Whitlow cae sobre la niña, arrodillada en el hielo como si quisiese recuperar el aliento. Ella no se vuelve, no le oye, aparentemente no le ve.
Perverso deleite y sudor se manifiestan en el rostro arrugado y pálido. Recorre cojeando los últimos pasos.
La Polilla está en todas partes, una neblina gris que radia su propio triunfo.
—Para nuestra Lívida Señora —declara Whitlow al elevar a la chica con una mano—. Una entrega final. Nuestro mayor triunfo.
Glaucous está de acuerdo.
Con todas sus fuerzas, levanta sus puños y juega como jamás se ha jugado a este juego, tirando a una única hebra de acero a través del giro rápido de las esferas… y con el mayor de los gruñidos, el gruñido del nacimiento, la muerte y el vacío, el gruñido de la victoria, la derrota y el dolor infinito, ese gnomo achaparrado, cazador de pájaros, amigo de jugadores, cazador de niños,
invierte
a Whitlow, no sólo su corazón sino su interior… hígado y luz, sangre y espíritu.
A través de la nube de restos, haciendo caso omiso del grito débil de la Polilla que desaparece —Whitlow había sido siempre su anclaje y su raíz—, Glaucous alarga las manos para agarrar a la niña antes de que simplemente salga volando.
Ha tirado todo lo posible de la fibra escogida de destino: penitencia y juego, set y partido. Es la mayor obra que ha realizado nunca y casi la última… casi.
El destino que ha agarrado y del que ha tirado no es bueno, no para él. Lo supo desde que lo vio, cerca del Quid. Deja a la chica sobre el hielo, ajena a todo… viendo aún con otros ojos.
—No hay de qué —le murmura a nadie para luego persignarse, una vieja costumbre, y se arrodilla a su lado.
Cuando los vengadores se aproximan, Glaucous emplea su gruesa y fea mano para apartarlos delicadamente.
La oleada de gatos cae sobre él. Él es su primera presa. Es adecuado, piensa… un terror de pájaros contra otro. Glaucous se dobla como un niño indefenso y con la voluntad que le queda intenta no añadir su parte a los gritos. Su sangre salta sobre el hielo. La ola gris se va antes de terminar con él, pero la oscuridad se cierra mientras su dolor se enfría y contrae hasta un único latido interminable.
Otro está a punto de morir.
Los gatos han dado con otra presa más importante.
El Tifón no conoce ni tiempo ni espacio. Existe sin pensamiento en una informidad condensada, más pequeño que el punto más pequeño imaginable. En general, se le puede describir —de forma muy similar a como se describe a las musas o a Brahma— sólo en negativo: no es esto, no es aquello.
Pero simplifiquemos las cosas y empleemos palabras humanas, adscribiendo motivos, actividades y emociones que son familiares para los humanos… mucho más fáciles de transmitir aunque sean incorrectas.
Cuando el Tifón fue consciente por primera vez de nuestro cosmos envejecido, sintió una ausencia… un vacío. El viejo cosmos tenía pocas defensas. Sus observadores eran muchos, pero estaban dispersos por una geometría inmensa y diluida, gastada por largos y decadentes eones. Como un gran árbol que cae en un bosque, sigue viviendo un tiempo y luego lentamente deja escapar su savia y su voluntad, el corazón de madera del cosmos comenzaba a desmoronarse.
El Tifón era joven, en lo que se refiere a entes sin tiempo, y no probado. Incluso el más pequeño e informe aspirante a gobernar debe demostrar su capacidad. Ésta era su oportunidad de echar raíces como una semilla que cae en un vivero. Se alzaría sobre el dominio moribundo y crecería —y crecería— hasta alcanzar la nobleza total.
La Divinidad.
No esperaba resistencia. Ése fue su fallo. No sabía cómo aprovechar e incorporar la confrontación y el desafío, habilidades necesarias para cualquier dios. El retroceso de la creación —la libertad de la voluntad incontrolada— produce amor.
No para el Tifón. Cuando encontró cosas que veía diferentes, acababa con ellas… con gran miedo y desprecio.
Y luego con algo similar a la diversión.
Disfrutaba
odiando, y no había forma de detenerle… durante muchos billones de años.
Había encontrado su característica.
Pero ahora, en todas las dimensiones posibles, llegaban las conclusiones, las consecuencias se iban alineando. Ya no era un dios joven o un punto infinitesimal, simultáneamente en todas partes y en ninguna parte. Había adquirido una especie de limitación, una sustancialidad indeseada, a partir de la nada primigenia, el bloque fundamental bajo todas las creaciones posibles… surgiendo de la espuma virtual más pequeña del volumen más diminuto e imaginable del vacío.
El Tifón adquiere dimensión y forma… crece y se extiende. En su pasión horrible y sin sentido por la deconstrucción y la destrucción, finalmente pierde toda la concentración que en su día pudo aplicar a sus caprichos y tareas.
El cosmos excesivamente extendido —el tronco viejo y compuesto— se había deteriorado tanto que se había convertido en una trampa. Las hojas del giro armilar de Brahma. Y ahora un muy mal lugar para un dios hinchado e indisciplinado.
A Tifón sólo le queda sacudirse dentro de la prisión giratoria, usando sus últimas fuerzas para provocar más sufriendo y frustrando cualquier posible buen resultado. Ha extendido su contaminación remontándose en el tiempo, pervirtiendo la creación, provocando interminables ciclos de dolor sin sentido. Ahora mismo empuja a nuestro cosmos hacia un final desagradable, disolviendo el espacio y el tiempo hasta el comienzo… devorando y corrompiendo todo lo que podríamos llegar a saber.
Podría elucubrar sobre qué podía pasarle al Tifón en circunstancias más afortunadas. Quizá todos los que hemos sentido su roce corrosivo deberíamos demostrar piedad… todos nosotros.
La corrupción que viajaba desde el futuro, no del pasado. El pecado final.
Pero no estamos preparados para tales elucubraciones. No estamos preparados para sentir pena por un dios fallido. Y por tanto… No lo hagamos. No sintamos piedad.
El Tifón —que antes carecía de pensamiento o víscera, sin conciencia o compasión— comprende que esta envoltura muerta e hinchada ahora puede
sentir
. Que siente una especie de aprensión… incluso miedo. Ya no es más poderoso que los que en su día aplastó.
Se ha convertido en algo pequeño, gris marrón, colocado en el centro del último universo, como un aborto metafísico, digno de lástima si no fuese por su historia. Y pronto no habrá historia. Ni rastro de sus obras, sus conclusiones.
Lo que ha hecho lo posible por detener, por evitar, avanza. Incluso las herramientas que forjó a lo largo de la eternidad se vuelven contra él. Puede sentir las dos últimas hebras, girando, uniéndose e intentando cancelarse, compitiendo y sumando a pesar de todos los últimos esfuerzos del Tifón.
Una de esas hebras se está disolviendo al final.
El Tifón experimenta otra emoción desconocida.
Una sensación funesta y terrible de la
esperanza
.
Sólo sobrevivirá una hebra. Y eso en sí mismo no es una condición saludable para ningún cosmos.
Puede que el Tifón pase a la nada verdadera, pero al menos tendrá la satisfacción de haberse llevado con él a todos los observadores… cegando para siempre esos ojos vergonzosos.
No más recuerdos.
No más historias.
No más.
Jack ve a Ginny medio nadando a través de la nieve, la niebla y los trozos de hielo que se elevan hacia el resplandor azul. Con supremo esfuerzo, impulsándose por este último cordón de destino —la concha de la armilar habiendo despedazado o cercenado todas las otras posibilidades—, Jack se pone a su altura. La piedra ayuda… un poco.
—Eh —dice él.
—Eh —ella le mira—. Cuidado con los gatos. Parecen muy enfadados.
—Sí… no creí que fuese a lograrlo.
—Pensé que te olvidarías de mí —dice Ginny.
—Nunca.
Ella alarga la mano. Él alarga la mano. Se encuentran y luego se abrazan y sienten su calor combinado y algo les une —mucho más sexual que cualquier cosa que hayan experimentado— y les da fuerza. Las sumadoras encajan entre sí, entrelazando sus dedos con los de ellos, y luego se separan con un destello rojizo.
—Necesitamos al menos tres —dice—. Eso lo recuerdo.
—Si la tercera no está aquí, lo perdemos todo… ¿no?
—Supongo que sí. ¿Quién es ése? —pregunta Ginny, señalando a otra forma en la niebla.
Jebrassy ha llegado al borde del azul brillante, desnudo y estremeciéndose, sus pies y parte inferior de las piernas convertidos en muñones congelados. Dos personas altas —asume que son personas, porque en su mayoría están rodeadas por la niebla y la nieve— se acercan. Una se agacha para levantarle.
Son altos, pero no son Alzados… no son como Ghentun. A través de la tormenta verdosa mira para ver un rostro familiar y luego otro. Se ve a sí mismo a través del otro, y deja que el otro le vea a él, pero en realidad es muy difícil ver nada. Flujos constantes de luz azul saltan entre los dos, oscureciendo los perfiles pero provocando una sensación aún mayor de voluntad renovada… quizás incluso energía.
Hablan, pero sus palabras resultan difíciles de entender. Así que ofrece todo lo que tiene, como un niño entregando un juguete a nuevos amigos, viejos conocidos: el poliedro esculpido con cuatro agujeros.
La pieza casi estalla en arcos azules.
Los dos traen sus trozos de roca, ojos rojos apagados enterrados en los nudos, ahora más brillantes frente al azul. Deben ser…
Las sumadoras tiran hacia dentro, se encajan y se ajustan a la pieza esculpida, que completa y rellana sus pliegues. Han viajado durante miles de millones de años, luego dieron tumbos por un universo moribundo para dar con el camino de vuelta.
Pero quedan dos agujeros por llenar.
Daniel deja atrás los restos sanguinolentos y cristalizados de Glaucous y Whitlow y no sabe qué ha pasado aquí… o si todavía sigue pasando. Ahora le interesa lo que ha centrado la atención de los gatos, a muy poca distancia. Sigue un sendero de pisadas sangrientas de gatos marcado sobre el hielo verde y cristalino.
La armilar está contrayéndose, sus bandas estrechándose y girando cada vez más rápido. Una especie de neblina de nieve le cubre los pies, las rodillas, y luego los hombros. El hielo se rompe, elevándose a trozos. Sigue avanzando, los dedos calentados por la sumadora.
Los gatos están en el centro, cree que eso es verdad… y durante un breve instante, agitando las manos, mira para verles siseando, arañando y mordiendo.
Los gastos están matando a un pequeño ente retorcido encajado en un hoyo. El proceso es lento. La cosa no deja de reformarse de nuevo, pero no puede escapar. Trozos humeantes y chisporroteantes de teofanía masticada resbalan por el hielo, dibujando bucles de senderos de partículas virtuales.
La luz está fallando. Daniel apenas puede ver. En su interior, Fred se pregunta cómo puede existir algo. Se encuentra en el interior de una espora en reducción de espaciotiempo, la realidad lanzándose por última vez contra la nada… lo que no se puede ver, considerar o nombrar.
No esto, no eso, no nada.
—Estamos aquí porque lo
deseamos
, y siempre hemos estado —dice Daniel, y eso es todo.
La desagradable vibración chillona de la cabeza se detiene de pronto. La cosa marrón y retorcida ha sido destruida… convertida en jirones.
Si la espora se contrae hasta la nada, entonces la muerte del Tifón —Daniel está seguro de que eso era lo que había en el diminuto hoyo difuminado, cubierta de gatos furiosos— no significará nada. No será registrada.
No se reconciliará.
El Tifón podría regresar aleatoriamente, inesperadamente, ilógicamente, pero igual de real que antes.
Los gatos se apartan. A muchos les faltan garras y miembros. Tienen cabezas deformadas, pelaje quemado, ojos vacíos. El acto les ha salido caro.
Daniel también se echa atrás. Todo esto le resulta muy familiar… aunque no siempre con gatos. La piedra tira de él apartándole del hoyo, los gatos, los restos del fracasado dios incipiente.
Mete la mano en el bolsillo. Siempre lo hace. Siempre entrega lo que le es entregado, para salvar a todos los que deben ser salvados, y con ese acto acaban sus posibilidades de reunirse con el ser que más ama de todo el mundo… el ser por el que ha realizado este viaje para estar en su compañía.
Quién… o qué. Siempre ha sido la pregunta, ¿no? ¿Qué podríamos ser el uno para el otro?
Atravesé el Caos. La ciudad rebelde moría… rodeada por el Tifón, traicionada por los Príncipes de Ciudad. A pesar de todo, me uní con ella. E hice lo que tenía que hacer. Los dos estuvimos de acuerdo. Yo debía volver al comienzo con un trozo de la Babel, la pieza final… y por insistencia del Bibliotecario, una segunda, como protección en caso de más traiciones, en caso de que se perdiese otra pieza
…
Y de tal forma volé atrás con las últimas sumadoras, y por fuerza bruta encontré un camino a las primeras inteligencias del joven cosmos
.
El único pastor que nunca sueña
.
El mal pastor
.
Jack está a su lado, con la mano en su hombro.
—¿Sabes qué es esto? —pregunta Jack—. Yo tengo claro que no lo sé.
—Es un desastre, eso es —dice Daniel—. Toma —y le da las dos piedras—. Por esta vez, ya he terminado.
Tiadba disfruta del cálido abrazo de alguien a quien nunca ha conocido, nunca ha visto, pero del que sabe mucho. Como fue encontrada a pedazos por todo el cosmos moribundo, y llevada por los Shen a un único lugar, donde un pensador genial le dio la forma de un ser consciente, que de alguna forma escogió ser femenina.
Había conocido al Peregrino enviado a recoger al que sería su padre y había hablado con él… y tomó una decisión clave: convertirse en carne y viajar de vuelta a la Tierra. Y allí…
La amargura y el miedo habían desaparecido… pero la pena permanecía.
La joven progenie se estremeció en el abrazo, incómoda, inquieta. Se acercaba alguien que conocía. Apenas había entrevisto lo que la rodeaba. Otros ojos veían desde otra posición… y a continuación la piel de Tiadba estalla con desgarradores rayos de azul brillante.
Todo el volumen que la rodea se convierte en una esfera de azul glorioso y cegador.
Su visitante está cerca.