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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama

La Ciudad de la Alegría (3 page)

BOOK: La Ciudad de la Alegría
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El tiempo de sembrar el arroz había llegado. Cada familia fue a ofrendar su
puja
a los dioses. Hasari fue con su padre y sus hermanos ante el altarcito que había al pie del baniano en la entrada de los campos. «Gauri, te ofrezco este grano», recitó el padre, depositando un grano de arroz ante la imagen de la esposa del dios Shiva, la protectora de los campesinos. «Danos mucha agua y devuélvenos cien granos a cambio». Tres días después unas benéficas tormentas regaron el semillero.

Hasari estaba seguro de que aquel año los dioses miraban con buenos ojos a los campesinos de Bankuli. Su padre no había dudado en pedir un nuevo préstamo de doscientas rupias al usurero calvo con la garantía de una parte de la futura cosecha. Hasari había gastado veinticinco rupias en alquilar una yunta de bueyes y labrar el campo en profundidad, unas cuarenta rupias para las semillas, y había consagrado el resto a la compra de abonos e insecticidas
[3]
. Sería una de las mejores cosechas. Y como las lluvias que precedían al monzón habían caído a su debido tiempo, los Pal podrían ahorrarse el alquiler de la bomba de agua. Afortunadamente, porque eso suponía seis rupias por hora. ¡Una fortuna!

Cada mañana, con su padre y sus hermanos, Hasari iba a ponerse en cuclillas al borde del campo. Allí se quedaba horas enteras contemplando el crecimiento de los tiernos brotes de un verde claro. El comienzo del monzón estaba anunciado para el viernes 12 de junio.

El viernes no es un día muy propicio en el calendario hindú, pero no importaba mucho: el monzón es el monzón, y su llegada es el regalo anual de los dioses al pueblo de la India.

3

H
OMBRES, mujeres, niños, todos, hasta los animales, observaban ansiosamente el cielo. Por lo común se levanta un fortísimo viento pocos días antes de que estalle el monzón. El cielo se oscurece bruscamente. Las nubes invaden la tierra. Se precipitan unas sobre otras, como el algodón que se carda. Recorren la superficie de los campos a una velocidad fantástica. Luego les suceden otras nubes, enormes, como bordadas de oro. Unos minutos más tarde estalla una ráfaga formidable, un huracán de polvo. Por último, una nueva oleada de nubes negras, esta vez sin rebordes dorados, sume el cielo y la tierra en las tinieblas. Un interminable fragor de trueno sacude el espacio. Y es el desencadenamiento. Agni, el dios del fuego de los Veda, el protector de los hombres y de sus hogares, lanza sus rayos. Las gruesas gotas calientes se transforman en cataratas. Los niños se arrojan desnudos bajo el diluvio aullando de alegría. Los hombres exultan, y las mujeres, al abrigo de las galerías cubiertas, cantan en acción de gracias.

El agua. La vida. El cielo fecunda la tierra. Es el renacer. La victoria de los elementos. En pocas horas la vegetación brota por todas partes, los insectos se multiplican, las ranas salen por miríadas, los reptiles pululan, los pájaros gorjean construyendo sus nidos. Y sobre todo, los campos se cubren como por encanto de un plumón del verde más hermoso, cada vez más espeso y cada vez más alto. El sueño y la realidad coinciden. Al cabo de una o dos semanas, en el cielo, por fin apaciguado, aparece el arco de Indra, el rey de todos los dioses, el señor de los elementos y del firmamento. Para los humildes campesinos este arco iris revela que los dioses han hecho la paz con los hombres. Habrá una buena cosecha.

Un buen monzón significaba que el campo de los Pal, que no medía más que un cuarto de hectárea, produciría alrededor de quinientos kilos de arroz. Como para alimentar a toda la familia durante más de tres meses. En espera de la próxima cosecha, los hombres deberían alquilar sus brazos a los
zamindars
, empleo muy incierto que a menudo sólo proporcionaba de cuatro a cinco días de trabajo al mes, en ocasiones tan sólo unas horas. En aquellos tiempos la remuneración de la jornada era tres rupias, un cuarto de dólar, más una porción de arroz inflado y seis
bidi
, unos cigarrillos en forma de cucurucho que se hacen con una pizca de tabaco liado con una hoja de
kendu
.

Pero el viernes 12 de junio terminó sin que se viera la menor nube. Los días siguientes el cielo siguió mostrándose de un blanco acerado. Por fortuna, Hasari había tomado la precaución de hacerse reservar la bomba de riego. Al no poderse permitir ese lujo, Ajit, el vecino de los Pal, se lamentaba. Al cabo de unas semanas, los brotes más tiernos de su pequeño arrozal viraron hacia el amarillo. Los más viejos de la aldea rebuscaron en su memoria para tratar de recordar cuándo, en tiempos pasados, el monzón se había hecho esperar tanto. Uno de ellos recordó que el año de la muerte del
mahatma
Gandhi no se había presentado hasta el 2 de julio. Y el año de la guerra con los chinos, prácticamente no había habido monzón. Otras veces, como el año de la muerte del toro premiado, había caído con tanta fuerza, hacia el 15 de junio, que todos los planteles se habían inundado. Peor todavía.

La inquietud empezó a dominar a los más optimistas. ¿Es que Bhâgavan, el Gran Dios, se había enojado? Junto con sus vecinos, los Pal fueron a pedir al sacerdote que celebrara una
puja
para pedir la lluvia. Como precio de sus servicios el brahmán pidió dos
dhotis
para él, un sari para su mujer y veinte rupias, un dólar sesenta. Todos se precipitaron a solicitar un nuevo préstamo al
mohajan
. Antaño una
puja
consistía en sacrificar un animal, por ejemplo un macho cabrío. Actualmente ya casi no se hacían sacrificios de animales. Costaban demasiado caros. El sacerdote se contentó con encender una mecha impregnada de
ghee
, la manteca clarificada ritual, ante la estatua de Ganesh, el dios que da la suerte. Luego hizo arder unos bastoncillos de incienso y salmodió unas
mantras
[4]
que los campesinos escucharon respetuosamente.

Pero ni Ganesh ni los demás dioses oyeron las plegarias y Hasari se vio obligado a alquilar la bomba de riego. Durante seis horas, los espasmos de la máquina inundaron los brotes del campo de los Pal con la sangre indispensable para su crecimiento. Adquirieron un hermoso color de esmeralda y crecieron diez centímetros. Entonces se hizo urgente el trasplante. En la inmensa llanura de cultivos, más allá del cuadro verde de su campo, Hasari veía docenas de cuadrados ya amarillos. Los que no habían podido dar agua suficiente a su arrozal medían ahora la magnitud del desastre. Para ellos no habría cosecha, el espectro del hambre asomaba por el horizonte.

Ahora ya nadie escrutaba el cielo. El aparato de radio del
mohajan
afirmaba que aquel año el monzón llegaría con mucho retraso. Aún no había llegado a las islas Andaman. Estas islas se encuentran muy lejos en el mar de Bengala, frente a la costa de Tailandia. De todos modos, la radio ya no podía decir nada nuevo a los campesinos de Bankuli. «Sólo podía traernos mala suerte», pensaba Hasari. «Sabíamos que hasta que no viéramos al cuco-arrendajo, tardaría en llegar la lluvia».

A comienzos de julio varios
bauls
de ocres ropajes atravesaron la aldea. Los
bauls
son monjes itinerantes que cantan la gloria del dios Krishna. Se detuvieron cerca del santuario de Gauri, bajo el baniano que hay donde terminan los campos, y empezaron a cantar, puntuando sus estrofas con chirridos de una especie de laúd de una cuerda, campanillas y unos címbalos minúsculos. «Pájaro de mi corazón, no seas vagabundo», imploraba su melopea. «¿Es que no sabes que tu vagar nos hace sufrir? ¡Oh! Ven, pájaro, y trae contigo nuestra agua».

Ahora toda la atención de los Pal estaba fija en el estanque que servía de depósito de agua comunal. Su nivel descendía a ojos vistas. Los aldeanos discutían interminablemente calculando el tiempo que iban a tardar las bombas de riego en vaciarlo, teniendo en cuenta la evaporación, de tanta importancia en medio de aquel calor tórrido. El momento fatídico llegó el 23 de julio. Hubo que recoger los peces que se agitaban en el lodo y repartirlos. En aquellos tiempos angustiosos, fue la ocasión de fiestas inesperadas. Comer pescado era una verdadera suerte. No obstante, en muchos hogares, madres de familia previsoras renunciaron a esos festines e hicieron secar los pescados.

En el campo de los Pal el luminoso verde esmeralda se tornó muy pronto verde grisáceo, luego amarillento. El arroz se encorvó, se encogió y finalmente murió. Aquel arroz que habían acariciado, palpado, auscultado. Aquel arroz con el cual habían sufrido, inclinado la cabeza, envejecido. «No podía decidirme a abandonarlo», confesará Hasari. «Abrumado por la magnitud del desastre, estaba allí, inmóvil, al borde de mi campo». Ante cada parcela había campesinos anonadados que también permanecieron allí durante toda la noche, con la cabeza gacha. Tal vez pensaban en la lamentación del faquir loco de Dios: «En mi campo había un tesoro, pero ahora es otro quien posee la llave y ese tesoro ya no me pertenece».

Al amanecer, Hasari tuvo que resignarse. Volvió a su casa, se sentó en la galería con su padre y sus hermanos. El viejo Prodip resumió la situación: «En esta estación ya no volveremos al campo». Unos instantes después Hasari oyó que su madre levantaba las tapaderas de las vasijas alineadas en el cobertizo. Contenían el arroz que los Pal habían puesto aparte en espera de la futura cosecha. La pobre mujer calculaba el tiempo que su familia podría resistir con las escasas reservas. Hasari conocía la respuesta. «Racionándonos, y reservando unos puñados de grano para las ofrendas a los dioses, teníamos comida para dos meses». Su mujer, sus cuñadas y los niños se acercaron. Todos comprendían que algo iba mal. La anciana volvió a cerrar las vasijas y declaró con aparente serenidad: «Tenemos arroz para más de cuatro meses. Luego habrá las hortalizas». Tranquilizados, grandes y pequeños volvieron a sus ocupaciones. Sólo Hasari se quedó atrás. Vio caer lágrimas por las mejillas de su madre. El padre también se había levantado. Posó su mano sobre el hombro de su mujer. «Nalini, madre de mis hijos», dijo, «tú y yo nos privaremos de comer para que el arroz dure más. Los hijos no deben sufrir». Ella asintió con la cabeza y se sonrieron.

Muchos habitantes de la aldea ya no tenían nada. El primer indicio de esta realidad fue la desaparición de las familias más pobres, las de los
intocables
. Habían comprendido: aquel año no habría un grano de arroz que espigar en los campos. Nadie hablaba de ellos, pero se sabía que se habían ido a la gran ciudad de Calcuta, que distaba un centenar de kilómetros. Luego llegó el turno de los padres y de los hijos primogénitos en las casas donde las vasijas estaban vacías. Más tarde familias enteras se pusieron en camino hacia la ciudad.

La partida de sus vecinos afectó de un modo particular a los Pal. Se conocían desde hacía muchas lunas. Antes de abandonar su casa, el viejo Ajit rompió sus cacharros de barro cocido y apagó la lámpara de aceite, la llama que arde permanentemente en todos los hogares. Algunas estaban encendidas desde hacía generaciones. Con mano un poco temblorosa, despegó las imágenes de los dioses que presidían el altarcito familiar y las guardó en su morral. Eran dioses muy sonrientes, y sus sonrisas parecían fuera de lugar aquella mañana. Prem, el hijo mayor, depositó flores y unos granos de arroz en el agujero que había junto al umbral. Era el agujero de la cobra. Prem recitó una plegaria a la serpiente, suplicándole que «guardase la casa y que la defendiera hasta nuestro regreso». Por desgracia, en aquel momento el lagarto chik-chiki emitió varios gritos estridentes. Era un presagio desfavorable. Para engañar a los malos espíritus, el viejo Ajit debía atraerlos hacia una pista falsa. Partió solo y se dirigió hacia el norte, antes de desviarse lentamente hacia el sur, donde se le reuniría su familia. El primogénito antes de irse abrió la jaula del papagayo. Al menos él sería libre. Pero en vez de dirigirse derechamente hacia el cielo, el pájaro pareció desamparado. Después de una vacilación, se puso a revolotear de mata en mata detrás de sus amos que se alejaban en medio del polvo.

En la aldea el verano concluyó sin que cayera ni un aguacero, y volvió la estación de la sementera invernal. Pero al faltar el agua, no iba a haber sementera invernal. Ni lentejas ni batatas ni arroz de invierno.
Bhaga
, la única vaca que les quedaba a los Pal, no era más que piel y huesos. Hacía ya tiempo que no podían darle paja, y no digamos salvado. La alimentaban con el corazón de tres bananos que daban un poco de sombra a la choza. Una mañana Hasari la encontró tendida de costado, con la lengua fuera. Comprendió que todo el ganado iba a morir. Igual que buitres, acudían comerciantes de ganado de las poblaciones próximas. Ofrecían a los campesinos comprar los animales aún vivos. Se alejaban con camiones llenos de vacas por las que habían pagado cincuenta rupias (cuatro dólares) y de búfalos comprados por apenas un centenar más. «No os lamentéis», les tranquilizaban, con falsa compasión. «El año próximo podréis volver a comprar los animales». Lo que no decían es que su precio iba a ser entonces diez veces más alto. Unos días después los curtidores acudieron a su vez para quedarse con los esqueletos de los animales de los que los campesinos no habían tenido valor de separarse. ¡Quince rupias! ¡Un dólar veinte! Lo tomaban o lo dejaban.

Pasó noviembre. Al desprenderse del ganado habían perdido su única fuente de combustible: se acabaron las boñigas para cocinar los alimentos. Se acabó también la leche, y ya no se oía reír a los niños, cuyos vientres estaban hinchados como globos. Varios murieron víctimas de lombrices, diarreas y fiebres. En realidad, víctimas del hambre.

A comienzos de enero los aldeanos se enteraron de que se distribuían víveres en la cabeza de distrito, a una veintena de kilómetros. Al principio nadie quería ir. «Éramos campesinos, no pordioseros», comentará más tarde Hasari Pal. «Pero por las mujeres y los niños hubo que resignarse a aceptar esas ayudas». Posteriormente unos emisarios del gobierno pasaron por las aldeas para anunciar una operación llamada «Trabajo por alimentos». Se iniciaron obras en la región para abrir canales, reparar caminos, agrandar los depósitos de agua, elevar diques, roturar terrenos con maleza, cavar hoyos junto a las carreteras para plantar árboles. «Recibíamos un kilo de arroz por jornada de trabajo, una limosna para alimentar a toda una familia, y mientras la radio decía que los silos de grano estaban llenos en el resto del país».

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