—Demonios,
sigo
huraña —dijo Farrah.
—¿Sois lesbianas? —soltó Ginny.
A continuación, un breve pero helado silencio.
—Parece que tenemos una confusión fundamental —dijo Farrah—. Que alguien se lo explique a la chica.
—Fundamentalmente, no importa —dijo Ellen Crowe—. Excepto en mi caso…
—Excepto en
su
caso —destacó Agazutta con cierto resentimiento.
—…el resto del grupo ha jurado celibato —concluyó Ellen.
—Lo que explica por qué bebemos tanto y leemos novelas eróticas —dijo Farrah.
—¿Por qué
tú
no eres célibe? —le preguntó Ginny a Ellen, estirando el cuello.
—No tiene nada que ver con la magia y sí mucho con la pesca —dijo Agazutta—. Tú no eres el cebo, querida. El cebo es
Ellen
.
—Nadie me cree cuando lo cuento… —empezó a decir Ellen, pero Agazutta la interrumpió.
—¿Es ése?
Ellen entrecerró los ojos para mirar a través del parabrisas a un joven delgado que caminaba, con los hombros caídos y el pelo empapado, sobre una acera desigual. El Toyota redujo la velocidad. A pesar de sí misma, Ginny se sentó bien. El joven no había reparado en su presencia… o hacía lo posible por pasar de ellas.
—Un cachorrito tan desaliñado —dijo Agazutta.
De espaldas se parecía al que Ginny había visto recorriendo el Espectáculo Busker en bicicleta. Tan pronto como le vio la cara, gritó:
—¡Alto!
Ellen frenó haciendo que el coche emitiese un gemido corto. Lo que llamó la atención del joven y le obligó a mirar rápidamente a la izquierda, para luego echarse a correr.
—Le has asustado —dijo Agazutta.
—Bien,
discúlpame
…
—¡Se va! —gritó Farrah—. Le perderemos. ¡Saltará!
Todas parecían saber qué significaba esa palabra. Agazutta miraba hacia arriba y a su alrededor como si esperase que un 747 cayese del cielo o que un árbol caminase para ponérseles delante.
—No puede —dijo Ginny.
—¿No puede qué? —preguntó Ellen.
—No puede
escapar
—dijo Ginny, reconociendo algo en la postura del joven, en su triste respuesta a la presencia de las mujeres—. Se ha quedado sin sitios a los que ir.
El coche se puso a su altura y Ginny bajó la ventanilla.
—¡Espera! —gritó.
El joven volvió a mirar a la izquierda. Un bloque elevado de acera le dio en la punta del pie. Con un grito de sorpresa, cayó a cuatro patas. Ginny golpeó la portezuela con los puños.
—¡Dejadme salir! ¡Dejadme ayudarle!
Ellen paró el coche.
—Cierres de seguridad para niños —le recordó Farrah, y Ellen emitió una interjección y le dio al botón para soltarlos. La puerta se abrió por completo y Ginny salió de golpe. Se enderezó, sostuvo la cabeza en alto y se acercó lentamente al joven, como si se tratase de un leopardo herido. Él se escarranchó y la miró con furia. Algo en su perfil osciló durante un momento; se cubrió de niebla y se estremeció.
—Por favor, no —dijo—. Por favor, quédate.
El perfil se afianzó y él la miró con dedos y brazos flexionados.
—¿Por qué?
—Nos hemos visto antes —dijo Ginny.
Jack la miró con furia.
—La tormenta te perseguía, ¿no es así? —preguntó Ginny.
—No lo sé —dijo Jack.
—No podemos huir —dijo ella—. Hay un lugar cálido con amigos… creo que son amigos… no está lejos. Ven con nosotras.
—El coche está lleno —comentó Jack—. A menos que quieras que me meta en el maletero.
Farrah abrió su portezuela y golpeó el techo.
—Encaja como puedas. Eres flaco.
—Sal del agua, Jack —dijo Ella. Le saludó con una sonrisa tranquilizadora.
Jack se puso en pie y miró a través de la luna. Se apartó el pelo mojado.
—Ahora sí que me estáis asustando.
—A la mayoría de ellas las conocí hoy —dijo Ginny.
—¿Quién se supone que eres
tú?
—preguntó Jack.
—No lo sé —dijo Ginny—. Ya no lo sé.
El almacén verde
Jack estaba de pie tras la entrada del almacén, mirando al fantasma gris de la primera avenida sur y estremeciéndose por el frío ceniciento que atravesaba la verja. Ellen había aparcado el coche y las mujeres habían subido la rampa para entrar en el almacén, dejándole a él junto a la verja. Él les dijo que precisaba un momento para hacerse a la idea.
Ginny había vuelto para mirarle desde la puerta.
En unas pocas horas, en lo que pasaba por tiempo personal, la ciudad en el exterior del almacén verde se había convertido en un bosque parpadeante de sombras. Las nubes se retorcían con demasiada rapidez, chocando y disparándose para perderse en el cielo gris.
En el camino de regreso desde West Seattle —el suyo era el único coche en la carretera—, habían visto a gente caminando, repitiéndose, empezando de nuevo, medio consciente. Algunas parecían comprender su horrible dilema. Al menos lo suficiente para sentirse aterrorizados.
Lo que resultaba más aterrador: muchos no notaban la diferencia.
De alguna forma, las piedras en las cajas, y ahora el almacén, suavizaban la situación y les protegían… una vez que habían rebotado contra Término. Así lo había llamado Ellen en el coche: Término. El final, aunque no exactamente; más bien como una pelota rebotando lentamente y acercándose a la inmovilidad.
La tristeza que sentía le resultaba casi insoportable. Ahí afuera, tantas personas perdidas y confundidas, intentando reclamar sus vidas en un tiempo entrecortado que no dejaba de echarlos atrás y que finalmente —cuando la pelota dejase de rebotar— los aplastaría, ignorantes e inmóviles, como moscas atrapadas en alquitrán.
Había sucedido tan súbitamente… pero no sin aviso.
Finalmente Ginny no pudo esperar más. Bajó la rampa y se situó junto a Jack, rodeándose los hombros con los brazos. Ella era más joven que él, quizá dieciocho, pero la expresión de sus ojos indicaba que no era una simple niña. No se habían dicho ni dos palabras desde el final del viaje gris e irregular de vuelta al almacén.
—¿Cómo te encontró la tormenta? —le preguntó Ginny.
Jack se encogió de hombros, avergonzado.
—Llamé a un número de teléfono —dijo—. Un hombre y una mujer me metieron en un saco. Después… todavía intento comprenderlo.
—Fue el Ansia —dijo Ginny.
—¿Ansia?
—Ansia. Es lo que sucede cuando te encuentras con la Reina de Blanco.
—¿Quién cono es? ¿Otra vieja?
—No lo sé. Es simplemente uno de sus nombres. Vamos a entrar. Se está más caliente. Y deberías hablar con Bidewell.
El aire del almacén verde era agradable por el olor a madera seca y papel viejo. Jack miró las altas paredes, tablones sin pintar fijados con tachuelas, gruesas vigas talladas a partir de los corazones de grandes y antiguos cedros. Las ventanas y los tragaluces dejaban entrar una luz gris y filtrada. Por todas partes se levantaban montones de cajas de cartón y madera. Mientras él exploraba, Ginny le siguió como si fuese su hermana pequeña. Al principio no le gustó.
Se acercó a la ancha puerta metálica y llamó con los nudillos. Al otro lado, las mujeres del grupo de lectura hablaban con un anciano. No podía entender lo que decían. Miró a Ginny. Los ojos de la joven relucieron rápidamente con la timidez de un cachorrillo decidiendo si debía huir a toda prisa.
—¿Qué hay al otro lado? —preguntó él.
—Ahí es donde el señor Bidewell tiene su despacho y su biblioteca.
—¿Más libros?
—Muchos. Antiguos, nuevos. Le envían cajas de todo el mundo. Algunos son imposibles. No sé dónde los encuentra. Yo le ayudaba… le ayudo a catalogarlos. Los que te secuestraron, ¿cómo eran?
—El hombre se hacía llamar Glaucous. Había una mujer enorme, inmensa. Creo que se llamaba Penelope.
—En Baltimore otra pareja vino a por mí. Escapé, pero me siguieron hasta aquí. Tan pronto como llegué la doctora Sangloss me envió con Bidewell.
—Tienes suerte. Estos dos usaban avispas.
Ginny entrecerró los ojos.
—¿Avispas?
—Chaqueta amarilla. —Agitó una mano, aleteó los dedos—. Vinieron a por mí cuando se abrió el abrigo.
—Dios mío.
—¿Cómo era el tuyo?
—Un hombre con una moneda de plata. Una mujer muy delgada que hacía fuego con los dedos.
—Siempre supe que la situación era rara —dijo Jack—, pero no
tanto
. No tan extraña como mis sueños.
—¿Qué recuerdas de tus sueños?
—No mucho —dijo Jack—. ¿Tú también sueñas?
Ella sintió.
—Todos los desplazadores de destino sueñan. Eso me dijo el señor Bidewell.
Jack apretó los dientes e intentó mostrarse tranquilo.
—¿Desplazadores de destino?
—Tú y yo. Nos desplazamos cuando las probabilidades no nos favorecen. —Se pasó una mano sobre los hombros—. Nos desplazamos de lado. Eso lo sabes, ¿no?
—No sabía que tenía nombre —dijo Jack.
—Pero no hace que nuestras vidas sean fáciles —dijo Ginny—. Yo todavía cometo errores. A veces pienso… —De nuevo, la mirada furtiva.
Jack se puso a recorrer el perímetro del almacén. Ginny le siguió, sin que la invitase.
—¿Por qué avispas?
—No hay forma de salir de una habitación llena de avispas. En todas partes las probabilidades están en tu contra. —No se sentía con ganas de describir la línea de mundo a la que se había visto obligado a ir, o cómo eso podría haber distraído a la tormenta… el Ansia—. ¿De qué hablan? ¿De nosotros?
—No lo sé —dijo Ginny.
Completaron el circuito hasta el lugar donde Ginny había formado su cuarto entre las cajas, y levantó la cortina que había colgado para tener algo de intimidad, invitándole a pasar. Jack se sentó sobre una caja pequeña, renuente a ocupar la única silla de madera, y más renuente aún a sentarse en la cama. Cruzó una pierna.
—Soy busker —dijo.
—Te vi en el Encuentro Busker —dijo Ginny.
—Qué curioso que yo no te viese.
—Supongo que estabas furioso por algo.
—¿A qué te dedicas tú?
—Me meto en problemas y luego huyo. —Ginny se sentó en otra caja. La esquina expulsó polvo y se hundió, por lo que se puso en pie, se limpió los vaqueros y se sentó en la silla.
—¿Huyes de dónde?
—Lo que importa es
adónde
. —Se encogió de hombros—. Nos hemos visto antes. Estoy segura. No sólo en la feria. ¿Lo recuerdas?
Jack volvió a estremecerse y no sólo por el frío. Estaba descubriéndose por completo y no quería hacerlo, no en este lugar y no delante de esta chica.
Miro con asombro y miedo a las pequeñas ventanas altas. Había caído la oscuridad. Era posible que el día no llegase nunca. A través de las láminas de vidrio se veían dos estrellas. Jack intentó imaginarse al tiempo deteniéndose, congelándose, para luego rebotar —lo que sea que estuviese haciendo— hasta esas mismas estrellas.
No podía.
Se puso en pie, levantó la cortina y regresó al fondo del almacén.
Ginny volvió a seguirle.
Jack golpeó la puerta metálica. Las voces al otro lado siguieron como si nada hubiese pasado.
—Nos dejarán entrar cuando estén listos —dijo Ginny—. Un busker es un artista callejero, ¿no?
—Sí —dijo Jack.
—¿Por qué iba la tormenta a estar interesada en un malabarista? —Se tapó la boca.
Jack la miró, desconcertado. Su forma de reírse —algo loca, sin intimidarse— la dotaba de un valor radiante y torpe que le avergonzaba a él.
—¿Quién es Bidewell?
—Su nombre completo es Conan Arthur Bidewell. Creo que lleva aquí mucho tiempo.
—¿Es como el Gran y Poderoso Mago?
—El parece creerlo. Se ha pasado la vida coleccionando libros —dijo Ginny—. Aquí hay habitaciones en las que no ha entrado ningún humano en más de cien años. Eso afirma él. Creo que quiere meternos en ellas y ver qué pasa.
—¿Le crees?
—No creo que esté mintiendo —dijo Ginny.
La puerta se abrió atronando. Miriam sacó la cabeza.
—Ya podéis pasar. Jeremy…
—Jack —dijo.
—Jack, es hora de que conozcas al señor Bidewell.
Ginny caminó a su lado.
—¿Cómo puedes aceptar todo esto? —preguntó Jack.
—He tenido mis momentos —dijo Ginny—. Siempre regreso. Por ahora, aquí se está seguro: es el lugar más seguro de toda la ciudad, posiblemente de todo el mundo. Ahí fuera…
No hacía falta añadir nada más sobre las calles, la ciudad, el cielo.
El anciano —Jack supuso que era Bidewell— estaba de pie junto a una larga mesa de madera donde alguien había dispuesto un montoncito de libros de tapa dura de tamaño medio. Vestía un traje marrón oscuro cubierto de parches y agujeros remendados. Miriam se unió a las otras mujeres. Se sentaron alrededor de una estufa de madera cuyo ojo cuadrado resplandecía de un naranja amistoso. Agazutta ocupó el único sillón de generoso relleno, recostándose como una estrella de cine mimada.
Jack y Ginny se situaron en lados opuestos de la mesa, como estudiantes esperando el examen.
Bidewell miró a Jack. Luego tomó dos libros del montón y con los dedos hizo que se abriesen por en medio. Empujó uno hacia Ginny y el otro hacia Jack. Los dos miraron. Las páginas eran incomprensibles; no había palabras ni párrafos, sino líneas aleatorias de letras y números. Jack apartó la vista y cerró el libro con un golpe seco.
Ginny dejó el suyo abierto. Bidewell le había pasado
Las gárgolas de Oxford
, del profesor J. G. Goyle. Reconocía la encuadernación, pero ya no podía leer el texto y las imágenes parecían turbias e imprecisas.
Las mujeres se pasaban un tercer libro, que tenía revuelto el título del lomo.
—Habréis notado los efectos de lo que habéis experimentado en el exterior, lo que algunos llaman el Ansia —dijo Bidewell mientras Agazutta traía el libro a la mesa—. En realidad, se han producido dos sucesos: el Ansia y Término. El Ansia nos cercena de nuestro pasado. Término nos cercena de cualquier futuro y por tanto, a grandes rasgos, estamos cercenados de la causalidad y la eventualidad, las dos ondas palpitantes del tiempo. Los resultados son evidentes, en el exterior. Aquí dentro, mi biblioteca está hecha un desastre, pero aun así ofrece algo de protección.
—
¿Todos
los libros están destrozados? —preguntó Miriam, incrédula—. Es decir,
coleccionas
textos curiosos.