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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama

La Ciudad de la Alegría (40 page)

BOOK: La Ciudad de la Alegría
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—¡Paul, gran hermano! —suplicó—. ¡No te acerques, van a matarte!

En aquel momento vieron salir de la carretera que pasaba junto al
slum
a una multitud con banderas y pancartas tachonadas de lemas que clamaban en hindú, en urdú y en inglés: «No queremos leproserías en Anand Nagar». Delante iba un hombre con un megáfono gritando proclamas que repetía la horda, a su espalda. Uno de ellos decía: «¡Aquí no queremos leprosos! Father
sahib go home!
». No era gente del barrio, pero eso no tenía nada de sorprendente: Calcuta era la mayor reserva de manifestantes profesionales de todo el mundo. Cualquier partido político u organización podía alquilar millares de ellos por cinco o seis rupias por cabeza al día. Los mismos que por la mañana aullaban consignas revolucionarias bajo las banderas rojas de los comunistas, por la tarde o al día siguiente desfilaban detrás de las oriflamas de los partidarios del Congreso. En aquella ciudad, con tal hervor permanente de tensiones, todas las oportunidades de expansionarse eran buenas. Cuando vio el emblema del partido de Indira Gandhi en las pancartas que exigían la expulsión de los leprosos, el responsable comunista local, el antiguo contramaestre de los automóviles Hindoustan Motors, que se llamaba Joga Banderkar, de treinta y dos años, también sintió un súbito deseo de manifestarse. Corriendo todo lo aprisa que se lo permitía su pierna derecha atrofiada, fue a avisar a unos camaradas. En menos de una hora, los comunistas del
slum
consiguieron reunir varios cientos de militantes para una contramanifestación. Así pues, la respuesta del padrino al reto de Paul Lambert iba a conducir a un enfrentamiento político: el fenómeno era clásico. Simples altercados entre vecinos degeneraban en una disputa de corralillo, y ésta en batalla campal entre los habitantes de todo un barrio, con heridos y a veces muertos. El día en que el viejo Surya salvó del linchamiento a la infortunada loca que iba a ser víctima del populacho, había explicado al sacerdote este mecanismo de la violencia: «Bajas la cabeza, te humillas, lo soportas todo indefinidamente. Te tragas los rencores contra el propietario de tu chabola que te explota, el usurero que te estruja, los especuladores que hacen subir el precio del arroz, los patronos de las fábricas que no te quieren dar trabajo, los hijos de los vecinos que no te dejan dormir escupiendo los pulmones toda la noche, los partidos políticos que te sacan el dinero y te toman el pelo, los brahmanes que te piden diez rupias por un simple
mantra
. Aceptas el fango, la mierda, el hedor, el calor, los insectos, las ratas. Y un buen día, ¡bang!, se te presenta la ocasión de gritar, de romper, de matar. No sabes por qué. Es algo más fuerte que tú: ¡allá vas!».

Lambert no cesaba de asombrarse de que, en un contexto de semejante dureza, las explosiones de violencia no fuesen más frecuentes. Ni dejaba de admirarle. Cuántas veces había visto en los corralillos peleas que degeneraban al instante en un torrente de insultos y de invectivas, como si cada cual quisiera evitar lo peor. Porque los pobres de Anand Nagar sabían lo que cuesta pelearse. Los recuerdos de los horrores de la Partición y del terror naxalita obsesionaban aún todas las memorias.

Pero esa mañana nada parecía poder evitar el furor de centenares de hombres y de mujeres que atravesaban velozmente el
slum
. Las dos manifestaciones chocaron en la esquina de la Grand Trunk Road. Hubo un violento encontronazo, luego un diluvio de tejas, de ladrillos y de cócteles Molotov lanzados desde los tejados. Paul Lambert volvió a ver la cara ensangrentada de su padre, aquella noche del verano de 1947, cuando policías y huelguistas de las minas se enfrentaron cerca de los pozos del norte de Francia. Pero aquella batalla era aún más cruel. «Por vez primera leía en los rostros algo que yo había creído abolido», explicará. «Descubría el odio. El odio que retorcía las bocas, incendiaba los ojos, empujaba a actos monstruosos, como lanzar una botella explosiva sobre un grupo de niños atrapados en el tumulto, o pegar fuego a un autocar lleno de viajeros, o ensañarse con unos pobres ancianos que no podían huir. Había muchas mujeres entre los combatientes más encarnizados. Reconocí a algunas, aunque sus rasgos convulsos las hacían casi irreconocibles. El
slum
había perdido la razón. Comprendí lo que pasaría el día en que los pobres de Calcuta atacaran los barrios de los ricos».

De pronto se oyó un silbido, luego una detonación que provocó una ráfaga tan brutal que Lambert y Margareta se vieron proyectados el uno hacia el otro. Una botella de gasolina acababa de estallar a sus espaldas. En seguida les envolvió una densa humareda. Cuando se disipó la nube, se encontraron en plena refriega. Imposible huir sin riesgo de que les abatieran allí mismo. Afortunadamente, los combatientes parecían hacer una pausa para entregarse a un rito tan viejo como la guerra, el pillaje. Luego volvieron a llover ladrillos y botellas. La ferocidad alcanzó su paroxismo. Por todas partes había decenas de heridos. Lambert vio a un niño de cuatro o cinco años que recogía uno de los proyectiles al borde de la cloaca. El artefacto estalló, arrancándole la mano. Unos minutos después vio una barra de hierro que brillaba encima de la cabeza de Margareta. Sólo tuvo tiempo de ponerse ante ella y desviar la trayectoria del golpe. Otro asaltante se les echaba encima, armado de una cuchilla. En el momento en que iba a herirles, Lambert vio que una mano le cogía por el cuello y le echaba hacia atrás. Reconoció a Mehbub, su vecino musulmán, que también iba armado de una barra de hierro. Después de la muerte de su mujer, el musulmán había confiado a su anciana madre el cuidado de Nasir, su hijo mayor, y había desaparecido. Y ahora reaparecía como uno de los hombres del padrino. Tenía los ojos tumefactos, la frente y la nariz llenas de cortes, el bigote manchado de sangre, y se parecía más que nunca a la imagen del Santo Sudario ante la cual se había recogido tan a menudo. Mientras, a su alrededor, la lucha seguía con redoblado salvajismo. Los combatientes más frenéticos eran los más jóvenes. Se hubiera dicho que luchaban por placer. Era aterrador. Lambert vio a un adolescente hundiendo su cuchillo en el vientre de una mujer. Entonces distinguió, detrás de los combatientes, la silueta barriguda y las gafas negras de Ashoka, el primogénito del padrino. Hasta entonces, ni él ni su padre habían aparecido en el campo de batalla. Ashoka daba órdenes; el sacerdote comprendió que iba a suceder algo. La espera fue breve. «La carnicería cesó como por arte de magia», contará. «Los asaltantes guardaron sus armas, dieron media vuelta y se fueron tranquilamente. En pocos minutos todo volvió a la normalidad. Sólo los gemidos de los heridos, los ladrillos y otros restos que llenaban la calzada, y el acre olor del humo recordaban que allí acababa de librarse una batalla». Un destello racional había impedido lo irremediable.

El padrino estaba satisfecho. Había dado la lección que deseaba dar, conservando el control de sus tropas. Paul Lambert ya estaba avisado: en Anand Nagar nadie podía desafiarle impunemente.

47

«
CON sus discursos, sus promesas y sus banderas rojas, éramos como pichones cogidos con liga. Apenas les habíamos elegido, cuando todos estos
babúes
de izquierdas se ensuciaban en nuestras manos», contará Hasari Pal, evocando las elecciones que llevaron a la izquierda al poder en Bengala. «Empezaron por votar una ley que obligaba a los jueces a ordenar no sólo la confiscación de los
rickshaws
que circulasen sin licencia oficial, sino además su destrucción. Ellos, los que se decían defensores de la clase obrera, ellos, que siempre tenían en la boca las palabras “reivindicación” y “justicia”, ellos, que se dedicaban a azuzar a los pobres contra los ricos, a los explotados contra los patronos, ahora nos quitaban la herramienta que permitía a cien mil de nosotros impedir que nuestras mujeres y nuestros hijos muriesen de hambre. ¡Destruir los
rickshaws
de Calcuta era como incendiar las cosechas en los campos! ¿Quiénes serían las víctimas de aquella locura? ¿Los propietarios de los carritos? ¡Qué va! Ésos no necesitaban las cinco o seis rupias que les hacía ganar cada día cada carrito para llenarse el estómago. ¡En cambio, para nosotros, Dios mío, era la muerte!».

Como siempre, Hasari buscaba una explicación. El hombre a quien llamaban el Chirlo le dio una. Si los
babúes
del gobierno querían hacer quemar los
rickshaws
que carecieran de permiso, según él era porque esos «señores» no querían competencia. En efecto, se había enterado de que varios
babúes
explotaban sus propios
rickshaws
, habiéndoselas ingeniado para obtener los permisos correspondientes. Gola Rasul, el secretario del sindicato, que parecía un gorrión caído del nido, daba otra explicación. Desde que militaba con los
babúes
comunistas tenía la cabeza repleta de toda clase de teorías que a los ignorantes como Hasari a menudo les costaba entender. «Porque nosotros», confesaba Hasari, «teníamos más ocasiones de desarrollar las pantorrillas que el cerebro».

Rasul afirmaba que los responsables de las persecuciones eran en realidad los tecnócratas del ayuntamiento. Según él, aquellos
babúes
reprochaban a los
rickshaws wallahs
el que trabajasen al margen del sistema gubernamental, es decir, que no dependiesen ni de ellos ni del Estado. «¡Como si el Estado tuviese la costumbre de darse una vuelta por las aceras y los barrios de chabolas para ofrecer trabajo a los muertos de hambre sin empleo!», replicará Hasari. De todas formas, seguía argumentando Rasul, los que tiraban de los
rickshaws
no tenían su lugar en la visión de la Calcuta de mañana. La Calcuta de los tecnócratas debía ser la de los motores, no la de los hombres-caballo. Cinco mil taxis o autobuses más satisfarían más necesidades que el sudor de cien mil infelices. Siempre según Rasul, no era tan difícil de comprender. «Supongamos», explicaba, «que el gobierno encarga cinco mil taxis y autobuses para transportar al millón y medio de personas que circulan todos los días en nuestros carritos. Pues bien, imaginaos lo que ese pedido va a significar para los constructores de vehículos, los fabricantes de neumáticos, para los garajes, para las compañías petroleras. Para no hablar de los laboratorios farmacéuticos, a causa de las enfermedades de los pulmones que va a provocar esta nueva contaminación».

Fuera como fuese, en las oficinas de los
babúes
se opinaba que ciudadanos como Hasari y sus carritos formaban parte del folclore. Empezaron las confiscaciones de los
rickshaws
sin licencia. Nadie se atrevía ya a circular por las grandes avenidas, donde había guardias encargados de la circulación. Pero éstos les esperaban en las paradas. Entonces las cosas sucedían del modo más tonto.

—Enséñame tu licencia —ordenaba el funcionario al primero de la fila.

—No tengo licencia —se excusaba el otro, sacando unas rupias de entre los pliegues de su
longhi
.

Esta vez el policía fingía no ver los billetes. Tenía órdenes muy estrictas. Los
bakchichs
ya no servían de nada. A veces el que tiraba del
rickshaw
ni siquiera respondía. Se contentaba con encogerse de hombros. Era la fatalidad. Y ya estaba acostumbrado a la fatalidad. Entonces el policía hacía encajar los carritos los unos en los otros, y ordenaba que los arrastrasen hasta el
thana
[49]
del barrio. En las aceras, delante de todos los
thanas
, pronto hubo largas serpientes de cientos de
rickshaws
encajados entre sí y con cadenas trabando las ruedas. Todos aquellos carricoches inmovilizados ofrecían un espectáculo de desolación. Parecían los árboles de un jardín desarraigados por un ciclón o peces cogidos en una red. «¡Qué calamidad!», se lamentaba Hasari con sus compañeros. «De todos modos, mientras estuvieran allí, encadenados delante de los
thanas
, aun podía esperarse que algún día se los devolvieran a las personas a quienes permitían vivir». Pero no iban a tardar mucho en tener que renunciar también a esta esperanza. Tal como preveía la ley, los jueces ordenaron la destrucción de los
rickshaws
confiscados. Una noche los cargaron todos en los camiones amarillos del ayuntamiento que servían para recoger la basura, y se los llevaron con rumbo desconocido. Rasul tuvo la idea de hacer seguir los camiones por un espía del sindicato, y de este modo se enteraron de que todos los carritos habían ido a parar al vertedero público de la ciudad, detrás del barrio de los curtidores. Verosímilmente, para ser quemados.

A causa de su dispersión, en general se necesitaba un tiempo bastante largo para reunir un número importante de
rickshaws wallahs
. Esta vez, en menos de una hora organizaron en Lower Circular Road una formidable manifestación con banderolas, pancartas y todos los accesorios habituales en ese tipo de actos. Encabezada por Rasul, el Chirlo y todo el estado mayor del sindicato, la columna se dirigió hacia el vertedero a los gritos de: «¡Nuestros
rickshaws
son nuestro arroz!». Proclamada rítmicamente por las bocinas, la consigna era repetida por millares de gargantas.

A medida que avanzaban, otros trabajadores se unían a ellos: manifestarse ayuda a olvidar que se tiene el estómago vacío. En cada cruce la policía cortaba la circulación para dejarlos pasar. Era la costumbre en Calcuta. Los que reivindicaban algo siempre tenían prioridad sobre los demás ciudadanos.

Así anduvieron durante kilómetros. Después de dejar atrás los últimos suburbios, llegaron a una zona completamente desierta. «Entonces», dirá Hasari, «tuvimos aquella impresión. Primero un hedor que parecía abrasar los pulmones. Como si nos tragaran millares de carroñas. Como si el cielo y la tierra se descompusieran ante nuestra nariz. Necesitamos varios minutos para dominar la náusea y seguir avanzando». A trescientos metros se extendía el inmenso terraplén de donde procedía aquel olor: el vertedero de Calcuta. Un colchón de basuras tan grande como el Maidan donde se agitaban, entre una nube de polvo pestilente, decenas de camiones y de bulldozers. Miríadas de buitres y de cuervos giraban por encima de toda aquella podredumbre. Había tantos que el cielo se había oscurecido como en un día de monzón. Pero lo más asombroso era el número de traperos que se movían como insectos en medio de los detritos.

BOOK: La Ciudad de la Alegría
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