como una pila de bultos, montones encajados sobre piernas como árboles. No era tímida; su sonrisa vacía no cambió mientras las avispas llenaban el apartamento.

No tenía forma de escapar a todos los insectos volando en todas direcciones.

—Penelope, querida, hagamos lo que hacemos mejor —dijo Glaucous—. Ayudemos a este pobre joven.

Para ser una criatura de su tamaño, Penelope era rápida, pero Glaucous era aún más rápido. La sala se llenó de manos que querían agarrarle y alas que zumbaban, pequeños abdómenes duros y rayados lanzando largos aguijones, ojos negros con múltiples facetas inquisitivas y odiosas hasta que los insectos y los humanos se volvieron uno.

Un ruido como el de cartas gigantes barajadas, golpeándose entre sí, desplazándose,
encajando
en su lugar.

Jack se
movió
.

Antes de que Glaucous pudiese atraparle con sus desmesuradas manos, Jack se soltó de la melaza y del terror y saltó a lo largo de cientos, miles de destinos, cordones completos de destino de una sola vez, el mayor esfuerzo que había realizado nunca, mucho mayor con diferencia de lo que había hecho en la casa de Ellen… sólo para escapar de esos horribles aguijones.

Glaucous miró al joven tendido en el suelo y una fisura de duda apareció en sus rasgos rechonchos y escarpados. Recordó lo desdichados y desaliñados que habían parecido los pájaros moribundos del jorobado al lanzarlos uno a uno al camino para que las ratas los devorasen.

—¿Ha huido? —preguntó Glaucous, inclinando el cuerpo.

—Está aquí mismo —comentó Penelope, agitando una mano enorme sobre la que todavía se arrastraban avispas.

Glaucous miró dubitativo a Jack. Jack abrió los ojos al máximo. Ojos repletos del máximo terror.

Glaucous se agachó y palpó los bolsillos del chico. En la chaqueta ligera: un trozo de papel doblado. Metió la mano. Un estremecimiento le recorrió el brazo y le hizo chocar los dientes. Al retirar la mano, el papel vino con ella.

No era preciso que Whitlow confirmase que habían dado con la presa correcta. Pero no se atrevió a retirar la caja.

Piedra y presa debían entregarse juntas.

35

La primera hebra lejana a la que llegó Jack le dejó casi sin sentido. Seattle sufrió un enorme terremoto. Se apartó del camino con apenas tiempo para sentir el impulso hacia arriba y recorrió un caleidoscopio acelerado de alternativas hasta que los colores se apagaron y el parpadeo se redujo y se topó con algo que no había experimentado jamás (aunque no es que jamás hubiese experimentado
nada
de esto): una barrera o membrana cristalina. Durante un instante casi pudo ver a través, pero algo tiró de él, protegiéndole… reteniéndole.

Lo que había al otro lado de esa membrana era peor que donde estaba, y donde estaba…

Su huida se detuvo. Estaba aturdido, precisaba tiempo para recuperarse. Jamás había encontrado una línea de mundo así.

Era como si estuviese
muerta
. Al respirar por primera vez, fue como si se llenase los pulmones de hollín y cenizas. El edificio de apartamentos que él y Burke habían llamado hogar no había cambiado de forma o tamaño, pero las paredes y vigas habían perdido toda la vitalidad. Una luz enfermiza e insegura penetraba por la ventana rota. La pintura caía a copos de las paredes cuarteadas. La humedad del aire no refrescó su garganta reseca; parecía quemar como una neblina de ácido. Desequilibrado, lanzó una pierna, y pisó una alfombra de jeringuillas de acero, cientos esparcidas por todo el suelo.

Por el rabillo del ojo vio movimiento y se volvió, aplastando agujas; Jack llevaba botas de suela gruesa. No vio a nadie, nada vivo. Las habitaciones estaban vacías, en silencio excepto por el golpeteo de los copos de pintura que caían. Alargó los abrazos desnudos y los acercó, incrédulo; la piel marcada por las agujas, con costras, dolorida.

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