»—¿Cuánto le debo? —preguntó la muchacha al bajar.
»Yo no tenía la menor idea.
»—Déme lo que quiera.
»Hurgó en su portamonedas.
»—Aquí tiene tres rupias. Es más que el precio normal, pero confío en que le dé suerte.
»Cogí los billetes y los apreté contra mi corazón, dándole gracias con efusividad. Estaba muy conmovido. Mantuve la mano así durante largo rato, como para impregnarme de aquel primer dinero que había ganado tirando de un
rickshaw
en Calcuta. El contacto de aquellos billetes me dio como una bocanada de esperanza, la seguridad de que trabajando duramente podría conseguir lo que los míos esperaban de mí, y ser su
mergo
, el que llevase la comida al pico de todos los pajarillos hambrientos de nuestra choza en la aldea.
»Mientras, el dinero de aquella primera carrera quería que fuese para mi mujer y mis hijos. Me precipité a la tienda del vendedor de
gaja
más cercano, y llevando mis buñuelos como únicos pasajeros, eché a correr hacia la acera donde acampábamos. Mi llegada provocó un tumulto inmediato. La noticia de que el morador de una acera se había convertido en un
rickshaw wallah
había corrido de punta a punta de la calle como el ruido de un petardo de Diwali
[29]
. Aunque mi carrito fuese el vehículo más habitual de Calcuta, los niños treparon por las ruedas para sentarse en la banqueta, unos hombres probaron el peso de las varas, las mujeres me miraron con admiración y envidia. Arjuna, dirigiéndose en su carro hacia la guerra del
Mâhabhârata
no hubiera despertado más expectación. Para todas aquellas pobres gentes que, como nosotros, habían huido de su arrozal, yo era la prueba viviente de que siempre hay alguna razón para tener esperanza.
»Aquella acogida me espoleó más que un plato de pimentón. Volví a irme en seguida. Apenas había recorrido unos metros cuando dos enormes matronas me llamaron para que las condujera al cine Hind de la Ganesh Avenue. Entre las dos debían de pesar más de cien kilos y yo creí que mi
rickshaw
iba a hundirse antes de que las ruedas pudiesen empezar a girar. Se oyeron unos chirridos desgarradores y las varas temblaron en mis palmas como cañas en un día de tormenta. Aunque arqueaba mi cuerpo en todas las posiciones, no conseguía encontrar un equilibrio correcto. Era como un búfalo que tuviese que arrastrar una casa. Las dos pasajeras debieron de darse cuenta de mi incompetencia porque una de ellas me ordenó parar. Apenas hubieron bajado, llamaron a otro
rickshaw
. Yo no sabía qué pimentón había comido aquel hombre, pero le vi alejarse a un trotecillo sin más esfuerzo aparente que si llevase al Ganges dos estatuillas de Durga
[30]
.
»Después de esa viva humillación, sentía la urgente necesidad de rehabilitarme. Estaba dispuesto a aceptar a cualquiera, aunque fuese gratuitamente, con tal de que yo también pudiera demostrar de lo que era capaz. La ocasión no tardó en presentarse en la esquina de Park Street, una calle ancha del centro bordeada de arcadas. Un joven y una muchacha que salían de una pastelería con un cucurucho de helado en la mano me hicieron señas para que me detuviese. Él me rogó que levantara la capota y que pusiera el delantal de cuero que se usa durante el monzón, o para disimular a los musulmanes a las miradas indiscretas. ¡Y yo que no tenía aquel accesorio! Lo único que pude proponerles fue desplegar mi
longhi
de recambio, y el joven hizo sentar a la muchacha diciéndome que diera la vuelta a la manzana. Yo estaba intrigado, pero sin querer preguntar más, fijé la tela en la capota y empezamos el paseo sin rumbo fijo. Apenas había doblado la esquina de la calle cuando unos violentos sobresaltos casi me hicieron perder el equilibrio. Mientras me agarraba a las varas para mantener la dirección, no tardé en comprender el origen de aquellas sacudidas. Mi carrito servía de lecho de amor.
»Ya no eres una ciudad maldita, Calcuta. Bendita seas por haberme dado, a mí, pobre campesino desterrado de Bengala, la oportunidad de ganar diecisiete rupias en este primer día. Y bendito seas, Ganesh, por haber apartado de mi camino trampas y peligros, y permitirme hacer siete carreras sin problemas ni accidentes. Decidí dedicar parte de aquel dinero a la compra de un accesorio indispensable para todo el que tiraba de un
rickshaw
digno de este nombre. Nuestro oficio de campesino también posee sus herramientas nobles, como las rejas de los arados y las hoces para segar el arroz que se celebra en la gran
puja
de Vishwakarma
[31]
. El emblema de los que tiran de un
rickshaw
era su cascabel, que llevaban con el índice derecho metido en la correa, y del que se servían haciéndolo sonar para atraer clientes golpeándolo contra las varas. Había cascabeles de todos los tamaños y de todos los precios. Desde los más ordinarios de metal gris hasta unos soberbios de cobre, que brillaban tanto como el planeta Brihaspati. Algunos sonaban de un modo que recordaba a las grullas coronadas cuando pescan en los estanques. Otros hacían pensar en el grito de un alción al perseguir a la libélula. Compré mi primer cascabel por dos rupias al hombre de un
rickshaw
de Park Circus. Tenía una delgada correa de cuero que fijé en el índice, delante de mi sortija con la piedra lunar. Con tales alhajas en el dedo, ¿cómo no sentir dentro de uno grandes energías, cómo no creer en la generosidad de su
karma
?
»No iba a tardar mucho en sentirme menos animoso. Al día siguiente por la mañana, cuando desperté, mis brazos, la espalda y la nuca me dolían tanto que me costó un enorme esfuerzo ponerme en pie. Mi amigo Ram Chander ya me había avisado. Uno no se convierte en hombre-caballo de un día para otro, ni siquiera cuando pertenece a la fuerte raza de los campesinos. El esfuerzo prolongado de tracción, las sacudidas brutales, las agotadoras acrobacias para mantener el equilibrio, la violenta rigidez, a veces desesperada, de todo el cuerpo para frenar bruscamente y evitar una catástrofe, son ejercicios muy penosos cuando apenas se ha comido en los últimos meses y el cuerpo acusa ya un cierto desgaste.
»Aunque seguí los consejos de Ram y me di un masaje con aceite de mostaza de la cabeza a los pies, como hacen los luchadores del puente de Howrah antes de la pelea, fui incapaz de volver a meterme entre las varas de mi
rickshaw
. Me hubiese echado a llorar. Lo confié a la custodia de mi mujer y me arrastré hasta la estación de Park Circus. Estaba finalmente decidido a entregar al representante del propietario las cinco rupias del alquiler del día. Me hubiera privado de comer, hubiese llevado mi piedra lunar a casa del
mohajan
para pagarle aquellas cinco rupias. Era una cuestión de vida o muerte: millares de campesinos hambrientos estaban esperando ocupar mi lugar en el
rickshaw
.
»En Park Circus encontré a Ram. Acababa de recuperar su carrito después del disgusto que había tenido la otra noche con los policías. Pareció divertirle mucho verme encorvado como un viejo.
»—¡Pues eso no es nada! —me dijo muy burlón—. Antes de tres meses también tú escupirás sangre.
»Así me enteré de que aquel tipo que parecía tan fuerte y que daba la impresión de estar tan seguro de sí mismo, tenía la enfermedad de los pulmones.
»—¿Tomas algún medicamento para eso?
»Me miró con sorpresa.
»—¿Bromeas? ¿No has visto las colas de espera en el dispensario? Vas allí al amanecer y a la caída de la tarde aún estás esperando. Es mejor comprarse un poco de
pân
[32]
de vez en cuando.
»—
¿Pân?
»—Claro, para camuflar al enemigo. Cuando escupes no sabes si es sangre o betel. Y entonces no te preocupas.
»Entonces Ram sugirió que visitáramos a nuestro amigo
coolie
en el hospital. Hacía dos días que no íbamos a verle. ¡Habían pasado tantas cosas en aquellos dos días! Compadeciéndose de mí, Ram se ofreció a llevarme en su
rickshaw
. Era más bien cómico. Los demás de la parada se divirtieron enormemente al vernos alejar así a los dos. No tenían muchas ocasiones de divertirse.
»¡Qué curiosa sensación encontrarse de pronto en el lugar de los pasajeros! Aún era más aterrador que ir a pie entre las varas. Todos aquellos autobuses y camiones cuyas carrocerías pasaban tan cerca que casi arañaban la cara. Estaba en un lugar privilegiado para verlo todo, como aquel taxi que se nos echó encima como un elefante furioso, obligando a Ram a hacer una pirueta en el último segundo. O aquel
telagarhi
tan cargado que salió por la derecha, y al que nada, ni siquiera una pared, hubiese podido detener. Yo admiraba la habilidad con que Ram desplazaba sus manos sobre las varas para que sólo las ruedas soportasen el peso del vehículo. Con su cascabel, hubiérase dicho que era una bailarina de Katakali.
»El trayecto hasta el hospital fue muy largo. Todas las calles estaban atestadas de cortejos con banderolas rojas que obstruían completamente la circulación. Aquellos desfiles parecían formar parte del decorado de Calcuta. Yo ya había visto varios. Aquí los trabajadores estaban organizados y tenían la costumbre de reivindicar derechos por cualquier motivo. En las aldeas aquello no existía. En nuestros campos, ¿a quién íbamos a reclamar alguna cosa? No se puede protestar contra el cielo porque aún no ha enviado el monzón. Aquí había un gobierno al que era posible expresar el descontento. Aparte de todo, estas manifestaciones complicaban la vida a los
rickshaws
.
»Nos detuvimos en un bazar para comprar fruta. Esta vez fui yo quien pagué con el dinero que me quedaba de la víspera. También compré un ananá que hice pelar y cortar en rodajas. Podríamos comerlo con el
coolie
.
»El hospital siempre desbordaba de gente. Nos dirigimos derechamente al edificio en el que habíamos visto a nuestro compañero la última vez. Antes de entrar Ram encadenó una rueda de su
rickshaw
a una farola y se llevó los objetos que había en su caja. En la puerta de la sala de los operados estaba el mismo enfermero, y pudimos entrar sin tropiezos después de meterle dos rupias en el bolsillo. Seguía reinando aquel olor espantoso que se agarraba a la garganta y casi no dejaba respirar. Nos metimos por entre las hileras de camas hasta la de nuestro amigo, que estaba al fondo, cerca de la ventana, al lado del niño aquel de las quemaduras a quien yo había hecho comer una naranja. Como me costaba andar a causa de las agujetas, Ram iba delante, y de pronto oí que desde lejos me gritaba: “¡Ya no está!”
»La cama de nuestro amigo estaba ocupada por un viejo musulmán con barbita, que tenía todo el cuerpo lleno de vendajes. No pudo decirnos nada de él. Tampoco el enfermero. Hay que decir que ni siquiera conocíamos el nombre del
coolie
herido. ¿Había sido trasladado a otro lugar? ¿O simplemente le habían dicho que se fuera para dejar su cama a otro? Recorrimos varias salas. Incluso conseguimos entrar en la habitación que había al lado del lugar donde se hacían las operaciones. Nuestro compañero había desaparecido. Al salir del edificio vimos a dos enfermeros que llevaban una camilla con un cadáver. Reconocimos a nuestro amigo. Tenía los ojos abiertos. Las mejillas estaban muy hundidas y grises de barba. Sus labios no se habían cerrado. Parecía como si fuese a decir algo. Pero nada se movió. Para él todo había terminado. Me pregunté si volvería a haber carritos de mano en su siguiente encarnación. O si sería un
sardarji
.
»Ram preguntó a los enfermeros para saber dónde llevaban a nuestro compañero.
»—Es un indigente —respondió el de más edad—. Vamos a echarlo al río.»
L
A muerte del niño Sabia modificó el comportamiento de los musulmanes del barrio para con Paul Lambert. Disipó sus reticencias. Hasta los más recelosos le dirigían ahora sus «¡Salam, Father!». Los niños se peleaban para tener el honor de llevar su cubo camino de la fuente. Entonces sucedió algo más que completó esta transformación. Varias puertas más allá vivía una muchacha de quince años que se había vuelto ciega a consecuencia de una infección fulminante. Sus ojos estaban purulentos y sufría tanto que maldecía a todo el mundo. Como muchos musulmanes consideran que la ceguera es una maldición, la creían poseída por el demonio. Se llamaba Banoo. Llevaba largas trenzas, como las princesas de las miniaturas mongoles.
Un día su madre fue a ver a Paul Lambert juntando las manos con aire suplicante.
—
Daktar
[33]
, por el amor de Dios, haz alguna cosa por mi pequeña —le suplicó.
¿Cómo curar semejante infección cuando se posee por toda farmacopea unas aspirinas, un poco de elixir paregórico y un tubo de una vaga pomada? Lambert decidió no obstante aplicar un poco de pomada en los ojos de la muchacha. Tres días después, milagro: la infección se había curado. Y al cabo de una semana, Banoo recobraba la vista. La noticia corrió como un reguero de pólvora: «Hay un brujo blanco en el barrio».
Aquella hazaña valió al francés su certificado definitivo de integración y una notoriedad de la que gustosamente hubiera prescindido. Docenas de enfermos y de inválidos tomaron el camino del 19 Fakir Bhagan Lane. Tuvo que procurarse otros medicamentos. Su cuarto se convirtió en un refugio de las mayores calamidades. Nunca se vaciaba. Cierta mañana unos porteadores depositaron allí a un hombre barbudo cuya hirsuta cabellera estaba cubierta de cenizas. Iba atado a una silla y no tenía ni piernas ni manos. Era un leproso. Sin embargo, su rostro juvenil irradiaba una alegría sorprendente en semejante desheredado.
—Gran hermano, me llamo Anonar —anunció—. Tienes que cuidarme. Ya ves que estoy muy enfermo.
Entonces su mirada se posó en la imagen del Santo Sudario.
—¿Quién es? —preguntó sorprendido.
—Es Jesús.
El leproso pareció incrédulo.
—¿Jesús? No, no es posible. No se parece al otro. ¿Por qué tu Jesús tiene los ojos cerrados y una cara tan triste?
Paul Lambert sabía que la iconografía india reproducía abundantemente la imagen de un Cristo rubio y de ojos azules, triunfal y coloreado como los dioses del panteón hindú.
—Porque ha sufrido —dijo—, por eso está triste.
El sacerdote comprendió que había que explicar algo más. Una de las hijas de Margareta acudió en su ayuda y tradujo sus palabra en bengalí.