El Astyanax tocó su capa y Ghentun vio homúnculos —servidores de la Babel— ascendiendo por escaleras en espiral de balcón en balcón, dispuestos siguiendo una pared que se extendía hacia arriba, hacia abajo, a izquierda y a derecha, aparentemente para siempre. Los balcones ofrecían acceso a estantes cargados con cantidades prodigiosas de volúmenes de encuadernación antigua. Más allá, otras escaleras se elevaban hasta alturas imposibles y descendían hasta profundidades insondables.
Uno a uno los homúnculos sacaban volúmenes de los estantes, los examinaban, fruncían el ceño y los volvían a colocar. Y luego se movían, libro tras libro, estante tras estante, piso tras piso.
Un giro inverso de su punto de vista mostró, al otro lado de un golfo estrecho, otro muro ilimitado que sostenía un número igual de libros, en un número igual de estantes. Las dos paredes aparentemente infinitas de estantes parecían encontrarse y perderse en una curva vertical. Ghentun admitió a regañadientes que la curva era un buen toque, indicando una distorsión del espacio, y una eternidad de búsqueda.
Cadenas de datos simbólicos, ciertamente incontables para un Restaurador. Y probablemente incluso para el Bibliotecario. Toda historia, todo relato, toda secuencia, toda teoría falsa o acertada, perdidas en vastos laberintos de texto revuelto e indescifrable.
—Nada quedaría más allá del alcance de la Babel, una vez combinada y completa. Todo lo que hay, todas las posibilidades, toda insensatez, todo orgullo, toda derrota. Ciertamente sería lo más impresionante jamás creado. Y lo más peligroso.
Una pregunta flameó en la mente de Ghentun a pesar de que —y quizá precisamente por eso— era imposible de responder.
¿Y qué sería más importante para un universo… la insensatez aleatoria o lo que creemos poder leer y comprender?
—No sé nada de esto —dijo, con párpados cerrados, pero, sin embargo, aterrorizado hasta lo más profundo. La Babel sería mucho mayor que cualquier universo…
—No es necesario. Admite simplemente que no has terminado tu trabajo —le dijo el Príncipe de Ciudad—. Y termínalo si estás dispuesto. Dentro de muy pocas vigilias el Caos romperá nuestras defensas. Reconozco la derrota. No hay elección, no hay razón para la dilación. He transferido las llaves de la ciudad a los angelines de la Torre Rota, y con ellas va mi autoridad.
»Soy consciente de que hace tiempo que tienes la esperanza de seguir a tu progenie antigua más allá del límite de lo real. Ve ahora, Restaurador. Ya no existen leyes de la ciudad para detenerte. Haz lo que debas para llevar a tus progenies hasta Nataraja… si todavía existe. ¿Qué importan unas pocas vigilias y sueños? El plan del Bibliotecario seguirá adelante.
»No nos volveremos a encontrar… en esta creación.
El Astyanax se volvió gris como la piedra antigua y su presencia pasó a otro lugar.
El extraordinario encuentro había terminado.
Un angelín escoltó al silencioso Ghentun hasta la plataforma y el disco fotón que le esperaba.
Llevaba analizando las intrusiones el tiempo suficiente para comprender la mayoría de lo que el Astyanax había dicho o dado a entender. Los generadores de realidad se debilitaban hasta tal punto que ya no podrían proteger a los biones.
Ghentun sabía que debía actuar. Debía dar un final humano a este experimento, realizar un último intento de cumplir con la tarea que se le había asignado mucho tiempo atrás; independientemente de lo que deseasen los Eidolones y de lo mucho que debatiesen la naturaleza del Tiempo.
El Custodio sólo era vagamente consciente de que él podría ser la última arma en el arsenal del Príncipe de Ciudad.
Los Niveles
Por Grayne, la Modeladora se unió a Ghentun e hizo lo que casi nunca hacía: abandonó la inclusa.
Fueron invisibles junto a la vieja progenie en su nicho y la observaron mientras dormía. La Modeladora estaba evidentemente encantada de que Grayne todavía fuese capaz de soñar, a pesar de todas las interferencias. Estas progenies tenían fuertes sueños. Se inclinó y aplicó dedos suaves y anchos a la frente de Grayne, para luego decir:
—Dinos quién sería mejor para esta última marcha y quién sería mejor para un viaje a la Torre Rota.
Grayne no tuvo que hablar para responder.
La Modeladora la soltó y Ghentun dio un paso al frente.
—La pareja escogida parece inteligente. Siempre ha sido buena juez.
—¿Una pareja que puede reproducirse?
—Todavía no lo han descubierto.
—¿Sería inteligente separar a una pareja que pueda reproducirse? —preguntó Ghentun retóricamente. La Modeladora ni siquiera se molestó en contestar a la pregunta. No era cosa suya transmitir tales opiniones, y nunca lo sería, gracias a la ciudad. Ella se limitaba a modelar y no reflexionaba mucho más.
—Han buscado sus libros en los Niveles desiertos, como siempre —dijo la Modeladora—. Ella los guió hacia esos estantes que tienden a repetir las historias de Sangmer e Ishanaxade. Amantes separados…
—¿Sabe lo que sueña Grayne? —preguntó Ghentun.
—Oh, lo sé desde hace tiempo —dijo la Modeladora—. Todas las adiestradoras comparten el mismo sueño, desde el primer lote. Sueña que es parte de un grupo de antiguas mujeres… aparentemente, en la Brillantez. Los detalles son imprecisos, claro está, pero parece que buscan jóvenes con talento, como han hecho ellas y sus hermanas. —La Modeladora volvió a tocar a Grayne y murmuró—: Una pena perderla, después de tantas penalidades. Una favorita.
Grayne se agitó. Su rostro delataba una ansiedad secreta, para nada relacionada con su presencia.
Ghentun cerró los ojos.
—Entonces la conozco —dijo.
La Modeladora no podía controlar
toda
curiosidad. Miró a Ghentun.
—¿Cómo? ¿También sueñas tú, Custodio?
—Recupera los libros de la adiestradora.
La Modeladora se detuvo, mirando a la vieja progenie. Luego fue a la caja, abrió el cierre digital y sacó todos los libros: cinco en total. Se amontonaban con facilidad en los múltiples brazos de la Modeladora.
—No la despertemos —dijo la Modeladora—. Tal pérdida sería exquisitamente dolorosa para ella. No es que yo sea una sentimental.
Salieron del nicho de la sama. Entró un Guardián Sombrío, lento y silencioso. Se acomodó para extender sus pliegues sobre Grayne, y con un ligero estremecimiento, antes de que ella pudiese abrir los ojos, la progenie dejó de ser.
Una bendición, considerando lo que pronto llegaría.
—Tráeme al macho —dijo Ghentun.
—¿Y la hembra?
—Irá a la marcha. Escoge a otros… amigos, si los hay. Completa como puedas el grupo de viaje de la sama y acelera su preparación.
El sonido se inició quedo y pesado, un zumbido grave que hizo vibrar las paredes del nicho de Tiadba. Jebrassy abrió los ojos y agitó un brazo, tirando uno de los preciosos libros. Lo último que recordaba antes de dormir era la respiración suave y constante de Tiadba… dulce y tranquilizadora. Pero a su lado la cama estaba vacía.
Se sentó recto, prestando atención, como si ese palpitar pudiese ser por el movimiento de Tiadba.
¿Dónde estaba la hembra?
Pero el sonido era demasiado intenso. Era como si los propios Niveles se estuviesen despedazando.
Se puso el curtus y trastabilló sobre las sábanas dispersas hasta la puerta, que estaba medio abierta y parecía haberse quedado bloqueada. Por alguna razón, eso le asustó más que el sonido, que se hizo todavía más intenso.
El estremecimiento hacía que le resultase difícil mantenerse en pie.
Sobre el estruendo profundo llegó otro sonido, no menos aterrador pero más agudo; gritos y aullidos, como criaturas sufriendo un dolor horrible.
Pasó por la abertura y se arrodilló en el pasillo. Su mano casi tocó una oscuridad profunda y oleosa que se extendía por el suelo del pasillo como un agujero abierto en la sustancia de los Niveles, que crecía. Intentó centrarse en lo que había caído en el agujero, la impresión rápida de dos manchas que podrían haber sido dos o más progenies, intentando nadar contra la oscuridad… y luego algo le agarró por el hombro y le obligó a girar.
Un enorme guardián ocupaba casi por completo el pasillo, las alas plegadas, fuerte, brazos duros extendidos, uno agarrando a Jebrassy, el otro lanzando una red, un denso tejido de fibras relucientes que se acomodó sobre la oscuridad y, durante un momento, pareció retenerla.
El guardián le apartó.
—Te vas —dijo, con una voz irrefutable y carente de pasión. Levantó a Jebrassy del suelo y lo dejó colgar como una muñeca. Giró la cabeza a tiempo de ver a Tiadba dejar atrás el caparazón gris del guardián para entrar por la puerta medio abierta del nicho.
El rugido de dolor se hizo más intenso; al que Jebrassy añadió sus propios gritos de dolor, y una pregunta:
—
¿Por qué?
A continuación Tiadba volvía a estar en el pasillo. Había recogido una bolsa… los libros. Dando la espalda al guardián, encogiéndose, dejó que la agarrase y la levantase. Los dos miraron directamente a la oscuridad ondulante que ocupaba el lado opuesto del pasillo…
El rugido, el chillido.
La red que retenía la oscuridad ya se había disuelto. La oscuridad avanzó, ofreciendo en la cresta de su oscura ola tres, cuatro, cinco progenies —Jebrassy no podía contarlos a todos— agitándose y retorciéndose de formas en las que nada podía retorcerse. Estaban aterrorizados. Se le volvía del revés y luego de nuevo con la piel hacia fuera, mientras seguían horriblemente vivos, brazos y piernas moviéndose a una velocidad imposible, las cabezas girando como trompos.
Las cabezas fueron creciendo, expandiendo ojos borrosos, como si fuesen a estallar…
Tiadba contribuyó con su propio aullido.
Y Jebrassy
supo
. Lo había visto antes, a menor escala, más concentrado. Se encontraban en el borde de una intrusión… como la que se había llevado a su mer y per.
Con un tirón, el guardián se retiró por el pasillo, golpeando y rozando las paredes. Tras ellos el pasillo se convirtió en una pared y guardianes dorados se reunieron alrededor de la escalera para lanzar redes a todas partes…
Su guardián los hizo girar, los retrajo para evitar que se golpeasen con la cámara o una nueva bifurcación del pasillo en el que habían entrado, liso y plateado… un pasillo o tubería que él no había visto antes.
¡Un ascensor! Como el de los Diurnos
.
Jebrassy intentó tocar a Tiadba, pero apenas pudo rozarla con los dedos. Estaba viva, eso lo tenía claro —agarraba con fuerza la bolsa de libros contra el pecho—, pero mantenía los ojos bien cerrados y tenía la cabeza inclinada como en un gesto de sumisión.
El viaje por la tubería reluciente fue casi instantáneo, con el aire corriendo a tal rapidez que, a pesar de la protección del cuerpo del guardián, las ropas de Jebrassy casi quedaron convertidas en jirones. Sintió que su piel expuesta se calentaba, y luego salieron volando por la abertura de una pared opuesta. El guardián extendió las alas y se elevaron en una curva de planeo sobre la tercera isla. Jebrassy logró abrir los ojos el tiempo suficiente para comprobar a qué altura se encontraban, y se mareó de inmediato.
Ahora ya no podía ver a Tiadba —excepto por un pie que salía por debajo de la segunda ala—, pero con el estómago vacío sintió una especie de tranquilidad resignada.
La primera y segunda isla estaban abiertas por completo, exponiendo docenas de pisos. Observó extrañamente desapasionado las paredes rotas y cortadas, remolinos de oscuridad en retirada… progenies que caían.
El aire olía simultáneamente a podrido y a quemado. La mitad del cel había desaparecido, mostrando algo que él jamás había visto: una ciudad
sobre
el cielo, fragmentos de arquitectura desconocida, espirales y arcos plateados, muros y caminos moviéndose en un baile complejo de reparación, intentando reensamblarse y recrear refugios seguros para otros ciudadanos…
Ciudadanos por encima de los Niveles, también sufriendo, quizá muriendo…
El guardián los elevó sobre una nube de oscuridad en disolución, pero no sin exponerles a un pestazo tan intenso que Jebrassy deseó marearse de nuevo, pero no pudo…
Oyó el llanto de Tiadba. Las alas y brazos del guardián adoptaron una disposición más adecuada para un vuelo rápido, lo que les permitió mirarse a los ojos de cerca, y en la expresión de Tiadba vio Jebrassy algo que no podía comprender, algo que quedaba más allá de sus posibilidades de solidaridad…
Por las mejillas de Tiadba corrían las lágrimas, que luego quedaban atrás. Pero tras las lágrimas, reía; lloraba y reía a la vez, por el terror y el regocijo.
Y luego les golpearon. Les alcanzó algo desagradable y resentido, atravesando al guardián, volviéndolo negro y recubierto, para luego
tocar
a Jebrassy; y su cuerpo se llenó de un quebrantamiento por completo diferente a nada que hubiese sentido antes. Y un dolor, dolor tan profundo que ni siquiera pudo darle voz.
Puget Sound
La tormenta se inició en el mar como una apretada formación de nubes negras, como el trazo de un gigantesco pincel cargado de lodo gris. Durante las primeras horas de la mañana se extendió con rapidez sobre la península Olympic, absorbiendo todas las nubes oscuras, controlando y dirigiendo sus espirales huracanadas, acumulando y controlando las cargas tras los relámpagos desiguales; luego fluyó sobre Puget Sound, donde formó la tenebrosa imagen de un gigante imposible… una mujer gigante.
La sombra fue hacia el interior, luego al sur y a continuación regresó. No parecía dar con lo que buscaba, y por tanto desplegó sus alas contra la ciudad. Lo más aterrador no fue el diluvio continuo, sino los relámpagos, que golpeaban en grupos, en un arco iris de colores, y con una paliza de explosiones, como el golpe de enormes puños contra el órgano de una catedral.
Con las cabezas vueltas y la vista apartada, los ciudadanos contemplaban con miedo creciente cómo los rayos se volvían más frecuentes e intensos. No contentos con saltar del cielo al suelo, los relámpagos empezaron a trazar amplios arcos, cosiendo entre rascacielos, haciendo saltar ventanas y arrastrándose por las líneas exteriores de vigas y soportes, envolviendo las torres en un tejido de electricidad frustrada… sólo para volver a estallar al nivel del suelo, atravesando entre edificios contiguos como sables a través del queso.