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Authors: Greg Bear

Tags: #Ciencia Ficción

La ciudad al final del tiempo (68 page)

BOOK: La ciudad al final del tiempo
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Ahora salió arrastrándose del túnel y se quedó sentada en la penumbra de un espacio cavernoso, escuchando.

Silencio. Ni desaprobación ni aplausos.

Completamente sola, en un lugar que nadie podría considerar su hogar.

—Estoy agotada —dijo—. Ya no quiere ser un misil teledirigido. —Sintió la piedra a través del tejido de los pantalones, luego la sacó y la miró bajo la escasa luz. El tirón había quedado reducido a casi nada. Con libertad, giró y rotó en sus dedos. Los salientes y rebordes estaban lisos y fríos bajo la piel áspera de sus dedos.

El resplandor rojo del ojo de lobo también se había apagado.

—Si me dejas tirada, me quedaré atrapada aquí, ¿no es cierto? —preguntó. Se puso en pie y sintió la burbuja contraerse tanto que bien podría haber sido una capa de pintura sobre su pie. El juego se iba agotando. Era posible que hubiese habido un exceso de energía inesperada… Bidewell podría comprenderlo. Pero ahora todo el universo, incluso las partes muertas y desmanteladas controladas por el Tifón, cerraba sus libros, dejando la contabilidad final en desorden… porque de todas formas al final daría cero.

Se movió lentamente, sobre pies entumecidos, hacia un resplandor en la distancia. Pasó de las cosas raras apiladas a su alrededor; no le quedaba energía suficiente para prestar atención, para manifestar curiosidad.

Sola. Bien. Podría tomar la última decisión equivocada sin que nadie expresase su desaprobación. Saliendo del laberinto, directamente a…

A ambos lados, perdiéndose en la distancia, se extendía una larga pared de cristal ahumado. Dentro de la pared vio docenas, centenares… miró a ambos lados…
miles
de figuras retorcidas, flotantes, inmóviles… todas mujeres jóvenes.

—Demasiado —susurró, pero acercó más su burbuja, para ver. De sus mejillas, barbilla y dedos saltaron líneas azules que tocaron el cuerpo más cercano atrapado en la dureza translúcida y ahumada.

Familiar. Mirada vacía, desesperada, en un rostro fláccido que no manifestaba ni dolor ni desesperación, sino neutralidad. Muy parecida a sí misma, vista en un espejo, horrorosa.

—¿Ésta es mi otra? —susurró—. ¿Ésta es Tiadba? Está atrapada en alguna parte… y ésta también está atrapada.

Pero la figura no se parecía en nada a Tiadba, tal y como Ginny recordaba los sueños. No… era una versión de ella misma. Y…

El cuerpo sostenía algo en la mano. O más bien, suspendido entre los dedos no del todo cerrados, que no acababan de tocar o ser tocados, la fuerza de la mano aflojándose en desesperación o rendición justo antes del empotramiento, esta preservación flotante y para siempre.

—Tomaste el camino equivocado, te cansaste, te rendiste —le dijo a su yo alternativo, empezando a sentir una especie de atracción, familiaridad y calor no sólo con la figura, sino con su destino. Tan cómodo, sin volver a pensar jamás, sin moverse y sin sentir. El final de las decisiones estúpidas. Una conclusión fácil. No era lo que habría esperado en el Caos, en los límites de la Falsa Ciudad.

No tanto cruel como neutral… indiferente.

Las cintas de luz azules surgían de sus dedos y cara, caricias de energía. Le hacían cosquillas. Podría acostumbrarse a ese cosquilleo. Era amistoso. Era como la familia de todos sus yos alternativos, las que habían fracasado y luego… habían sido perdonadas.

Aquí había encontrado su forma de reencontrarse.

De alguna forma, aquí había un estilo que se distinguía de la crueldad ciega del resto del Caos. Una forma de piedad.

Reconoció la tristeza, la delicadeza combinada con el poder y la extrañeza. Así se había sentido al enfrentarse a la tormenta giratoria del bosque, el inmenso, desesperado y giratorio triángulo de búsqueda.

Aquí era donde la Princesa de Caliza traía a sus cautivos. O a donde ellos llegaban por voluntad propia, para unirse a sus yos perdidos en una satisfacción vacía, en una autocompasión continua e interminable.

Las cintas se volvieron más brillantes. La pared pareció ablandarse.

La figura que tenía justo delante —a unos centímetros en la sustancia ahumada— pareció retroceder, y el último fragmento de infelicidad de Ginny quedó cubierto por una aceptación fría y complaciente de todo lo que había sido: todos sus fracasos y todas sus pérdidas.

Ésta era su historia. Al fin su vida tenía una conclusión, por insatisfactoria que fuese.

Perversamente, cuanto más retrocedía la otra chica en el cristal, más claros se volvían sus rasgos y circunstancias… como si las cintas de luz azul la estuviesen completando, rellenando.

Ginny distinguía fácilmente la naturaleza del objeto en la mano de la otra chica. Era otra piedra… su brillo desaparecido. Una sumadora muerta, su paso por todos los tiempos abortado, su pastora atrapada.

Las cintas se volvieron de una intensidad cegadora. Con ellas, se transfería algo esencial, se iba hacia el otro polo que era la chica congelada del interior del cristal ahumado, algo inútil, acabado.

Ginny retiró la mano. No rápidamente… sin revulsión o miedo. Simplemente tiró con todas las fuerzas que le quedaban. Todas estas chicas —jóvenes mujeres— eran como ella. Pero ellas habían disfrutado del lujo de las multitudes. Todas podían fracasar y no terminaría… vendrían más para unírseles.

Ella no. Esta Ginny, no.

—Soy la última, ¿no es así? —le murmuró a esta tumba dulce y acogedora de la esperanza.

Si ella fuese otro tipo de pastor, con otro tipo de historia, podría haber entrado en la ciudad a través de otra abertura del cuenco, se habría arrastrado por el laberinto de túneles de otra forma instintivamente natural, tomando otra secuencia de giros improbables y equivocados… y había encontrado otra pared de cristal ahumado, infinitamente profunda, atrapando a otra multitud de alternativas perdidas.

Por ahí podría haber una pared de Jacks, una pared de Danieles… quizá no en el caso de Daniel…

Ginny se situó a varios pasos del cristal. La fuerza azul saltando a sus pies, atravesando la burbuja y, absorbidos por la suspensión, difuminados. Las cintas se retorcieron manifestando decepción lívida.

—Esta vez no hay equivocación —dijo—. Tengo amigos que me necesitan. Estoy sola, pero no por mucho tiempo.

Volvió a girar, para luego tomar la
otra
izquierda —no con habilidad, no era su estilo— y se abrió paso a través del resto de basura incomprensible acumulada de todo un cosmos moribundo.

Sabía que una vez más había tomado la decisión equivocada —dirigiéndose a más sufrimientos y pesares— pero lo hacía por las razones correctas.

104

Jebrassy caminó con paso lento junto a Polybiblios, su fuerza como un fuego que se extingue. Se sentía como menos de la mitad del progenie que había sido antes de separarse de Tiadba.

Ghentun se les unió desde más allá del estancamiento de destinos, en lo alto de una pared alta en ángulo contra otras paredes que parecían formar un octágono inmenso. Debajo de las paredes: radicales perspectivas curvas sólo aliviadas por destellos lejanos de luz azul… como si comparasen y probasen a otros seres formados por materia primordial.

Exploradores capturados.
¡Tiadba!

—¿Qué pasa? —preguntó Ghentun.

—Un encuentro prematuro —dijo Polybiblios. Se detuvieron para permitirle a Jebrassy recuperar parte de sus fuerzas. La armadura parecía apenas capaz de encargarse de esa tarea.

—He hecho reconocimiento —dijo Ghentun mientras miraba a la celda en la distancia y, presumiblemente, una multitud de estancamientos de destino cerrados—. Todavía queda algo de parecido con la Nataraja de antaño. Las zonas Deva casi no han cambiado… aunque están desiertas.

Jebrassy alzó la cabeza.

—Las Guerras de Masa —dijo.

Polybiblios le tocó el hombro.

—No nos interesa ahora. Historias perdidas y enterradas.

—Tu clase, los Devas… se os obligó a convertiros en Eidolones —dijo Jebrassy—. Muchos huyeron a Nataraja… ¿Por qué tú no?

—Sigues filtrando —acusó Ghentun a la personificación—. Tienes que descansar.

—No puedo evitarlo —dijo Polybiblios—. Mi persona lleva mil millones de años bañada en el conocimiento.

—¿Cuándo salió bien? —preguntó Jebrassy—. ¿En qué momento alguien respetó la herencia y los derechos de nacimiento de los otros?

—Muy a menudo, durante periodos muy largos —dijo Ghentun, mirando a la personificación, como si compitiesen sobre quién sabía más historia.

—Pero luego, en todos nuestros recuerdos: colapso, reversión, conflicto —dijo Polybiblios, sin ser consciente de ninguna competición—. El cosmos se ha manchado. La corrupción del Tifón ha distorsionado la historia. En las profundidades de la Brillantez, algunos lo habrían llamado pecado original. Pero no era original. Llega reptando desde el final del tiempo. Nos negamos a permitir que el universo muriese con dignidad. Permitimos al Tifón aferrarse a una cronología debilitada y extendida en exceso. Brahma todavía duerme. Ni siquiera un Eidolon llegará a conocer jamás la forma y la disposición de la creación original. Alcanzamos algo de comprensión cuando contemplamos la alegría de la materia… ahora casi perdida.

Ghentun estaba desconcertado. Nunca había oído hablar de la alegría de la materia.

—Deberíamos movernos —insistió Polybiblios—. Nuestro momento es breve.

—Jebrassy debe descansar, recuperar fuerzas —le recordó Ghentun, aunque sus motivos para hacerlo eran egoístas. Estaba claro que aquí había curiosidades profundas y antiguas que merecían respuesta. Y él estaba dispuesto a renunciar a su envidia y su resentimiento para aprender.

—Aquí no —dijo Polybiblios—. Si esta Turbación, o lo que realmente sea, mantiene todavía algunos de los antiguos rasgos de Nataraja, habrá un lugar mejor… un refugio que el Tifón no puede tocar. Y es posible que haya tiempo para algunas explicaciones.

—¿No es podredumbre desde el comienzo? —preguntó Jebrassy cuando Ghentun le ayudó a ponerse en pie—. ¿Podredumbre desde el final?

—Lo perdido, perdido está, joven progenie —dijo Polybiblios—. Trabajemos con lo poco que queda. La métrica se ha reducido considerablemente. Ya hemos viajado más rápido que cualquiera de nuestros exploradores. Podemos usarlo como ventaja.

Al igual que muchas de las grandes ciudades de la vieja Tierra, Nataraja había sido un monumento de eficacia: no se extendía a lo largo de miles de kilómetros, sino que se concentraba en una erección extremadamente interconectada de esferas intersectadas y sostenidas por fluidas curvas bulliciosas, vecindarios y urbes para aquellos de construcciones y disposiciones diferentes… todo el conjunto rodeado por muchos campos diferentes para defenderse de las armas de eras muy anteriores. Con la desaparición de esas amenazas y la llegada de las nuevas, los campos habían sido transformados, incorporándolos a la estructura de la ciudad, de la misma forma que las ciudades de principios de la Brillantez habían crecido y se habían tragado sus antiguos muros.

Entre su educación en la torre y el flujo continuo de la personificación, Jebrassy encontró fuerzas renovadas al comprender que se satisfacía su curiosidad… estaba aprendiendo mucho de lo que siempre había querido aprender, secretos ocultos a su clase. El simple hecho de encontrarse en el lugar para que los progenies habían sido creados, en la ciudad fabulosa de los libros de cuentos de Tiadba —por tenebrosas y horribles que fuesen algunas partes— durante un momento le pareció genial más allá de toda medida. Si Tiadba estuviese todavía con él…

Entonces juntos podrían completar las narraciones, resolver los misterios. La personificación del Bibliotecario les decía que las cosas no habían estado siempre tan mal… y eso significaba que podría haber soñadores que viniesen a ellos, que podrían tejer esas narraciones tan hermosas, si esos pasados perdidos pudiesen ser corregidos, reunidos, renovados…

Toda la maravilla de la imaginación desbocada, por supuesto. Pero este cuerpo sentía la renovación. Esperanza por Tiadba… pero sobre todo, esperanza por todos los progenies…

Se esforzaba por comprender.

Esperanza por todo tipo de ser humano o ser vivo que hubiese sido.
¡Lo que vivimos ahora… lo que hemos vivido durante más de media eternidad, quizá durante
toda
una eternidad… no es la única forma de vivir!

Con las habilidades y conocimientos combinados de Ghentun y Polybiblios, subieron desde la colmena de estancamientos de destino y se situaron contemplando el centro del gran cuenco, bajo capa tras capa de campos y techos caídos, los restos marcados por ruinas, pero también con plazas toscamente recreadas, bulevares, incluso vecindarios donde —empleando los trucos de la luz del Caos y la cooperación concentrada de sus cascos— podían distinguir la horda más centralizada y más concentrada de cautivos del Tifón.

No sólo exploradores. En su caso, el Tifón se contentaba, en general, con dejarlos en el Caos, repitiendo sus fracasos. Sino representantes de todas las grandes civilizaciones de las extensiones del esfuerzo humano a lo largo de las quinientas galaxias vivas.

Un museo mortal.

—Tengo amigos ahí abajo —dijo Polybiblios—. Veo que el Tifón reunió a algunos de los Shen. Y al otro lado del lago y núcleos marinos, contra los viejos bosques de gravidez…

—Basta, haces que me duela la cabeza —protestó Ghentun.

—Entonces, ya basta. Da la impresión de que el Tifón reúne todos los trofeos en un mismo lugar, acumulándolos. Visitémoslos. En su triste estado, dudo que nos presten atención.

105

A pesar de los riesgos, Jack siguió avanzando. Las paredes y contrafuertes caídos y las enormes esferas rotas del interior de Nataraja formaban una conejera de caminos. Los otros tendrían que mantenerse a su altura… pero no estaba seguro de querer que lo hiciesen.

Tenía que encontrar a Ginny. Se sentía responsable… y algo más. La echaba de menos. Nunca había estado con una mujer con la que sintiese tanta compenetración. Aquellos momentos del almacén habían sido especiales. Le habían ofrecido algo que él no podía tener…

Un centro.

Glaucous todavía podía ver a Daniel, pero no a Jack… aquí las consecuencias de la separación parecían menos graves que en la desolación más allá de este lugar.

Ahora pensaba mucho en el viejo cazador de pájaros, el lento sofocar de la presa a la luz del amanecer a medida que el carro dando bandazos recorría las calles de Londres. El resonar de las pesadas estrellas de hierro en los cestos al dar cada salto. El olor a mierda de pájaro, una nota amarga sobre el verde gaseoso del estiércol fresco, el humo húmedo y penetrante de carbón que se acumulaba en el aire frío. La culpa no significa nada para los que sienten hambre y están desesperados… no más que un lobo mordiendo el cuello de un cordero. Un golpe misericordioso, la columna rota: comida.

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