La ciudad al final del tiempo (41 page)

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Authors: Greg Bear

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: La ciudad al final del tiempo
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—Tienes una pregunta —dijo él.

—Vamos a donde tenemos que ir —dijo Tiadba—. Pero ¿quién nos hizo de tal forma?

—Los Modeladores, supongo, cumpliendo órdenes de los Eidolones. Algún día me gustaría encontrarme con el viejo imbécil y hacerle saber mi opinión. —Pahtun agitó los dedos y luego se tocó la nariz, al estilo progenie—. Hace eras, cuando yo era más joven, para aliviar mi sensación de culpa, rechacé las leyes del Príncipe de Ciudad y envié observadores para estudiar el Caos. —Se detuvo un momento, con el rostro contraído, y a Tiadba le pareció que era la primera vez que veía tal expresión en un Alzado. No conocía su significado: ¿tristeza, asombro, pérdida?—. No enviarán su informe. Quien abandona el Kalpa no debe regresar jamás, por razones muy válidas y simples.

—Pero a
nosotros
nos enviáis ahí fuera —dijo Tiadba.

—Mentes superiores a la mía trazaron esos planes y supongo que todos estamos comprometidos, cualesquiera que sean sus consecuencias. Vosotros sentís vuestros instintos, yo cumplo con mi deber. —Se puso en pie—. Si alguno de mis observadores sigue ahí fuera, y sigue libre, podría ayudaros, podría no ayudaros. Debéis aplicar con ellos la misma cautela que con cualquier otro elemento en el Caos.

Perf miró a los Niveles, perdidos en la neblina más allá del borde del campamento. Macht unió las manos, murmurando una canción tranquilizadora.

Pahtun suavizó el rostro y miró a la distancia.

—Creo en algo, porque debo creerlo: si alguno de vosotros tiene éxito, se logrará algo grandioso, algo que compensará los dilatados sacrificios de los vuestros.

—El viejo pateador de pedes descansa.

Khren, bajo, fornido y de pies ligeros, se acercó a Tiadba. Ella se volvió y le miró escrutadoramente. Había estado sintiéndose abatida de nuevo. No era culpa suya, claro, pero Khren y sus amigos no sustituían a su guerrero, por insensato que hubiese sido en ocasiones.

—Tenemos un momento —dijo Khren con voz tranquila, consciente del estado de ánimo de Tiadba. Macht y Perf se les unieron.

—Por favor, léenos algo más del libro —dijo Perf—. Enséñanos.

El lienzo agitado de Grayne y los antiguos insectoletras ya no podían guiarla. Tenía que descifrar las palabras ella sola, pero había mejorado mucho. Aquello que leía lo intentaba transmitir y explicar a los demás. Estaba segura que tal había sido la intención de Grayne. Era extraño que ya no pudiese recordar el rostro de Grayne o la música de su voz cortés e insistente. A Jebrassy lo recordaba con claridad.

Otros se congregaron: Denbord, Nico y Shewel, trayendo sus alfombrillas. Habían acabado prefiriendo dormir fuera, bajo los arcos oscuros, en lugar de hacerlo en el interior de las tiendas endebles, que se agitaban bajo la brisa del entreluz y les inquietaban.

Tiadba se sentó y abrió uno de los libros. Las partes favoritas de los progenies habitualmente se referían a Sangmer el Peregrino e Ishanaxade la hija del Bibliotecario, pero rara vez las historias eran las mismas, una característica que no incomodaba excesivamente a su público. Por necesidad, se saltó o parafraseó partes que le resultaban difíciles, y muchas de las palabras seguían siendo oscuras, pero leerlas una y otra vez era como verlas con ojos más experimentados, y en cada ocasión extraía más significado.

Otros párrafos, esparcidos por el texto como semillas de chafa sobre un pastel, todavía les dejaban perplejos. Algunos eran listas de instrucciones,
ve allí y haz
esto,
luego
aquello, mapas con palabras, los llamaba Tiadba, y en ocasiones los leía por sus efectos tranquilizadores justo antes de que los Alzados apagasen las lámparas para dormir.

En esta ocasión escogió un texto más familiar mientras los progenies se acurrucaban a sus pies, mirando a las sombras.

—«Mi relato es simple» —empezó Tiadba, y sus ojos se llenaron de lágrimas al recordar los momentos con Jebrassy, algunas vigilias antes.

Una vez, hace media eternidad, el glorioso sol nuevo —llamado así a pesar de que llevaba ardiendo diez billones de años— se encontraba casi totalmente rodeado por el Caos Tifón. Quedaban cinco mundos, y en la Tierra, doce ciudades, hogar de los reunidos por todo el cosmos tras un largo y traumático declive.

La mayor y más antigua de esas ciudades era el Kalpa, y también la más sabia, porque dicha ciudad se preparaba continuamente para el momento en el que el Caos se tragase incluso al sol nuevo.

Muchos pensaban que la derrota era inminente.

El humano más importante de esa época era un Deva llamado Polybiblios. Había viajado hasta el extremo final del cosmos envejecido, para vivir y estudiar, bajo el resplandor de los sesenta soles del Shen, una gran civilización que el Caos se tragaría pronto.

Los Príncipes de Ciudad de la Tierra prometieron un gran premio si alguien llegaba hasta esos remotos lugares y persuadía a Polybiblios para que regresase. Porque concentrado como estaba en sus estudios, y casi completamente rodeados por regiones repletas de trampas y engaños, él no podía regresar a la Tierra por sí solo.

El primer voluntario fue un joven Restaurador llamado Sangmer, ya famoso y querido por sus múltiples hazañas y su gran valor.

Sangmer reunió una tripulación y revivió la última gran nave galáctica de la Tierra. Con su tripulación —escogida por su fuerza, coraje e ingenio— viajó por la única ruta abierta hasta esa esquina final del cosmos.

De todas sus aventuras —y muchas hubo, extrañas y difíciles— sólo sobrevivieron diez, incluyendo a Sangmer, para regresar con Polybiblios. El Caos rugió, consumió y ejecutó su deslumbramiento mortal, y en muchas ocasiones estuvo a punto de tragarse la nave… porque nada es tan persistente y perverso como el Tifón, dicen algunos, y otros, que no hay nada tan impredecible y contra lo que más difícil sea planificar.

Sangmer también trajo a la Tierra a la misteriosa hija adoptiva de Polybiblios, que la mayoría admitía era menos humana que el Shen, aunque su forma era muy agradable.

La hija había adoptado el nombre de Ishanaxade —nacida de todas las historias— y reclamó la gens Deva de su padre.

De vuelta a la Tierra fueron recibidos por los Príncipes de Ciudad y hubo gran alegría. Aun así, los ritos funerarios ocuparon a muchas familias que lloraron a sus jóvenes perdidos.

Polybiblios se puso a trabajar en la alta torre del Primer Bión del Kalpa, y empleando sus conocimientos, Shen pronto ayudó a diseñar y forjar la Suspensión que protegió al nuevo sol y que durante un tiempo mantuvo el Caos a raya.

Sangmer no se quedó de brazos cruzados, sino que siguió con su inquietud, realizando otros viajes y estudiando, midiendo y desafiando al Caos, con lo que incrementó su fama, aunque esos viajes consumieron a más hijos e hijas de buenas familias.

Perecieron tantos jóvenes que Sangmer el Peregrino también fue conocido como el Matador de Sueños, un título del que no se sentía orgulloso y por tanto prometió partir a un exilio profundo entre los Sésiles, y no regresar hasta no haber estudiado Silencio durante una era.

Ishanaxade surgió de entre los curiosos que bordeaban la carretera engalanada para presenciar el viaje del penitente y se plantó ante él, allí donde cargaba con los discos de memoria de sus miles de compañeros perdidos, que casi lo doblaban por completo.

Nada tan hermoso como Ishanaxade, pero no es por eso que hasta este día sus imágenes están prohibidas o se han borrado; nada tan hermoso a los ojos de su padre, ni a los de los curiosos que la vieron compartir la carga de Sangmer y ayudarle a llevar los discos a la puerta de las Sésiles, donde el Silencio es paz.

Algunos dicen que fue en los Sésiles que sus líneas se entrelazaron por primera vez. Otros dicen que su amor comenzó en el viaje de vuelta de la región Shen. Nadie se opuso a que un Restaurador tomase por esposa a Ishanaxade, porque pocos se atrevían a contrariar a Polybiblios, que había salvado a los restos de la humanidad y que había sancionado esta unión.

Tras su salida del Silencio, Polybiblios les asignó muchas grandes tareas, juntos y por separado.

Así fue, así será.

Tiadba cerró el libro y los jóvenes progenies se acurrucaron más juntos. De alguna forma, la historia había cambiado desde la última vez que la había leído… los detalles eran diferentes, o sus oídos se habían vuelto más sofisticados.

—No es una historia feliz, ¿verdad? —dijo Khren.

—Vamos a morir ahí fuera —afirmó Nico con pesimismo—. No lo comprendo, pero aun así quiero ir. Es un marrón total.

De pronto, a pesar del agotamiento, Tiadba sintió el súbito deseo de hablar de Jebrassy, de gritarles… que él
no
estaba muerto y que de alguna forma se les uniría, y que su presencia haría que esta marcha fuese diferente a todas las otras… Pero apartó la vista a un lado y se contuvo un poco, dudando que sus compañeros fuesen a creerlo o que se sintiesen confortados.

—Vamos a dormir —propuso.

Los jóvenes progenies soltaron aliento y colocaron las alfombrillas de dormir bajo los altos arcos oscuros.

TERCERA PARTE

TÉRMINO Y TIFÓN

60

Wallingford

Al principio, el hombre achaparrado y fuerte vestido con el traje de tweed se negó a decirle su nombre a Daniel. Podía actuar con altivez, para luego volverse bruscamente firme y enérgico, como si siempre hubiese vivido solo pero estuviese acostumbrando a mandar. El acento era difícil de precisar: inglés, como cockney, pero Daniel no era ningún experto.

Juntos se habían armado de valor y habían salido de la casa, dejando a Whitlow en el sillón, paralizado con un rigor entrecortado. Y ahora por todas partes se extendía algo similar a la salida del sol, una ardiente luz peltre pintada sobre las calles. El vecindario al norte se parecía a un collage demencial, franjas de luz y sombra tendidas sobre casas oscuras y prohibidas. La gente que salía a la calle parecía tener la intención de llegar a alguna parte, pero muy poco tiempo para hacerlo, y lo que era peor, lo hacían una y otra vez. Unos pocos parecían comprender vagamente su situación, como insectos atrapados en una resina que se endurecía. Todos excepto Daniel y el bruto achaparrado. ¿Y cuánto duraría su libertad?

—Un desplazador que no sueña —comentó el bruto entre jadeos roncos. Se esforzó por mantenerse a la altura al girar al este y en lo que en su momento había sido la calle Cuarenta y cinco, hacia la autopista. El aire resultaba arenoso—. Yo jamás te habría encontrado. Sin embargo, el señor Whitlow estaba preparado. Incluso sin los sueños él era capaz de sentir tu piedra. Ésa era su especialidad. Es irónico que no pudiese encontrar refugio… una vez que
ella
nos abandonó. —El bruto parecía encantado de sí mismo—. Sólo yo —resolló—. Cabalgando las últimas hebras. Tirando de ellas y aferrándome. Y tú, por supuesto.


Término
—dijo Daniel.

El bruto asintió, comprendía muy bien la palabra.

—El señor Whitlow lo llamaba así —dijo—. Nunca supe a qué se refería. ¿Dónde se detiene la vía ferroviaria? ¿Al final de la línea? Ahora no sé. Pero de todas formas, no me gusta. Es pegajoso. Retiene.

Daniel agarró con los dedos las dos cajas del bolsillo y bendijo la poca libertad que le ofrecían las piedras… a los dos. El bruto también contribuía, aunque Daniel no sabía cómo. Los dos parecían ser conscientes de que sin el beneficio de la presencia del otro, los dos se sentirían tan frustrados, estarían tan claramente condenados, como las figuras confundidas y desequilibradas con las que se cruzaban por las aceras y la calle.

—¿Quién es la Princesa de Caliza?

—La más alta de lo más alto, en mi oficio. Pero sinceramente… ni idea. Jamás la he visto. Es peligrosa, debes saber.

—¿La Polilla?

—Ah, la Polilla… así que
estaba
aquí. Tantos tronos diminutos para los servidores de la Reina.
Nunc dimittis
, digo yo. Dudo que te hubiesen matado, al ser un bicho raro. Probablemente quisiesen abrirte en canal, como a un perro ovejero.

Daniel gruñó y miró al frente. No le gustaba mirar atrás: la calle que tenían detrás no era la calle que habían recorrido. El tiempo, estimaba, rebotaba como un acordeón lanzado contra la pared.

Llegaron a una elevación por la que antes pasaba la autopista. Ahora sólo había una larga zanja enlodada flanqueada a ambos lados por casas vacías. En esta parte del vecindario, el acordeón cerrado había traído objetos materiales: casas y viejos coches de aspecto curioso. Pero nada vivo.

—No más gente —comentó el bruto.

—¿A qué te refieres?

—Dímelo tú, joven amo.

Era evidente que la autopista no estaba disponible y por tanto tendrían que ir por calles, tal y como estaban. Sería una caminata larga y difícil. Miraron dentro de un coche, pero la maquinaria era un desastre. Todo parecía fabricado con ceniza fundida.

—¿Y tú qué eres, mi compañero de aventuras? —le dijo Daniel por encima del hombro, usando ligereza para ocultar el miedo—. ¿Mi mayordomo?

—Tu
guía
, joven amo, llevándote de vuelta a donde yo ya he estado. Está al sur de aquí… un almacén verde. Di una vuelta al edificio, sabiendo que
ellos
estaban dentro, pero no tenía nada que ofrecer y no tenía ninguna esperanza de entrar. Después de la tormenta, después del accidente… después de que la Reina huyese como una amante asustada y dejase caer la presa, supe que no se me permitiría entrar, por desesperada que fuese mi situación. Sin embargo, a ti te recibirán con brazos abiertos. Ahí es donde debes estar; no es que tú estés agradecido. —El bruto cerró los dedos gruesos—. Empeora. No me importa decir que…

Daniel levantó la mano y miró al otro lado de una larga zanja oscura donde había estado la Universidad de Washington; y allí, en cierta forma, seguía. Una estructura contraída negra y reluciente, como la antracita. Sólo algunos edificios parecían estar relativamente intactos.

El bruto siguió hablando.

—Bibliotecas —murmuró—. La Reina no puede tocarlas… todavía no. Pero los libros están revueltos. Pronto quedarán en blanco.
Después
ya no habrá protección.

Las casas más cercanas adoptaban un tenue brillo de translucidez, como si estuviesen talladas con un chorro de arena sobre el cristal. Otras estaban cortadas por la mitad, mostrando interiores revueltos… pero sin ocupantes.

Daniel dijo:

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