«En cambio, Mehbub era un verdadero náufrago. A los aullidos de su vientre vacío se añadía la angustia de los que no pueden esperar ningún socorro. Por eso su dignidad parecía aún más admirable. Jamás salió una queja de sus labios. La única ocasión en que manifestaba su desaliento era cuando su hija más pequeña le suplicaba llorando que le diese algo de comer. Entonces su bello rostro aparecía devastado por el color. Pero en seguida reaccionaba. Levantaba a la niña y la hacía saltar sobre sus rodillas, luego le contaba una historia, le cantaba una cancioncilla. Y la criatura no tardaba en reír. Olvidando el hambre, se soltaba de los brazos de su padre para reemprender sus juegos en el callejón. Sin embargo, a veces, cuando nada podía calmar sus lloros, Mehbub tomaba a su hija en brazos e iba a un corralillo vecino a mendigar un pedazo de
chapati
. Nunca otro pobre os cerraba su puerta. Era la ley del
slum
.»
C
ON su camisola de algodón gris, su pantalón de tela beige y sus sandalias de verdadero cuero, Musafir Prasad se diferenciaba claramente del pueblo de los hombres-caballo. Después de veinte años de presidio entre las varas de un
rickshaw
, había pasado al lado del capital. A los cuarenta y ocho años, aquel antiguo campesino que había emigrado del Bihar era un «jefe». Era el hombre de confianza del viejo Bipin Narendra, aquel a quien llamaban «el Bihari». Bajo sus cabellos negros y ondulados, que brillaban por efecto del aceite de mostaza, su cerebro funcionaba como una verdadera computadora. Aquel hombre orejudo y con la barbilla curvada como la punta de un zueco, administraba el imperio de trescientos cuarenta y seis vehículos y de unos setecientos esclavos sin la ayuda de un lápiz, por la sencilla razón de que no sabía leer ni escribir. Nada escapaba a la vigilancia diabólica de aquel tirano dotado del don de la ubicuidad. En su alta bicicleta chirriante, recorría todos los días varias decenas de kilómetros, incluso en pleno monzón. A causa de sus piernas un poco arqueadas y de la manera que tenía de contonearse al pedalear, los hombres de los
rickshaws
le habían apodado «el Zancudo». Y lo curioso es que todo el mundo apreciaba al Zancudo en las calles de la inhumana ciudad.
«Cuando el viejo me llamó para que me encargara de todo», cuenta, «creí que Dios me hacía caer el cielo sobre la cabeza. Hacía veinte años que trabajaba para él y siempre me había relegado a tareas accesorias, como las reparaciones de los carritos, las discusiones con los policías, los accidentes, chapuzas. Pero la sacrosanta colecta de los alquileres de los
rickshaws
era algo que sólo él podía hacer. No había faltado ni un solo día. Ni siquiera cuando el agua llega hasta los muslos. Sólo él conocía todos los trucos. Porque aunque la mayor parte pagaban el alquiler de su vehículo por días, los había también que pagaban por semanas o por meses. Algunos pagaban menos porque las reparaciones iban por su cuenta. Otros porque su
rickshaw
circulaba sin autorización legal. Como había dos hombres para cada carrito, eso representaba que había que controlar a setecientos u ochocientos individuos. O sea que se necesitaba una cabeza así de grande. Es decir, como la del viejo.
»Pero un día el viejo empezó a notar el peso de los años. “Escucha, Musafir”, me dijo; “tú y yo nos conocemos desde hace lunas. Los dos somos
biharis
y yo confío en ti. Tú serás mi representante. Desde ahora serás tú quien cobre el dinero, y todas las noches me lo traerás aquí. Te daré cinco
paisa
por cada rupia”.
»El viejo no era alguien con quien pudiera discutirse. Me prosterné para limpiarle el polvo de los pies y me llevé la mano a la frente. “Sois el hijo del dios Shiva, sois mi amo”, respondí, “y os estaré eternamente agradecido”.
»Al día siguiente me levanté a las cuatro, porque quería ir a las letrinas y a la fuente antes que los demás habitantes del barrio. Los cuatro compañeros con los que vivía en un cobertizo cerca de la gran casa del viejo dormían aún. También ellos trabajaban para él como conductor de autobús, obrero, hombre-caballo y ebanista. También ellos eran
biharis
. Lo mismo que yo, habían dejado a sus familias en la aldea para irse a ganar el pan en Calcuta.
»A las cuatro y media monté en mi bicicleta y pedaleé directamente hasta el templo de Laxmi
[17]
, detrás del Jogai Bazar. Era de noche y el brahmán dormía aún detrás de la verja. Agité la campana y terminó por salir. Le di diez rupias y le pedí que celebrara una
puja
para mí solo a fin de que aquel día comenzara con los mejores auspicios. Yo llevaba un cucurucho de arroz, unas flores y dos plátanos. El sacerdote dispuso mis ofrendas sobre una bandeja y entramos en el santuario. Encendió varias lámparas de aceite y luego recitó
mantras
ante la divinidad. Yo repetí oraciones. Aquello me proporcionó una alegría increíble y la certidumbre de que a partir de aquel día iba a ganar muchas rupias. Prometí a Laxmi que cuanto más dinero ganase, más ofrendas le llevaría.
»Después de la
puja
, volví a montar en mi bicicleta y pedaleé en dirección al cruce de Lowdon Street, cerca de la escuela de enfermeras de la clínica Bellevue, donde el viejo tenía seis
rickshaws
. Debido a lo temprano de la hora, todos los hombres estaban aún allí. Dormían sobre el asiento de tela charolada, con las piernas colgando en el vacío. La mayor parte carecían de vivienda. Su
rickshaw
era su casa. Cuando eran dos por vehículo a menudo se originaban conflictos que yo tenía que arbitrar. Pero ¿cómo decir a uno que podía dormir en el asiento de su carrito, y al otro no?
»Luego me fui corriendo hacia Theatre Road, donde el viejo tenía una docena de
rickshaws
. Más tarde enfilé Harrington Street, una bonita calle residencial con mansiones preciosas en medio de jardines y con inmuebles donde habitaban gentes ricas y extranjeros. Ante la verja de una de estas casas siempre había guardias y una bandera norteamericana. El viejo tenía al menos treinta
rickshaws
en este sector. Y como era un barrio rico, era una zona donde siempre había jaleos. Siempre teníamos a uno o dos tipos a quienes la policía les había quitado el carrito con un pretexto u otro. Y allí los policías exigían
bakchichs
más elevados que en cualquier otro lugar, porque sabían que la gente se ganaba mejor la vida. Bastaba con ver la acera de la comisaría de policía en Park Street, delante del colegio de San Javier: allí había permanentemente, durante más de cien metros, una columna de
rickshaws
imbricados unos en otros y encadenados. La primera mañana tuve que hacer no sé cuántas zalemas por tres carritos y untar a aquellos brutos con más de sesenta rupias. Gestiones que complicaban mi contabilidad, porque había que acordarse de aumentar proporcionalmente los alquileres de aquellos carritos durante un número determinado de días.
»Después de Harrington Street, corriendo a las paradas del Mallik Bazar, en la esquina de la gran encrucijada de Park Street y de Lower Circular Road, donde, de los treinta o cuarenta vehículos estacionados, más de una veintena eran también propiedad del viejo. Pero antes frené en seco en la esquina de New Park Street para tomarme un vaso de té. Té muy caliente, muy fuerte y muy azucarado, como solamente Ashu, un gordo punjabí instalado en la acera, sabía hacerlo. El mejor té de las aceras de Calcuta. Ashu mezclaba en su tetera la leche, el azúcar y el té con una gravedad tal que parecía un brahmán haciendo el
arati
[18]
. Yo le tenía envidia por pasarse la vida sentado y sin mover las posaderas, inmóvil en medio de sus utensilios, apreciado y considerado por sus clientes.
»A continuación mis pedaleos me condujeron al mercado de pescado, carne y hortalizas de Park Circus, cerca del cual se estacionaba siempre una cincuentena larga de carritos. A medida que avanzaba mi gira, la parte de la camisa en que metía los billetes se iba hinchando hasta el punto de formar un gran bulto en la cintura. Exhibir un vientre repleto provocaba en Calcuta una sensación extraña. Pero si esa gordura era debida a un colchón de billetes de banco, la cosa era ya completamente de locos. A aquellas horas ya eran muchos los
rickshaws
ocupados o que vagaban por las calles, mientras los hombres hacían sonar su cascabel contra las varas para atraer clientes. Eso me obligaba a recorrer la mitad de la ciudad. Pero al mediodía me resarcía ante las escuelas y colegios del sector, hacia donde convergían dos veces al día centenares de
rickshaws
. Llevar los niños a la escuela y devolverlos a su domicilio es, en efecto, una especialidad de la corporación, y la única oportunidad de tener un ingreso regular, ya que cada colegial solía haber llegado a un acuerdo con alguno de los que tiraban de los carritos. A eso se llamaba un «contrato». Beneficiarse de uno o más contratos cotidianos daba a un hombre la posibilidad de doblar o triplicar la cifra de los giros que mandaba a su familia. También era una buena garantía de honorabilidad respecto a los usuarios. Pero, ¿cuántos tenían esta suerte?
»Para hacer bien mi trabajo, yo sabía que había que tener un corazón de piedra, como mi patrón. De lo contrario, ¿cómo iba a reclamar a un pobre infeliz las cinco o seis rupias de su alquiler cuando el carrito no había dado ni una vuelta de rueda? Yo sabía que para pagar se privaban incluso de comer. ¡Pobres gentes! ¿Cómo tirar de un
rickshaw
en el que se han instalado uno o dos tipos con sus paquetes o dos gruesas señoras rebosantes de grasa, como hay tantas en los barrios ricos, si uno no ha metido nada en el estómago? Así no se puede aguantar mucho tiempo, y un día uno se desploma en mitad de la calle y ya no hay quien le levante.
»A causa de los muertos, yo tenía que encontrar sustitutos incesantemente. ¡Oh, no eran precisamente candidatos lo que faltaban! Pero el viejo siempre había tenido mucho cuidado en elegir bien a sus hombres, a informarse sobre ellos. Nunca había contratado a nadie sin recomendaciones serias. Tenía buenas razones para ello. De política no quería oír hablar en su negocio. Lo que más le obsesionaba eran las reivindicaciones de eso o de aquello, el chantaje, las amenazas, las huelgas. “Musafir, no quiero ni un gusano en mis guayabas”, repetía. Porque los que tiraban de los
rickshaws
tenían ahora sus sindicatos, y el gobierno intentaba infiltrar en sus filas a falsos trabajadores para organizar acciones contra los propietarios. Los que tiran de los
rickshaws
, se decía, tienen que conseguir la propiedad de su carrito. Hasta ahora eso no había ocurrido nunca. Yo conocía muy bien a uno o dos que después de tirar de los carritos habían llegado a ser, lo mismo que yo, representantes de los dueños. También conocía a algunos que habían conseguido cambiar sus varas por el volante de un taxi. Pero no conocía ni a uno solo que hubiese llegado a comprar uno de esos trastos. Ni siquiera uno de los peores, sin matrícula.
»La buena diosa Laxmi no fue insensible ni a mis plegarias ni a mis ofrendas. Al término de mi primera semana, llevé un bonito paquete de ciento cincuenta rupias al
munshi
[19]
acuclillado en la acera ante las verjas de la oficina de correos de Park Street. En la aldea se iban a llevar una buena sorpresa. Su última tarjeta postal, en la que me reclamaban dinero, sólo había llegado dos días antes. Las postales de la familia no decían gran cosa. O bien pedían dinero o decían que el último envío había llegado bien y que habían podido comprar el
paddy
o no sé qué para la tierra. En el pueblo había dejado a mi padre, a mi madre, a mi mujer, tres hijos, dos hijas y tres nueras, además de sus hijos. En total, más de veinte bocas que alimentar para dos pobres
bighas
[20]
. De no ser por mis giros, era el hambre en la choza de barro seco en la que mi madre me parió hacía ya cuarenta y ocho inviernos.
»En la oficina de correos de Park Street, yo tenía mi
munshi
preferido. Se llamaba Souza. Era un cristiano. Procedía del otro extremo de la India, más al sur de Bombay, de un lugar que se llamaba Goa. El
munshi
me recibía siempre con sonrisas y amabilidades de bienvenida, porque éramos muy amigos. Yo le había proporcionado la clientela de mis hombres que trabajaban en la zona, y él me pagaba una comisión por las operaciones que efectuaba con ellos. Era lo normal. No hay nada como los intereses de dinero para establecer vínculos verdaderamente sólidos entre los trabajadores.
»Estaba pensando en todo eso al ver aquella mañana a Ram Chander, uno de los que trabajan para el viejo, que se precipitaba hacia mí con dos billetes de diez rupias en la mano. Ram era uno de los pocos bengalíes contratados por el patrón. La víspera los policías le habían quitado el carrito por falta de farol. Simple pretexto para un
bakchich
en esta ciudad donde ni un solo camión, ni un solo coche llevaban las luces en estado de funcionamiento. Pero si Ram Chander me daba veinte rupias no era para pedirme que fuera a rescatar su
rickshaw
. Era para que contratase al compañero que iba con él. “
Sardarji
, sois el noble hijo de Mâ-Kâli
[21]
”, me dijo. “Este hombre es mi amigo. Es de mi distrito, y su clan y su linaje son conocidos de mí y de todos los míos desde hace generaciones. Es un trabajador animoso y honrado. Por el amor de nuestra madre Kali, dadle un
rickshaw
”.
»Cogí los billetes que me tendía y examiné al hombre, que se había quedado un poco más atrás. Aunque estaba muy delgado, sus hombros y sus brazos parecían fuertes. Le pedí que se levantara el
longhi
y así pude examinar sus piernas y sus muslos. El viejo siempre hacía eso antes de contratar a alguien. Decía que no se da un
rickshaw
a un búfalo con tres patas. Reflexioné un momento y luego dije a los dos bengalíes: “Tenéis suerte. Esta noche ha muerto uno cerca del mercado de Bhowanipur”.»
E
L barrio musulmán de la Ciudad de la Alegría ardía en fiestas. Desde hacía dos días, en todos los corralillos las mujeres desempolvaban los vestidos de gala piadosamente conservados. Los hombres tendían por encima del gris de los tejados y a través de las callejas, guirnaldas de oriflamas multicolores. Electricistas instalaban altavoces y rosarios de bombillas. En cada cruce había confiteros amontonando en bandejas montañas de dulces. Olvidando su miseria y su angustia, los cincuenta mil musulmanes del
slum
se disponían a celebrar una de las fiestas mayores de su calendario, el nacimiento del profeta Mahoma. Las oleadas sonoras de los himnos y de los cánticos transformaban la ciudad de chabolas en una loca verbena. Prosternados por millares en dirección a la mística y lejana Ka’ba, los fieles llenaban las seis mezquitas durante una noche de oración ininterrumpida.