La Ciudad de la Alegría (2 page)

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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama

BOOK: La Ciudad de la Alegría
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Por fin desapareció el sol. Era «la hora del polvo de las vacas», cuando el ganado volvía de los pastos, los hombres de los arrozales, y cuando las gallinas se encaramaban en sus perchas. Con el taparrabo de algodón metido entre las piernas para andar mejor, Hasari Pal caminaba tranquilamente silbando, con un arado de madera sobre el hombro. Al acercarse la noche, las palomas redoblaban de exultación en sus rondas y en sus arrullos. En el tamarindo, una tribu de
mynahs
, los gorriones de la India, iniciaba un concierto ensordecedor. Dos ardillas listadas con las «tres señales de dedos del dios Rama» hacían carreras sobre el papayo. Garzas y airones se apresuraban a volver a sus nidos. Un perro sarnoso olfateaba el suelo buscando un lugar propicio para pasar la noche. Luego, el agudísimo rechinar de las cigarras se apagó poco a poco. Fue el último tictac del pedal de arroz. Y el silencio. En seguida se desató el coro de las ranas dominado por el croar cadencioso de un sapo-búfalo.

En menos de cinco minutos la noche tropical había caído sobre la tierra. Como cada noche, la dulce Aloka de piel de melocotón hizo sonar la caracola para saludar a la diosa de la noche. Una de sus cuñadas agitó una campanilla a fin de alejar a los malos espíritus, sobre todo a los que habitaban en el baniano centenario que había al final del camino. Ataron a la vaca en la choza que servía de establo. Una cabra recalcitrante obligó a todo el mundo a dispersarse para volverla a coger. Cuando todo estuvo en orden, Hasari cerró el portón de espinos que impedía el acceso al patio a los chacales y a los zorros. Su madre realizó entonces un rito tan viejo como la India. Añadió aceite a la lámpara que ardía ante las imágenes policromadas de los dioses tutelares: Rama y su esposa Sita, la diosa de los frutos de la tierra; Lahsmi, diosa de la prosperidad, sentada sobre un loto; Ganesh, el dios de la suerte con cabeza de elefante. Otros dos cromos descoloridos por los años permitían adivinar, uno la cara infantil de un Krishna, engullendo glotonamente un cuenco de manteca, representación popular del dios-pastor más tiernamente amado por las masas hindúes; el otro, el dios-mono Hanuman, personaje legendario de las fabulosas aventuras de la mitología india.

Mientras las mujeres cocinaban la cena fuera, en el horno de tierra, Hasari y sus dos hermanos menores fueron a sentarse al lado de su padre en la galería. Un arbusto de jazmines despedía fragancias embriagadoras, aromando la noche cruzada por las luces fugitivas de un ballet de luciérnagas. En el cielo estrellado brillaba una fina medialuna. Era la «luna de Shiva», la luna nueva del bienhechor del mundo, del dios con mil ojos de la prosperidad. Los cuatro hombres estaban sumidos en una meditación silenciosa, cuando Hasari vio que su padre observaba a sus hijos uno detrás de otro. Luego le oyó murmurar, como para sí: «El carbón no cambia de color cuando se lava. Lo que no se puede curar ha de soportarse».

El anciano ya no sabía cuántas generaciones de lotos habían florecido y habían muerto en el estanque desde su nacimiento. «Mi memoria es como el alcanfor que se evapora con el tiempo. Hay tantas cosas que he olvidado… Ahora soy muy viejo e ignoro cuántas cestas de arroz pueden quedarme de las que los dioses de la vida llenaron para mí cuando nací». En cambio sabía que antaño había sido un campesino próspero. Había llegado a poseer hasta seis graneros llenos de arroz y cuatro hectáreas de tierras fértiles. Había podido asegurar el porvenir de sus hijos y dotar generosamente a sus hijas mayores. Con vistas a la vejez con su mujer, había conservado el pedazo de tierra y la casa que heredó de su padre. «Aquí los dos podremos vivir en paz», había afirmado, «hasta la hora en que Yama, el dios de los muertos, venga a buscarnos».

Pero se equivocaba. Aquel pedazo de tierra tiempo atrás había sido regalado a su padre por un
zamindar
agradecido por su abnegación. Cierto día, el descendiente de este bienhechor reclamó la tierra. Prodip Pal se negó a devolverla. El asunto fue llevado a los tribunales. El
zamindar
sobornó al juez y Prodip perdió el pleito. Se vio obligado a abandonar la tierra y la casa de su padre. También tuvo que pagar todos los gastos del pleito, sacrificando así la dote ahorrada para la última de sus hijas y las tierras de sus dos hijos menores. «El corazón de este propietario ruin es aún más duro que el del chacal», había dicho.

Hasari, el primogénito, había podido albergar a toda la familia en su choza. Hasari era un buen hijo. Hacía lo imposible por convencer a su padre de que seguía siendo el jefe de la familia. El anciano, en efecto, conocía mejor que nadie los derechos y los deberes de cada uno, los usos y costumbres, los límites de los arrozales y de los pastos. Sólo él sabía mantener relaciones armoniosas con los grandes terratenientes… cuestión primordial para la supervivencia de una familia de modestos campesinos. Como decía Prodip, «los peces no pueden permitirse vivir enemistados con el cocodrilo del estanque». Pero de cualquier modo, aquel padre venerado por sus hijos lo había perdido todo. Ya no tenía casa propia. «Pero no podía quejarme», admitía. «Desde luego, era un hombre arruinado, pero tenía a mis tres hijos. ¡Qué bendición aquellos hijos!». Gracias a ellos, él y su mujer, Nalini, disfrutaban de todo aquello en que puede consistir la riqueza de un campesino indio: un granero de arroz, un balagar, dos vacas y un búfalo, una parcela, un poco de grano en las tinajas como reserva para los malos tiempos, incluso algunas rupias en la hucha. ¿Y qué decir de sus nueras? También ellas habían traído la felicidad a la casa. Las tres eran bellas como Pârvati
[1]
y las tres capaces de ser madres de los Pandava
[2]
. Sí, los Pal eran pobres, pero eran felices. Mañana los lotos se humedecerían con el rocío. Sería tiempo de cosecha, tiempo de esperanza. Y en el viejo tronco del
mowa
, las orquídeas cantarían la gloria de Dios.

2

S
IN embargo, a la familia Pal le esperaban años duros. Como diez o doce millones de campesinos bengalíes en esta segunda mitad del siglo
XX
, serían víctimas de ese fenómeno endémico que los economistas llaman el ciclo de la miseria. Un irremediable descenso a lo largo de la escala social, el granjero que se convierte en arrendatario, luego en campesino sin tierra, más tarde en jornalero y que, por último, se ve obligado a exiliarse. Es inútil soñar en que este camino puede recorrerse a la inversa. Aquí cada cual se valía de todas sus fuerzas para defender una situación incesantemente amenazada. Mejorarla era impensable: la miseria sólo puede engendrar una miseria aún mayor. Si es verdad que el carbón no cambia de color cuando se lava, también lo es que, aunque se la engalane con todos los colores, la pobreza seguirá siendo pobreza.

Sus disputas judiciales con el
zamindar
sólo habían dejado a los Pal un cuarto de hectárea de buena tierra, que producía entre quinientos y seiscientos kilos de arroz. Ello representaba apenas una cuarta parte de lo que necesitaban para alimentar las once bocas con que contaba entonces la familia. Para cubrir la diferencia, el padre y sus hijos consiguieron el arriendo de otra parcela. Aunque otros propietarios exigían los tres cuartos de la cosecha, Prodip Pal recibió la mitad. Esta ayuda era capital. Una vez agotado el arroz, hubo los frutos de tres cocoteros y las hortalizas, hermosas hortalizas de las tierras altas que necesitaban poco riego, como las serpientes-calabazas, especies de pepinos que podían llegar a medir hasta dos metros de largo, las calabazas y los rábanos gigantes. Hubo también los frutos del árbol del pan, algunos de más de diez kilos. De este modo la familia Pal pudo subsistir mal que bien durante dos años. Incluso pudo comprar dos cabras y dar gracias regularmente a los dioses llevando ofrendas al templecito edificado al pie del más antiguo baniano de la aldea.

A partir del tercer año la desgracia les golpeó de nuevo. Un parásito destruyó el arrozal en pleno crecimiento. Para sobreponerse a esta catástrofe, el padre se encaminó a la casa de ladrillo cuyo tejado dominaba el pueblo. Casi todos los habitantes de Bankuli se veían obligados, tarde o temprano, a visitar al
mohajan
, el joyero-usurero, un hombre panzudo con el cráneo liso como una bola de billar. Por mucha repugnancia que inspirase, el
mohajan
era aquí como en otras partes el personaje clave de la aldea, su banquero, su asegurador, su prestamista. Y muy a menudo, su vampiro. Hipotecando el campo familiar, el padre de Hasari obtuvo un préstamo de doscientos kilos de arroz, con el compromiso de devolver trescientos en la siguiente cosecha. Fue un año de grandes privaciones para la familia Pal. No obstante, «como la tortuga que avanza penosamente para alcanzar su meta, había sido posible pasar la página del dios de la vida». Pero las deudas contraídas y la imposibilidad de comprar semillas suficientes hicieron de los dos años siguientes una verdadera pesadilla. Uno de los hermanos de Hasari tuvo que abandonar la aparcería y contratarse como obrero agrícola. Esta vez la miseria había empezado realmente a estrangular a los Pal. A ello hubo que añadir los caprichos del tiempo. En una noche una tormenta de abril hizo caer todos los mangos y los cocos. Hubo que vender al búfalo y
Rani
, una de las vacas, que eran tan útiles en la estación del laboreo.
Rani
no quería irse. Tiraba de la cuerda con todas sus fuerzas, emitiendo mugidos desgarradores. Todo el mundo vio en ello un augurio funesto, el signo de la cólera de Râdhâ, la amante del dios pastor Krishna.

La venta de los animales privó a la familia Pal de una parte de la tan preciosa leche cotidiana y, sobre todo, de la boñiga indispensable que, mezclada con la paja y moldeada en forma de tortas secadas al sol, servía de combustible para cocer los alimentos. Todos los días, la hija de Hasari y sus primas tuvieron que salir en busca de otras boñigas para reemplazarlas. Pero ese precioso maná no pertenecía al primero que se agachaba para recogerlo, y los aldeanos les perseguían. Aprendieron a ocultarse y a merodear. Desde el alba hasta la noche, los hermanos de Amrita batían los campos con sus primos de más edad en busca de todo lo que pudiera comerse o venderse. Cogían frutas y bayas silvestres. Recogían leña y ramitas de falso sicomoro con las cuales los indios se limpian los dientes. Pescaban peces en los estanques. Confeccionaban guirnaldas con las flores de los campos. E iban a vender su cosecha en el mercado que se celebraba tres veces por semana a doce kilómetros de su casa.

Dos acontecimientos vinieron a agravar las dificultades económicas de los Pal. Debilitado por la falta de alimentación, el hermano menor de Hasari cayó enfermo. Un día escupió sangre. Para unas personas tan pobres la enfermedad era una maldición aún más terrible que la muerte. Los honorarios de un médico, comprar medicamentos, era algo que representaba los ingresos de varios meses. Para salvar a su hermano, Hasari apeló al único recurso que le quedaba: rompió la hucha de barro cocido y corrió a pedir al sacerdote de la aldea que conjurara la mala suerte celebrando una
puja
, un culto de ofrenda a los dioses.

El muchacho se recuperó suficientemente como para participar en el segundo hecho que aquel año debía hundir un poco más a su familia en la miseria, la boda de su hermana menor. Su anciano padre acababa por fin de encontrarle marido, y nada debía impedir que la boda se celebrara según el ritual tradicional. ¿Cuántos millones de familias indias se habían arruinado para varias generaciones por la boda de sus hijas? En primer lugar estaba la dote, esta usanza ancestral, oficialmente abolida desde la independencia pero bien anclada siempre en las costumbres. El modesto granjero con el cual el padre de Hasari había negociado el matrimonio de la menor de sus hijas exigió a manera de dote una bicicleta, dos taparrabos de algodón, un transistor y diez gramos de oro, además de alhajas para la novia. O sea, más de un millar de rupias, unos ochenta dólares. Además, la costumbre establecía que el padre de la muchacha corriera él solo con los gastos de la boda, que ascendían a otro millar de rupias para saciar a los invitados de las dos familias y comprar los regalos que había que hacer al brahmán oficiante. Una sangría para aquellas pobres gentes. Pero el matrimonio de sus hijas es un deber sagrado para un padre. Después de casar a la última, el anciano habría concluido su tarea en este mundo. Entonces podría esperar en paz la visita de Yama, el dios de los muertos.

Volvió a casa del usurero para solicitar un préstamo de dos mil rupias. Llevaba como prenda las últimas alhajas de su mujer, Nalini, un colgante a juego con dos pendientes de oro y dos brazaletes de plata. La madre de Hasari tenía esas joyas desde que se casó, según esa misma costumbre cruel, pero previsora, de la dote, que de hecho en la India constituye el único ahorro familiar. La suma que prestó el
mohajan
sólo representaba la mitad de su valor. Con un interés astronómico: cinco por ciento al mes, ¡sesenta por ciento al año! La anciana tenía pocas posibilidades de recobrar las alhajas que había llevado con tanto orgullo los días de fiesta durante los cuarenta años de vida común.

Luego el padre pidió a sus hijos que arrojaran las redes en el estanque y que pescaran todas las carpas y
ruyi
(peces de agua dulce) que pudiesen. Gracias a la famosa cosecha que había precedido a la guerra con China, el primogénito, Hasari, había podido comprar unas docenas de alevines para que criaran. Los peces se habían multiplicado y hoy pesaban varios kilos cada uno. Reservados en previsión de un hambre total, serían la sorpresa del banquete de bodas.

«El crepúsculo se acerca», se repetía el anciano, «pero el sol aún está rojo. Nuestra
châkrâ
, la rueda de nuestro destino, todavía no ha llegado al final de su carrera».

«Era una tierra aluvial muy pálida», recordará Hasari Pal. «Era
nuestra
tierra. La madre tierra. Bhû-devî, la diosa tierra. Yo nunca había visto una tierra de otro color, y la amaba tal como era, sin hacerle preguntas. ¿Acaso no se ama a la madre tal como es, sean cuales fueren su piel y sus defectos? Se la ama. Y si sufre, se sufre al verla sufrir».

«Era en el mes de mayo, el corazón del verano en Bengala. El aire parecía temblar en el campo recalentado. Todos los días observaba largamente el cielo con confianza. Adquiría tonalidades de plumas de pavo real. Según lo que había anunciado el sacerdote brahmán de la aldea, una luna más y llegaría el monzón. El brahmán era un hombre con mucha experiencia y muy sabio. Era también muy viejo y conocía a todos los aldeanos como si formasen parte de su familia, aunque ello fuese imposible, porque era de nacimiento muy elevado, muy puro, estaba muy por encima de todas nuestras castas. El primer día de cada año nuevo, nuestro padre y todos los demás jefes de familia del pueblo iban a consultarle para saber qué suerte reservaban los doce meses siguientes a los hombres, a los animales y a las cosechas. Como gran número de los de su casta, nuestro viejo brahmán conocía las leyes de las estaciones y los caminos seguidos por lo astros. Él era quien fijaba las fechas de los trabajos agrícolas y de las ceremonias familiares. Nadie sabía cómo hacía sus cálculos, pero estudiaba los movimientos de los planetas y designaba los días más propicios para la siembra, para la cosecha o para las bodas. Aquel año la estación de las bodas ya se había terminado. Ahora era la tierra la que debía ser fecundada. El brahmán había anunciado un año de riqueza excepcional, un año bendito por los dioses, como se da cada diez años, o a veces más. Un año sin sequía ni epidemias, sin parásitos ni langostas ni ninguna otra calamidad. Él lo sabía.»

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