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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama

La Ciudad de la Alegría (5 page)

BOOK: La Ciudad de la Alegría
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Aquella noche, cuando volvió a la estación, Hasari Pal estaba extenuado, pero se sentía orgulloso de dar a los suyos la sorpresa de haber ganado su primer dinero. Pero era él quien iba a recibir una sorpresa. Su mujer y sus hijos habían desaparecido. La otra familia también. Aquella misma noche volvió a encontrarlos en el terraplén que había detrás de la estación de los autocares. «Unos policías nos echaron de allí a bastonazos», explicó su mujer llorando. «Han dicho que si volvían a vernos en la estación nos meterían en la cárcel».

Los Pal no sabían adónde ir. Atravesaron el gran puente y siguieron andando en línea recta. Era muy oscuro, pero las calles aún estaban llenas de gente a pesar de lo tardío de la hora. Atontados por aquel hormiguero que iba en todas direcciones, que se empujaba gritando, llegaron a una plaza en el corazón de la ciudad. Aloka, envuelta en su pobre sari de campesina, tenía un aire lastimoso; había cogido en brazos a su hijo menor y sujetaba a su hija por la mano. Manooj, el primogénito, les precedía junto con su padre. Tenían tanto miedo de perderse que no cesaban de llamarse en medio de la noche. La acera estaba sembrada de durmientes envueltos de pies a cabeza por un pedazo de tela de
khadi
. Parecían cadáveres. Cuando encontraron un hueco, los Pal se detuvieron para descansar un momento al lado de una familia que acampaba allí. La madre estaba asando unos
chapati
[5]
. Eran originarios de la región de Madrás, pero por fortuna conocían algunas palabras de hindi, lengua que Hasari comprendía un poco. También ellos habían abandonado sus campos por el espejismo de Calcuta. Ofrecieron a los Pal una torta muy caliente y barrieron un rincón de la acera para permitir que se instalaran a su lado. La hospitalidad de aquellos desconocidos desoló a Hasari. Su familia podía quedarse allí mientras él encontraba un trabajo. Aquella tarde había aprendido una dura lección. «Ya que en esta ciudad inhumana hay hombres que se matan trabajado, mucho será que algún día no consiga ocupar el lugar de un muerto».

5

A
QUELLA ciudad que Hasari no dudaba en calificar de «inhumana» era como una ciudad-espejismo en la que, en el curso de una generación, seis millones de muertos de hambre como él habían ido a buscar la única esperanza de alimentar a su familia. En los años sesenta, Calcuta era aún, a pesar de su declive iniciado medio siglo atrás, una de las ciudades más activas y prósperas del tercer mundo. Gracias a su puerto y a sus numerosas industrias, sus fábricas metalúrgicas, químicas y farmacéuticas, sus harineras, sus fábricas de tela de yute y de algodón, distribuía una de las rentas por habitante más elevadas de la India, apenas algo inferior a Delhi y Bombay. Un tercio de las importaciones y cerca de la mitad de las exportaciones indias transitaban por las aguas del Hooghly, brazo del Ganges a cuyas orillas había sido fundada tres siglos antes. El treinta por ciento de las transacciones bancarias de todo el país se realizaban allí, y un tercio de la recaudación fiscal procedía también de Calcuta. Apodada «el Ruhr de la India», su traspaís producía dos veces más carbón que Francia y tanto acero como los complejos siderúrgicos de Corea del Norte. Calcuta atraía hacia sus fábricas y sus almacenes todos los recursos naturales de aquel vasto territorio: el cobre, el manganeso, el cromo, el amianto, la bauxita, el grafito, la mica, así como las maderas preciosas del Himalaya, el té de Assam y de Darjeeling y cerca del cincuenta por ciento del yute mundial.

De este hinterland convergía asimismo todos los días hacia sus bazares y sus mercados un caudal ininterrumpido de productos alimenticios: cereales y azúcar de Bengala, hortalizas del Bihar, fruta de Cachemira, huevos y averío de Bangladesh, carne de Andhra, pescado de Orissa, crustáceos y miel de los Sunderbans, tabaco y betel de Patna, quesos del Nepal. A estos productos se añadían numerosos artículos y objetos que alimentaban uno de los comercios más diversificados y activos de Asia. Se conocían por lo menos doscientas cincuenta variedades de telas en los bazares de Calcuta, y más de cinco mil colores y matices de saris. Antes de llegar a esta meca de la industria y del comercio, estos productos atravesaban vastas regiones a menudo extremadamente desheredadas en las que millones de modestos campesinos como los Pal se ganaban duramente el sustento trabajando sus pequeñas parcelas. ¿Cómo esperar que la imaginación de esas multitudes no se orientara por el mismo camino que tales riquezas cada vez que se producía una calamidad? Porque esta metrópoli está situada en el corazón de una de las regiones más fértiles pero también más desfavorecidas del planeta, una zona en la que el monzón a veces está ausente o es, por el contrario, devastador, ocasionando sequía o inundaciones bíblicas; una zona de ciclones y marejadas altas que lo aniquilan todo, seísmos apocalípticos, éxodos políticos y guerras religiosas, como ni el clima ni la historia de ningún otro país haya quizá llegado a generar jamás. El terremoto que sacudió el Bihar el 15 de enero de 1937 causó centenas de millares de muertos y lanzó pueblos enteros hacia Calcuta. Seis años después, un hambre originó la muerte de tres millones y medio de personas sólo en Bengala y desplazó a millones de refugiados. La independencia de la India y la partición de 1947 provocaron el éxodo hacia Calcuta de unos cuatro millones de musulmanes y de hindúes expulsados del Bihar y del Pakistán oriental. El conflicto de 1962 con la China y luego la guerra de 1965 contra el Pakistán, añadieron a la ciudad varias centenas de millares de refugiados suplementarios. En 1965, un ciclón de una fuerza igual a la de diez bombas H de tres megatones, capaces de arrasar una ciudad como Nueva York, y luego una espantosa sequía en el Bihar, una vez más empujaron hacia la ciudad a comunidades enteras. Ahora era una nueva sequía la que llenaba Calcuta con millares de campesinos hambrientos como los Pal.

La llegada de esas oleadas sucesivas de náufragos había transformado Calcuta en una enorme concentración humana. En pocos años la ciudad condenaría a sus diez millones de habitantes a vivir en menos de 3,7 metros cuadrados por persona; y en poco más de un metro cuadrado a los cuatro o cinco millones que se hacinaban en los barrios de barracas. El resultado era una situación que convertía a esta ciudad en uno de los mayores desastres urbanos del mundo. Una ciudad roída por la decrepitud, en la que diez mil casas e incluso edificios nuevos de diez pisos o más amenazaban continuamente con agrietarse y hasta con derrumbarse. Fachadas hendidas, tejados inseguros, paredes devoradas por la vegetación tropical, algunos barrios parecían acabar de sufrir un bombardeo. Una lepra de carteles, de anuncios, de eslogans políticos pintados en las paredes, de tableros publicitarios, impedía el revoque o simplemente una mano de pintura. A falta de un adecuado servicio de recogida de basuras, mil ochocientas toneladas de desperdicios se amontonaban cada día en la calle, atrayendo miríadas de moscas, de mosquitos, de ratas, de cucarachas y otras bestezuelas. En verano tal proliferación representaba un serio riesgo de epidemias. No mucho antes, era frecuente morir de cólera, de hepatitis, de encefalitis, de tifus y de rabia. Los artículos y reportajes de la prensa local no cesaban de denunciar ese albañal envenenado de gas, de humos, de efluvios y gases nauseabundos, ese decorado devastado de calzadas rotas, de alcantarillas reventadas, de tuberías destrozadas, de líneas telefónicas arrancadas. En resumen, Calcuta representaba un tal fracaso material que incluso sus admiradores se maravillaban de que hubiera hombres que siguieran hacinándose allí en tan gran número.

Por centenas de millares, por millones, sus habitantes hormigueaban en las plazas, en las avenidas, en los callejones más estrechos. Hasta la menor porción de acera estaba ocupada, invadida, llena de vendedores ambulantes, de familias sin techo que acampaban donde podían, de depósitos de materiales o de montones de basuras, de tiendas, de numerosos altares y de pequeños templos. De ello resultaba un desorden indescriptible en la circulación, un índice de accidentes que era un récord, unos atascos de pesadilla. A falta de urinarios públicos, cientos de miles de habitantes se veían obligados a hacer sus necesidades en las calles.

En esta época, siete familias de cada diez disponían para su supervivencia cotidiana de un poder adquisitivo que ni siquiera permitía comprar un kilo de arroz. Calcuta era, entonces, sin duda, «esta ciudad inhumana» que descubría la familia Pal, donde era posible que hubiera quien muriese en las aceras en medio de la indiferencia general. Era también un polvorín de violencia y de anarquía en el que las masas acabarían por volver los ojos hacia el mito salvador del comunismo. Al hambre, a los conflictos de comunidades, se añadía uno de los climas más agobiantes del planeta: el calor, tórrido durante ocho meses del año, fundía el asfalto de las calles y dilataba las estructuras metálicas del gran puente de Howrah, hasta el punto de que la obra medía un metro cincuenta más de día que de noche. En muchos aspectos la ciudad se parecía a la diosa Kali, que veneran millones de sus habitantes, Kali la terrible, imagen de miedo y de muerte, representada con ojos de mirada terrorífica y con un collar de serpientes y de cráneos alrededor del cuello. Hasta los eslogans de las paredes proclamaban de vez en cuando el fracaso de esta ciudad: «Aquí ya no hay esperanza», decían, «no queda más que cólera».

¡Y no obstante, de qué prestigioso pasado podía enorgullecerse esta metrópoli que hoy juzgaban inhumana tantos de sus habitantes! Desde su fundación en 1690 por un puñado de mercaderes ingleses hasta la marcha de su último gobernador británico el 15 de agosto de 1947, Calcuta había encarnado más que ninguna otra ciudad del mundo el sueño imperial de la dominación del globo por el hombre blanco. Durante cerca de dos siglos y medio había sido la capital del Imperio Británico de las Indias. Hasta 1912 sus gobernadores generales y sus virreyes habían impuesto su autoridad sobre un país más poblado que toda Europa. Sus avenidas habían visto desfilar tantos escuadrones y pasearse tantos elegantes en palanquines y en calesas como los Campos Elíseos y el Mall de Londres. Aunque deslucidos por lustros de monzones, sus soberbios edificios públicos, sus monumentos, su impresionante centro de negocios, sus hermosas residencias con balaustradas y columnatas, todavía hoy son testigos de esa herencia. Al final de la avenida por la que Jorge V y la reina Mary habían desfilado en 1911 en una carroza constelada de oro, entre dos hileras de
highlanders
con guerreras escocesas y polainas blancas, se elevaba en medio de un parque de quince hectáreas el palacio de ciento treinta y siete habitaciones en el que el Imperio había alojado a sus virreyes. Raj Bhavan, el palacio del gobierno, era una réplica de Kedleston Hall, uno de los más bellos palacios de Inglaterra. El virrey lord Wellesley había decorado su gran salón de mármol con los bustos de los doce Césares. Convertido después de la Independencia en residencia del gobernador indio de Bengala, este palacio fue el marco de fiestas y celebraciones de una suntuosidad que desafía a la imaginación. Las noches en que había recepción, el representante de Su Graciosa Majestad se sentaba en un trono de terciopelo púrpura realzado de dorados, rodeado de todo un areópago de ayudantes de campo y de oficiales en uniforme de gala. Dos criados indios con turbante agitaban suavemente abanicos de seda escarlata para refrescarlo, mientras soldados armados de lanzas con incrustaciones de plata formaban una guardia de honor.

Otros muchos vestigios no menos gloriosos, a menudo engullidos por el caos de las construcciones y de los barrios de barracas, daban testimonio de la pasada majestad de este antiguo joyel de la Corona. Por ejemplo, este estadio en el que, el 2 de enero de 1804, el equipo de Calcuta, capitaneado por el nieto del primer ministro británico Walpole, disputó con un equipo de antiguos alumnos de Eton el primer partido de críquet que se jugó en Asia. O ese orgulloso enclave de cuatrocientas hectáreas, junto a las aguas santas del Hooghly, que albergaba una de las ciudadelas más impresionantes construidas por el hombre. Edificado para proteger las tres primeras factorías —una de las cuales, Kalikata, así bautizada por su proximidad a un poblado consagrado a Kali, debía dar su nombre a la ciudad—, Fort William fue la cuna de Calcuta y la de la conquista por Inglaterra de su inmenso imperio de Asia.

Pero de todos esos emblemas de su pasada gloria, ninguno más esplendoroso que la impresionante mole de mármol blanco que se elevaba en la extremidad del Maidan. Erigido por una suscripción de los mismos indios para conmemorar los sesenta y tres años de reinado de quien creía encarnar mejor que nadie la vocación de la raza blanca de hacer la felicidad de los pueblos, el Victoria Memorial conservaba la más asombrosa colección de reliquias que se ha reunido nunca sobre una época colonial. Las estatuas de la emperatriz en todas las edades de su esplendor y las de los enviados de la Corona que se sucedieron aquí, el retrato de Kipling, los sables con incrustaciones de oro y de piedras preciosas que usaron los generales británicos en las batallas que dieron las Indias a Inglaterra, los pergaminos que confirmaban sus conquistas, los mensajes manuscritos de Victoria expresando su afecto «a sus pueblos de más allá de los mares», todos los recuerdos se encontraban allí, piadosamente conservados para las miradas incrédulas de las generaciones presentes.

A pesar del calor, las fiebres, las serpientes, los chacales, los monos e incluso los tigres que a veces merodeaban de noche por los alrededores de las residencias de la avenida Chowringhee, Calcuta había ofrecido a sus constructores una existencia más fácil y más feliz que cualquier otra. Durante dos siglos y medio, generaciones de ingleses habían comenzado sus jornadas con un paseo en calesa o en automóvil cerrado a la sombra de los banianos, de las magnolias y de los palmares del Maidan. Todos los años antes de Navidad, una deslumbrante temporada de polo, de carreras de caballos y de recepciones atraía a Calcuta a toda la élite de Asia. La principal actividad de las ladies de la
belle époque
fue probarse en sus tocadores los últimos modelos de París y de Londres confeccionados por sastres indígenas con los suntuosos tejidos y brocados hechos en Benarés o en Madrás. Durante cerca de medio siglo, los lugares preferidos de esas privilegiadas fueron los establecimientos de Monsieur Malvaist y Monsieur Siret, los dos célebres peluqueros franceses que un astuto comanditario hizo venir de París.

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