¡La India! Un continente con un potencial de riqueza excepcional, donde aún existían zonas y estratos de una pobreza abrumadora. Un país de intensa espiritualidad y de violentísimos conflictos sociales, políticos y religiosos. Un país de santos como Gandhi, Aurobindo, Ramakrishna, Vivekananda, y de responsables políticos a veces odiosamente corrompidos. Un país que fabricaba cohetes y satélites, pero en el que ocho habitantes de cada diez no se desplazaban más que al paso de los bueyes que tiraban de carretas. Un país de una belleza y de una variedad incomparables, y también de horribles visiones como los barrios de chabolas de Bombay o de Calcuta. Un país donde lo sublime se codeaba a menudo con lo peor, pero en el que lo uno y lo otro eran siempre más vivos, más humanos y en último término más atractivos que en cualquier otro lugar.
Impaciente por partir, Paul Lambert pidió un permiso de residencia. Fue el comienzo de un purgatorio que debía durar años. Durante cinco años las autoridades indias prometieron un mes tras otro la entrega de aquel indispensable sésamo. En efecto, a diferencia de un visado de turismo temporal, un permiso de residencia exigía la aprobación del Ministerio de Asuntos Extranjeros de Nueva Delhi. Naturalmente, en su petición, Paul Lambert había hecho constar que era sacerdote, y ello originó dificultades. Desde hacía algún tiempo, la India ya no permitía la entrada en su territorio de misioneros extranjeros. Los motivos de esta prohibición nunca habían sido precisados de modo oficial. Se habían denunciado conversiones masivas de hindúes al cristianismo.
En espera de su visado, Paul Lambert se instaló en las barracas de unos argelinos del barrio de Saint-Michel de Marsella, y luego en un centro de inmigrantes senegaleses de Saint-Denis, cerca de París. Fiel a su ideal de fraternidad, lo compartía todo: el trabajo extenuante con una remuneración inferior a los salarios legales, los jergones de los presidios para dormir, los infames guisotes de la pitanza de los dormitorios. Fue sucesivamente peón, ajustador, tornero, fundidor y administrativo.
El 15 de agosto de 1965, quinto aniversario de su ordenación, Paul Lambert decidió que su espera ya había durado demasiado. De acuerdo con sus superiores, solicitó un simple visado de turismo. Esta vez, en la casilla correspondiente a profesión escribió: «obrero cualificado». Al día siguiente se le devolvió el pasaporte con el precioso visado debidamente estampillado con el sello de los tres leones del emperador Ashoka, que los fundadores de la India moderna eligieron como emblema de su república.
Aunque aquello sólo le autorizaba a permanecer en la India durante tres meses, la gran aventura de su vida podía empezar. Una vez en Calcuta —el destino que se le había asignado—, trataría de obtener un permiso de residencia permanente.
Bombay,
the gateway of India
, «la puerta de la India». Por este puerto de la costa occidental, que durante tres siglos fue la primera visión del continente para centenares de millares de soldados y de funcionarios británicos, Paul Lambert hizo su entrada en la India. Para familiarizarse con el país antes de ir a Calcuta, en el otro extremo de la inmensa península, eligió el camino más largo. En la estación Victoria, prodigiosa caravanera erizada de campanarios neogóticos, subió a un vagón de tercera clase de un tren cuyo destino era Trivandrum y el sur.
El tren se detenía en todas las estaciones. Entonces todo el mundo bajaba al andén para guisar, lavarse, hacer sus necesidades en medio de un hormigueo de mercaderes, porteadores, vacas, perros y cornejas. «Yo miraba a mi alrededor y hacía lo mismo que los demás», escribió Paul Lambert en una carta a los suyos. Sin embargo, al comprar una naranja descubrió que no era «como los demás». Pagó con un billete de una rupia, pero el vendedor no le devolvió el cambio. Al reclamarlo, recibió una mirada furiosa y llena de desdén. ¿Cómo un
sahib
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podía estar tan pendiente de unos céntimos? «Pelé la naranja y arranqué unos gajos cuando una niña se plantó ante mí y me miró con sus grandes ojos negros de
khol
. Desde luego, le di toda la fruta y se fue corriendo. La seguí. Había ido a compartirla con sus hermanos y hermanas». Al cabo de un instante ya sólo podía ofrecer una sonrisa al joven limpiabotas que giraba en torno a mí. Pero una sonrisa no llena el estómago. Paul Lambert hurgó en su mochila y le tendió el plátano que pensaba comerse cuando no estuviera expuesto a las miradas de los otros. «A aquel ritmo, estaba condenado a perecer muy pronto de inanición. Tenía la impresión de que toda la miseria del tercer mundo se había dado cita a mi alrededor. Lo más duro era cuando me daban las gracias. ¿Cómo aceptar que un ciego o un niño se prosterne ante uno para tocarle los pies? Si fácil es dar una limosna, difícil es rechazarla». Paul Lambert pensaba en una frase de Helder Camara, el obispo brasileño de los pobres. «Nuestros actos de ayuda hacen a los hombres aún más necesitados», afirmaba, «excepto si van acompañados de actos destinados a extirpar la raíz de la pobreza».
Al hacinamiento de los vagones se añadía un calor de invernadero, un polvo cargado de hollín que irritaba la garganta, olores, gritos, llantos y risas que hacían de ese trayecto en tren un camino ideal para conocer a un pueblo. En la cantina de una estación del sur Lambert tomó su primera comida india. «Empecé por observar a la gente», contaría más tarde. «Comían sólo con los dedos de la mano derecha. Hay que hacer una tremenda gimnasia para formar bolitas con el arroz y mojarlas en la saliva sin que se deshagan. Y sin quemarse los dedos hasta el hueso. En cuanto a la boca, el esófago y el estómago, ¡qué ardores a causa de las especias asesinas! Yo debía de ofrecer un espectáculo más bien cómico, porque todos los clientes de aquel figón se partían de risa. No todos los días es posible reírse de un pobre
sahib
que hace grandes esfuerzos por ganarse el certificado de indianización».
Al cabo de diez días, después de una corta escala en un barrio de barracas cerca de Madrás, Paul Lambert llegaba a Calcuta.
N
INGÚN tipo de miseria, ni siquiera la penosísima situación de vivir en una acera de Calcuta, podía alterar los ritos del pueblo más limpio del mundo. Con el primer chirrido del tranvía en los raíles de la avenida, Hasari Pal se levantaba para atender «la llamada de la naturaleza» en la alcantarilla a cielo abierto que corría al otro lado de la calle. Una formalidad que cada vez iba a ser más breve en aquel hombre privado de alimentación. Se levantaba el taparrabos de algodón y se ponía en cuclillas sobre el canalón. Docenas de hombres hacían lo mismo al borde de la acera. Nadie les prestaba atención. Aquello formaba parte de la vida y del decorado. Aloka y las demás mujeres habían hecho lo mismo más pronto, antes de que los hombres despertaran. Luego iba a hacer cola en la fuente para lavarse. En realidad, la fuente era una boca de incendios que estaba a la misma altura que la calzada. De allí salía un agua negruzca, directamente bombeada del Hooghly, el brazo del Ganges que atravesaba Calcuta. Cuando llegaba su turno, Hasari se sentaba sobre los talones, se vertía una escudilla de agua sobre el cráneo y se frotaba vigorosamente de la cabeza a los pies con el jabón de los pobres, una bolita formada por una mezcla de arcilla y cenizas. Ni el frío invernal ni los retortijones de los estómagos vacíos aceleraban el cumplimiento de ese rito ancestral de purificación al que se entregaba piadosamente todas las mañanas el pueblo de las aceras, desde los más viejos a los más jóvenes.
Hasari se dirigía entonces con sus dos hijos mayores al Barra Bazar. Este mercado rebosaba siempre de tantas mercancías que por fuerza tenía que encontrarse algo de comer más o menos averiado en los montones de desperdicios. Centenares de náufragos famélicos vagaban como Hasari y sus hijos por el dédalo de los callejones, todos en busca del mismo milagro: descubrir a un paisano de su aldea, de su distrito, de su provincia; a un pariente, a un conocido, a un amigo de amigos; a un miembro de su casta, de su subcasta, de una rama de su subcasta; en resumen, alguien que aceptase tomarlos bajo su ala protectora, encontrarles dos o tres horas, tal vez un día entero, o incluso, ¡oh maravilla!, varios días de trabajo. Esta búsqueda incansable no era tan ilusoria como podía parecer, porque como en la India todo individuo está vinculado al resto del cuerpo social por una red de lazos increíblemente diversificados, nadie, en este gigantesco país de setecientos millones de habitantes, se encontraba nunca completamente abandonado. Excepto Hasari Pal, a quien la «ciudad inhumana» parecía rechazar obstinadamente. Aquella mañana del sexto día había dejado a sus hijos escarbando en las basuras para ir a recorrer una vez más el bazar en todas direcciones. Había ofrecido sus servicios a docenas de tenderos y transportistas. Incluso había seguido algunas pesadas carretas con la esperanza de que uno de los
coolies
acabase por caer extenuado, y así poder ocupar su lugar. Hambriento, con la cabeza vacía y el corazón desesperado, el antiguo campesino terminó por desplomarse junto a una pared. En su vértigo oyó una voz:
—¿Quieres ganarte unas rupias? —preguntaba un hombrecillo con gafas que más parecía un empleado de oficina que un comerciante del bazar.
Hasari miró al desconocido con asombro y le dijo por señas que sí.
—No tienes más que seguirme. Te llevaré a un lugar donde te sacarán un poco de sangre y te darán treinta rupias. Quince para mí y quince para ti.
—¡Treinta rupias por mi sangre! —exclamó Hasari petrificado—. ¿Quién va a querer la sangre de un desgraciado como yo, y darme además treinta rupias?
—Especie de animal, la sangre es la sangre —replicó vivamente el hombre de las gafas—. Tanto si es de un pandit como de un paria, de un
marwari
que rebosa dinero como de un mendigo como tú, siempre es sangre.
Abrumado por esta lógica, Hasari hizo un esfuerzo por ponerse en pie y siguió al desconocido.
Aquel hombre pertenecía a una profesión abundantemente ejercida en esta ciudad en la que la menor fuente de ganancias atraía siempre a una nube de parásitos que allí llamaban los «middlemen», los intermediarios. Por cada transacción o prestación de servicios, había así uno o varios intermediarios que percibían su diezmo. El individuo de las gafas era un ojeador. Buscaba donantes por cuenta de uno de los numerosos bancos de sangre privados que florecían en Calcuta. Su procedimiento era siempre el mismo. Merodeaba por los alrededores de los edificios en construcción, de las fábricas, de los mercados, allí donde sabía que iba a encontrar hombres sin trabajo dispuestos a aceptar cualquier cosa por unas rupias. Los tabúes del Islam, que prohibían a los musulmanes dar su sangre, hacían que sólo se interesase por los hindúes.
Para un hombre que ya había agotado todos los recursos, vender su sangre significaba una última posibilidad de sobrevivir. Y para unos astutos comerciantes sin escrúpulos era la ocasión de hacer fortuna. En una inmensa metrópoli como Calcuta, las necesidades de sangre que había en los hospitales y en las clínicas se elevaban a decenas de millares de frascos de doscientos cincuenta centilitros por año. Los cuatro o cinco bancos oficiales del Estado de Bengala eran incapaces de satisfacer esta demanda, y era normal que unos contratistas privados intentaran aprovecharse de este mercado. En Calcuta cualquiera podía abrir un banco de sangre. Bastaba con comprar la complicidad de un médico, registrar su nombre en una solicitud que se hacía al departamento de Sanidad, alquilar un local, adquirir un refrigerador, unas jeringuillas, pipetas y frascos, y contratar a un auxiliar de laboratorio. Resultado: una actividad en pleno auge que, según se decía, proporcionaba unas ventas anuales de más de diez millones de rupias, un millón de dólares. Al parecer, sólo la despiadada competencia que se hacían entre sí esos negocios, privados o no, podía limitar el aumento de sus beneficios. Sin saberlo, Hasari Pal acababa de entrar en relación con uno de los
rackets
mejor organizados de esta ciudad, que ya contaba con muchos otros, según los expertos, mostrando una habilidad y una organización como para hacer palidecer de envidia a Nápoles, Marsella o Nueva York.
Hasari siguió a su «bienhechor» de las gafas a través de las calles del barrio comercial, luego a lo largo de la avenida Chowringhee, y por fin hasta Park Street, la arteria de las tiendas de lujo, de los restaurantes y de las
boîtes
. En la parte alta de ésta y en las calles cercanas se encontraban varias oficinas. La del número 49 de Randal Street ocupaba un antiguo garaje. Apenas Hasari y el ojeador llegaron a su altura, fueron abordados por un hombre de cara macilenta y con la boca enrojecida por la mixtura de betel.
—¿Venís para la sangre? —preguntó en voz baja.
El hombre de las gafas asintió con ese sutil e inimitable balanceo de la cabeza tan propio de los indios.
—Entonces seguidme —dijo el desconocido, guiñando un ojo—. Sé dónde dan cuarenta rupias. Cinco para mí y el resto para vosotros dos. ¿De acuerdo?
El hombre era otro componente del
racket
, y trabajaba por cuenta de un banco de sangre rival que se encontraba dos calles más lejos. Una muestra ostentaba las iniciales de sus tres propietarios. La C.R.C. era una de las oficinas más antiguas de Calcuta. Las diez rupias suplementarias que ofrecía no tenían nada que ver con la generosidad. Extraía a cada donante trescientos mililitros en vez de los doscientos cincuenta habituales. Aunque añadía a la retribución una prima nada desdeñable para un muerto de hambre: un plátano y tres galletas azucaradas.
Su principal organizador era un hematólogo de fama, el doctor Rana. También él era una de las piezas del
racket
. Era director de uno de los bancos de sangre oficiales, y no le costaba nada desviar a donantes y compradores hacia su oficina privada. Nada más fácil. Bastaba con hacer saber a los donantes que se presentaban en el banco de sangre oficial que la C.R.C. pagaba mejor. En cuanto a los clientes que acudían para procurarse sangre para una urgencia o en previsión de una operación, el médico les informaba que provisionalmente no había reservas de frascos del grupo sanguíneo deseado. Y les mandaba a su C.R.C.
Pero tales procedimientos no eran más que inocentes juegos comerciales en comparación con la falta de precauciones médicas que se daba en la mayoría de estas oficinas. La Organización Mundial de la Salud había dictado un cierto número de normas obligadas respecto a los análisis que había que hacer antes de cualquier extracción de sangre con vistas a una transfusión. Análisis sencillos y poco costosos que permitían descubrir entre otras cosas la presencia de los virus de la hepatitis B o de enfermedades venéreas. Pero en la C.R.C., como en la gran mayoría de los bancos de sangre privados, en aquella época se reían de los virus. Sólo contaba el rendimiento.