La ciudad al final del tiempo (38 page)

Read La ciudad al final del tiempo Online

Authors: Greg Bear

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: La ciudad al final del tiempo
10.12Mb size Format: txt, pdf, ePub

»Yo estaba a punto de verlo
todo
, simultáneamente. Me volví, me di la vuelta por completo, y los árboles giraron a su vez, pero sólo medio camino, y vi al hombre entre los árboles. Bajó las manos y sus ojos eran como bolas de nieve encajadas en la cabeza. Me volví de nuevo, por completo, sabiendo que no volvería a ver a la Reina hasta que no hubiese girado dos veces. ¿Eso tiene sentido?

Jack cerró los ojos y comprendió que podía apreciar el sentido que tenía.

—En ese lugar debe girar dos veces para completar un círculo completo —dijo.

—Me pareció que lo comprenderías.

—Posee una lógica diferente, igual que los saltos que ejecutamos. ¿La viste? —preguntó Jack.

—Yo no lo llamaría ver. Pero sí, supongo que la vi. Se encontraba en el centro del lago de jade. No vestía de blanco, no vestía nada. Al principio no supe por qué el hombre la llamaba la Reina de Blanco. Quizás él la viese de forma diferente o supiese algo de ella que yo desconocía. Si vinieses de algún otro lugar y la mirases con otros ojos, supongo que podría ser hermosa. Tenía miembros, brazos o cosas que surgían de ella y que no reconocí; pero parecían correctos, se correspondían. Aun así, sabía que, si me acercaba a ella, me sorbería los ojos. Me sentía como un trozo de hielo ensangrentado. Simplemente permanecía en el centro de su nudo, observando, con curiosidad infinita, curiosidad como el hambre, curiosidad como el miedo… quería saberlo todo sobre mí. Y estaba tan
furiosa
, tan decepcionada. Yo quería decirle lo que precisaba saber, simplemente para terminar con su decepción, su furia, pero no podía explicarme con palabras. En cambio, lo que tenía que entregarle saltaría directamente de mi piel, todos los lugares en los que había estado, todo lo que había hecho y haría… pasado y futuro, todas mis versiones, simplemente una enorme masa masticada que flotaba en su nudo. Acabaría vistiéndome como si yo fuese un traje o un pañuelo. Ni siquiera pensé que fuese a morir, pero sabía que lo que estaba a punto de suceder sería peor que la muerte.

Jack se sentó rígido en el jergón, con las manos temblando bajo los muslos.

—Vaya —soltó.

Ginny sonrió.

—Pero aquí estoy, ¿no? Tranquilo.

—No es tan fácil —dijo Jack con una sonrisa nerviosa.

—Bien, aguanta. He estado guardándome algo… ni siquiera lo sabía, lo que fue una suerte para mí, porque bien podría habérselo dicho. Quizá

sepas a qué me refiero.

—Quizá.

—Dime qué hice. —Ginny le miró directamente.

Jack ejecutó un movimiento de corte formando una tijera con los dedos.

—Sí. Cuando terminé, y no llevó más que un instante, estaba tirada de cara, cubierta de hojas. Había árboles caídos y agua por todas partes que emitía vapor, pero frío. Las lentejas colgaban de los árboles. El lago se había lanzado fuera de su cuenca. Y no volví a ver al hombre; no sé adónde fue. Todo el bosque estaba aplanado.

—¿Qué hay de la piedra?

—La dejé caer, pero la encontré —dijo Ginny, asintiendo—. Estaba justo al lado del camino, todavía en la caja. La recogí y caminé entre los árboles. Cerca de la casa comprobé que el coche había desaparecido. Estaba sola. Tú debes haber hecho lo mismo, Jack. Así que dime qué hiciste para expulsarles.

No podía responder.

—¿Podemos
cercenar
líneas de mundo? —preguntó Ginny—. No sólo saltar entre ellas, sino ¿cortarlas en trozos,
matarlas?
Él agitó la cabeza.

—Es algo relacionado con las piedras sumando. Son parte de nosotros. No podemos perderlas a menos que muramos.

—Lo sabía cuando empeñé la caja. Siempre vuelve a mí. ¿

cortaste algo? Durante la tormenta.

—No lo recuerdo. Creo que no tuve tiempo.

—Cógeme la mano —dijo Ginny, y se la ofreció.

Jack no vaciló. Ginny tenía los dedos calientes y su piel parecía refulgir con un tenue rojo cereza similar al de la estufa.

—Está muy caliente —dijo Jack, pero no la soltó.

—Me sucede a veces. Se pasará —dijo Ginny—. Sobreviví, ¿no?

—Estoy seguro de que lo hiciste.

—Sé por qué quieren atraparnos —dijo—. Quienes sean.

—Lo que sean —añadió Jack.

—Nos temen.

Le apretó los dedos y el calor se redujo.

—Hace que uno se pregunte con respecto a Bidewell. ¿En qué nos estamos metiendo?

—Bidewell no nos teme —dijo Ginny—. Por eso vine aquí. No hay nudos, no hay miedo, sólo tranquilidad y muchos libros. Los libros
forman
una especie de aislamiento. Aquí me siento segura. Mi piedra también está segura… por ahora.

Jack emitió un silbido débil.

—Vale —dijo.

—No estás convencido.

—Es tranquilo… eso está bien. Pero me gustaría que todo recuperase la normalidad.

—¿Fue normal alguna vez, en tu caso? —preguntó Ginny.

—Antes de la muerte de mi madre —dijo—. Bien, quizá no fuese normal, pero era divertido. Agradable.

—¿La querías?

—Por supuesto. Juntos, con ella y con mi padre, éramos… allí donde acabábamos teníamos un hogar, aunque sólo fuese por un día.

Ginny miró al almacén.

—Este lugar me resulta más familiar que cualquier otro sitio en el que haya estado. ¿Qué hay de ti? ¿Cuál es tu historia?

—Mi madre era bailarina. Mi padre quería ser comediante y mago. Mi madre murió. Luego mi padre. Yo era prácticamente un niño. No me dejaron mucho; sólo un baúl, algunos trucos y unos pocos libros de magia, y la piedra. No me morí de hambre; había aprendido a hacer malabarismos y a tocar la guitarra, trucos con cartas y esas cosas. Durante un tiempo anduve con un grupo duro, como en tu caso, y me salí; aprendí a vivir en las calles, me puse a actuar. Logré que no me matasen. Hace dos años me fui a vivir con un tipo llamado Burke. Trabaja como ayudante de cocina en un restaurante. No nos vemos mucho.

—¿Amantes? —preguntó Ginny.

Jack sonrió.

—No —dijo—. Burke es lo más hetero que se puede ser. Simplemente no le gusta vivir solo.

—¿Conocías a estas mujeres de antes?

—A Ellen la conozco muy bien —dijo Jack—. A las otras las conocí hace unos días.

—¿Hiciste los dibujos que trajo Miriam, los que encontró en tu apartamento?

—Se me da fatal dibujar. Los hizo el otro. Mi invitado.

—¿De dónde crees que viene?

—De «la ciudad al final del tiempo», por supuesto —dijo Jack, intentando sonar sarcástico, pero con voz rota.

—La mía también —dijo Ginny—. Pero la última vez que soñé con ella, ya no estaba allí. Estaba en el exterior, perdida en un lugar horrible.

—El Caos —dijo Jack.

Ginny miró al suelo.

—No quiero hablar de eso.

—Vale —dijo Jack.

—Jack,
¿ellos
tienen piedras como las nuestras?

Él negó con la cabeza.

—No lo creo.

—Quizá se supone que debemos traerles.

—No veo cómo. Ellos están allí… nosotros estamos aquí. —Se echó atrás y luego miró a la enorme caja de cartón etiquetada como V
aldolid
, 1898—. ¿Qué tipo de libros colecciona Bidewell?

—De todo —dijo Ginny.

Jack retiró las tapas y levantó un volumen cubierto de polvo. Las tapas del libro se habían agrietado y el cuero le dejaba polvo en los dedos. Las palabras doradas grabadas en el lomo seguían sin significar nada. Alzó la vista.

—Ediciones Birlibirloque —dijo—. Supongo que las piedras no han terminado.

—Muchos libros ya eran así. Bidewell parece capaz de distinguir unos de otros.

—Tiene tanto sentido como todo lo demás. —Jack estaba a punto de dejar el libro, pero algo le movió del brazo, un ligero tirón en un nervio oculto, y pasó a una página de en medio. Allí, rodeado de más tonterías, había un párrafo que podía leer con esfuerzo:

Luego Jerem entró en la Casa y ayí encontró un libro incomprensible escepto por estas palabras:

¿Tienes la vieja piedra, Jeremy? ¿En el bolsillo, kontigo?

Ginny le observó lentamente, mientras la cara de Jack se volvía roja, como si hubiese estado bailando desnudo. Con la lengua hundida en el interior de la mejilla, Jack repasó lentamente otras páginas del libro. Nada más tenía sentido.

—¿Qué es? —preguntó Ginny.

Le mostró la página. Ginny leyó las líneas y se quedó boquiabierta, como una niña que hubiese visto un fantasma.

—Todos los libros son diferentes —dijo—. Yo no salgo en ninguno.

—¿Has mirado? —preguntó Jack.

Negó con la cabeza.

—No había tiempo.

55

Canal de drenaje Tenebros

Pahtun se había acostumbrado a vivir en la entreluz perpetua de las regiones remotas de los antiguos canales de drenaje. Rara vez iba al Kalpa y se contentaba con cumplir sus obligaciones en las amplias planicies, lejos del resplandor de la luz de vigilia sobre los Niveles; los llamaba por su antiguo nombre, el criadero.

Pahtun había estado preparando exploradores desde antes de que hubiese progenies. Un hombre esbelto y majestuoso con rostro marrón y experimentado recorrió el canal de drenaje, con ojos grises plateados llenos de cautela. Sabía que la ciudad moría. Moría por grados desde antes de que le hubiesen hecho a él. Ahora, era probable que la agonía final fuese rápida.

La luz de vigilia se incrementó irregularmente sobre el cel distante. Anillos rojos se agitaban y parpadeaban alrededor de las zonas rotas y castigadas dejadas por la intrusión que había atravesado los pisos inferiores del primer bión, directamente sobre su cabeza, y que casi se los había llevado a todos.

Terminó su caminata de treinta kilómetros desde el campamento, Tenebros arriba, hasta la unión entre la primera y la segunda isla. Allí esperó a que los guardianes marrones descendiesen con sus cargas medio inconscientes.

En esta ocasión eran nueve en lugar de los veinte habituales.

—Gran destrucción —le explicó el guardián líder—. Muchos perdidos. Puede que éstos sean los últimos.

Los jóvenes progenies se arrastraron bajo la sombra de los árboles bajos del canal, gimiendo en voz baja. Pahtun los examinó uno a uno a medida que los guardianes se iban. Les levantó la cabeza, empleando su dedo flor para medir sus niveles vitales, y los consideró adecuados; los guardianes jamás traían progenies heridos o incapacitados.

Cuando se recuperaron, les ayudó a ponerse en pie, tranquilizándoles con canciones de la inclusa. Ya para entonces sus tres cohortes habían atravesado los canales para llegar a la extensión arenosa. Más evidentemente hastiados, encargados de ese trabajo desde hacía menos tiempo, aun así esos jóvenes Restauradores se ocuparon de los reclutas con habilidad y paciencia. Pronto los tuvieron caminando en una fila hacia la oscura muralla exterior y el campamento de adiestramiento que aguardaba en ese lugar desde que había Niveles o exploradores… desde el punto de vista de Pahtun, demasiado tiempo para ponerse a pensarlo.

Seis machos y tres hembras. Observó a los progenies aturdidos y, como siempre, les envidió y se compadeció de ellos; eran pocos, eran pequeños, estaban confundidos. Se preguntó qué verían en su viaje.

En las marchas sólo se enviaba a jóvenes progenies, criados a partir de masa primordial, educados en los Niveles y con los mejores instintos, algunos de los cuales sólo despertarían realmente en el Caos. Personalmente, esta versión de Pahtun jamás se había aventurado más allá de las tierras medias. Si estos nueve formaban la última marcha que se entregaría a su experto cuidado, bien podría ser que Pahtun jamás descubriese toda la verdad sobre el Caos y el Tifón.

Guió a los progenies hasta sus tiendas y se aseguró de que estuviesen cómodos. Pronto estaban totalmente dormidos.

Los cohortes montaron su campamento cerca, apartado de los progenies y apartado de la solitaria tienda de Pahtun. Sentían cierto respeto por el adiestrador, pero le consideraban viejo y raro. Después de todo, ¿qué sentido tenía todo esto?

Quizá no tuviese sentido. Ninguno de los otros Pahtuns, enviados al Caos violando las reglas del Astyanax, había informado jamás de sus descubrimientos. Y ninguno de los exploradores que había entrenado había regresado jamás.

56

La Torre Rota

Como fue solicitado, un progenie vivo, nacido en la inclusa a partir de materia primordial, para cualquier propósito que pueda discurrir el Bibliotecario.

Ghentun se encontraba a un lado de la cámara elevada y vacía, a una docena de metros de la ventana elevada más cercana, rodeado por un lento rielar envolvente. A su cintura flotaba el macho joven, plegado en un sueño anestésico, herido pero ya sanado, restaurado y protegido por la capa de Ghentun.

El Custodio de los Niveles sólo se sentía entumecido. No podía concebir ningún acto que ahora mismo sirviese para algo.

Retraso, decadencia, conspiraciones imposibles de contar o comprender —la pérdida inevitable de la vitalidad de la ciudad enfrentada a millones de años de contener lo impensable— habían acercado el final incluso más de lo que había imaginado.

A su llegada, Ghentun había recorrido la cámara mirando desde los altos ventanales a los tres biones restantes del Kalpa. La intrusión había dañado seriamente los pisos inferiores del primer bión, cuyos cimientos rodeaban los Niveles y de cuya corona circular se alzaba la Torre Rota. También había desencadenado una tremenda destrucción en los biones sur y tercero. Los dos lanzaban lúgubres penachos espirales de humo plateado que llegaban hasta los límites de sus barreras de presión internas.

Más allá del límite de lo real, las monstruosidades se acercaban, como si se calentasen frente a la destrucción por el fuego del Kalpa. El rayo eternamente giratorio del Testigo se había acelerado y su inmensa montaña de carne solidificada —en su época humana, pero ahora sin edad y más allá de la compasión— empujaba contra los Defensores, anticipando otro sacrificio.

Los Niveles siempre habían atraído las intrusiones más potentes y destructivas. Ahora Ghentun se preguntaba si la razón para tal atención no estaría flotando a su lado. Comprendía que desde la creación de los Niveles, Tifón había estado sondeando la ciudad como si poseyese algún conocimiento especial; si tal cosa podía saber o planificar.

Miró al este, apartándose del Testigo, hacia el último grupo de exploradores, esperando que pudiese partir antes del derrumbe final, antes del triunfo del Tifón.

Other books

Gnosis by Wallace, Tom
Wicked Forest by VC Andrews
Serve His Needs - Encounter by James, Karolyn
Information Received by E.R. Punshon
The Standout by Laurel Osterkamp
Rise of Phoenix by Christina Ricardo
Desiring the Forbidden by Megan Michaels
Act of Passion by Georges Simenon
Teleport This by Christopher M. Daniels
Los trapos sucios by Elvira Lindo