Invitaron a Hasari a sentarse en un taburete. Mientras un enfermero le ataba una tira de caucho alrededor del bíceps, otro le clavaba una aguja en la vena en el hueco del codo. Los dos veían manar el líquido rojo con una fascinación que crecía a medida que se llenaba el frasco. ¿Fue la visión de su propia sangre, la idea de que «se vaciaba como el odre de un aguador del Barra Bazar», como iba a decir más tarde, o la falta de alimentación? Hasari empezó a ponerse verde. Con la mirada vidriosa, sudaba copiosamente mientras temblaba de frío. Las voces de los enfermeros le llegaban como desde muy lejos, en medio de un curioso ruido de campanas. Rodeadas de un halo, divisó las gafas de su «bienhechor». Luego notó que dos manos le sujetaban en el taburete. Por fin nada más. Se había desmayado.
El incidente era tan habitual que los enfermeros ni siquiera interrumpieron su trabajo. Todos los días veían a hombres extenuados por las privaciones que se desmayaban al vender su sangre. Si sólo hubiera dependido de ellos, hubieran vaciado por completo aquellos cuerpos inertes. Se les pagaba por frascos.
Cuando volvió a abrir los ojos, Hasari descubrió encima de él una visión de ensueño: un plátano que le alargaba uno de los hombres de bata blanca.
—Toma, mujercita, traga esta fruta. ¡Eso te va a reencarnar en Bhim
[7]
! —se burló amablemente el enfermero.
Luego sacó del bolsillo un talonario.
—¿Cómo te llamas?
El enfermero garrapateó unas palabras y arrancó la hoja.
—Firma aquí.
Hasari trazó una cruz y se embolsó las cuarenta rupias, bajo la mirada ávida de los dos buitres que le habían llevado a aquel lugar. El reparto se haría fuera. De todas formas, el campesino ignoraba que había firmado haber recibido cuarenta y cinco rupias, y no cuarenta. El enfermero también se reservaba así su comisión.
Con la cabeza vacía, titubeando, perdido en aquellos barrios desconocidos para él, Hasari tardó horas en volver a encontrar el trozo de acera donde le esperaban su mujer y sus hijos. De las diecisiete rupias y media que le habían dejado los ojeadores, decidió gastar cinco para celebrar con los suyos la alegría de aquel dinero ganado en la «ciudad inhumana». Compró una libra de
barfi
, el delicioso almendrado bengalí lujosamente envuelto en una fina hoja de papel de plata, y una docena de
mansur
, unos confites amarillos hechos de harina de garbanzos y de leche azucarada. Más lejos, eligió una veintena de cucuruchos repletos de
muri
, arroz asado que crujía entre los dientes, a fin de que participaran en la fiesta los vecinos de la acera. Por fin no pudo resistir la tentación de darse un último capricho. Se detuvo ante una de esas innumerables casetas donde unos vendedores impasibles como budas preparaban
pân
, una elaborada mezcla para mascar hecha con un poco de nuez de areca finamente troceada, una pizca de tabaco, un poquitín de cal,
chutney
y cardamomo, todo ello empaquetado en una hoja de betel hábilmente doblada y cerrada por un clavo de especia. El
pân
daba energía. Y sobre todo quitaba el hambre.
Cuando Aloka vio a su marido se le encogió el corazón. «Dios mío, ha vuelto a beber», pensó. Luego, al verle cargado de paquetes, temió que hubiese cometido alguna fechoría. Corrió hacia él. Los niños se le adelantaron, como unos cachorros saliendo al encuentro del león que regresaba con el cadáver de una gacela. Los niños se repartían ya el almendrado.
En la confusión, nadie advirtió la pequeña señal roja que Hasari llevaba en el pliegue del codo.
E
RA allí, estaba seguro. La exaltación que bruscamente se apoderó de Paul Lambert, ese sentimiento de plenitud, de estar por fin «con ellos», no podía engañarle. Sí, era allí, en aquel lugar gris, sucio, pobre, triste, maloliente, fangoso. En aquel hormigueo loco de hombres, de mujeres, de niños, de animales. En aquel amontonamiento de chabolas de adobe, aquel laberinto de callejas llenas de basura y de alcantarillas a cielo abierto. En aquella contaminación asesina de azufre y de humos. En aquel estruendo de voces, de gritos, de llantos, de herramientas, de máquinas, de altavoces. Sí, aquel barrio miserable del otro extremo del mundo era el lugar al que le había enviado su Dios. «¡Qué recompensa esa certidumbre absoluta de haber llegado por fin adonde tenía que ir!», contaría más tarde. «Mi entusiasmo y mi ansia de compartir habían hecho bien al empujarme a emprender una experiencia que se consideraba imposible para un europeo. Estaba henchido de felicidad. Hubiera andado descalzo por encima del fuego».
Unos días atrás, al bajar del tren, Paul Lambert había ido a visitar al obispo de Calcuta. Este último vivía en una hermosa mansión de estilo colonial rodeada de un vasto jardín en un barrio residencial. Era un anglo-indio de unos cincuenta años, de un aire majestuoso dentro de su sotana blanca. Llevaba un solideo violeta y una gruesa amatista en el dedo.
—He venido a vivir con los pobres —le dijo simplemente el sacerdote francés.
—No le costará mucho encontrarlos —suspiró el prelado—. Aquí, por desgracia, hay pobres por todas partes.
Y dio a Paul Lambert una carta de recomendación para el párroco de un barrio popular situado al otro lado del río.
Con sus dos torres pintadas de blanco, la iglesia se distinguía desde lejos. Estaba situada casi en el eje del gran puente metálico sobre el Hooghly, justo detrás de la estación. Era un edificio impresionante, adornado con vitrales de muchos colores y, en el interior, con muchas estatuas de santos, cepillos para las limosnas y ventiladores encima de los bancos reservados a los fieles. Su nombre parecía un desafío lanzado a las multitudes de los refugiados que acampaban en la plaza y en las calles de los alrededores. Se extendía en letras luminosas por toda la anchura del frontón: «Nuestra Señora del Buen Recibimiento».
El padre Alberto Cordeiro era originario de Goa. Tenía la piel muy oscura y unos cabellos ensortijados cuidadosamente peinados. Con sus mofletes y la redondez de su barriga bajo una sotana inmaculada, evocaba más la imagen de un
monsignore
de la Curia romana que la de un párroco de pobres. En el patio que había ante su iglesia tenía estacionado su coche, un Ambassador con radio, y varios criados de religión católica le permitían llevar una existencia cómoda dentro de su condición de cura de parroquia.
La irrupción de aquel sacerdote extranjero con tejanos y zapatillas de deporte desconcertó al eclesiástico.
—¿No lleva usted sotana? —preguntó extrañado.
—No creo que sea precisamente lo más cómodo para viajar por su país, sobre todo con el calor —explicó amablemente Paul Lambert.
—¡Ah! —suspiró el cura—. A ustedes, los occidentales, siempre se les respeta. Tienen la piel blanca. En cambio, para nosotros, los curas indios, nuestra sotana es a la vez un emblema y una coraza. En este país, que tiene el sentido de lo sagrado, la sotana nos asegura un lugar aparte.
El indio leyó la carta del obispo.
—¿De verdad quiere ir a vivir a un
slum
?
—Para eso he venido.
El padre Cordeiro pareció escandalizarse. Con aire sombrío y preocupado, comenzó a pasear de un lado para otro.
—¡Pero no es ésta nuestra misión de sacerdotes! Aquí la gente sólo piensa en aprovecharse de uno. Usted les da la punta de un dedo y ellos se toman el brazo. No, amigo mío, no se les presta ningún servicio yendo a compartir su existencia. De este modo corre usted el riesgo de alentar su pereza natural, y de hacer que ellos dependan de lo que usted les dé.
Interrumpió su ir y venir para plantarse ante Lambert.
—¡Además, no se va a quedar allí indefinidamente! Cuando vuelva usted a su país, es a mí a quien vendrán a bramar que el clero no hace nada por ellos. Pero si nosotros, los curas indios, hiciéramos una cosa así, dejarían de respetarnos.
Evidentemente, la idea de ir a habitar el barrio de chabolas nunca había pasado por la cabeza del buen padre Cordeiro. Lambert comprendería más tarde que aquella negativa a mezclarse con la población no se debía forzosamente a una falta de caridad, sino a una obsesión compartida por numerosos sacerdotes de guardar una cierta distancia con las masas, actitud debida al respeto tradicional por la jerarquía que impera en la sociedad india.
A pesar de sus reticencias, el párroco se mostró comprensivo. Confió a Paul Lambert a un notable de su parroquia, un cristiano anglo-indio que le buscó alojamiento en el gran
slum
que había junto a la Ciudad de la Alegría. Dos días después, a las cinco de la tarde, el francés y su guía se presentaron en la entrada del barrio. El rojo del sol poniente se velaba con un manto de vapor grisáceo. Un olor a incendio caía sobre la ciudad a medida que se encendían por todas partes las
chulas
para guisar la cena. En los estrechos callejones el aire se hallaba impregnado de un espesor acre que irritaba las gargantas y los pulmones. Un ruido destacaba sobre todos los demás, el de los accesos de tos que sacudían los pechos.
Antes de llegar a Calcuta, Paul Lambert había pasado unos días en un
slum
de la región de Madrás construido cerca de una mina, en pleno campo. Un
slum
lleno de luz y de esperanza, porque sus habitantes salían de allí cada mañana para ir a trabajar al exterior y sabían que un día u otro iban a vivir en una verdadera ciudad obrera. En Anand Nagar sucedía al revés: todo el mundo parecía estar instalado allí desde siempre. Y para siempre. Una impresión que confirmaba apenas entrar la intensa actividad que se desarrollaba en el
slum
. ¿
Perezosos
aquellos pueblos que lo rodeaban al abrirse paso tras su cicerone anglo-indio? «Más bien hormigas», afirmará más tarde. Todos se atareaban de un modo u otro, desde los ancianos más agotados hasta los niños que apenas sabían andar. En todas partes, ante el umbral de cada chabola, al pie de cada tenderete, en una sucesión de tallercitos o de minifábricas, Lambert descubría personas ocupadas en vender, comerciar, producir, hacer chapuzas, reparar, seleccionar, limpiar, clavar, pegar, agujerear, llevar, arrastrar, empujar. Después de doscientos metros de exploración se sintió como borracho.
19 Fakir Bhagan Lane. La dirección se había pintado sobre dos maderos claveteados que servían de puerta a un pequeño recinto sin ventana, con una anchura de poco más de un metro y el doble de profundidad. El suelo era de tierra apisonada y el techo de bambú, dejando ver el cielo por los agujeros del tejado en el que faltaban tejas. Ni un mueble, ni una bombilla eléctrica. «Exactamente la habitación que necesitaba», pensó Lambert, «no puede ser más propicia para una vida de pobreza». Y además, con unos alrededores muy adecuados. Frente a la puerta pasaba una cloaca a cielo abierto desbordante de fangos negros y nauseabundos. Delante, se elevaba un enorme montón de basuras. Al lado, un pequeño estrado que se levantaba encima de la cloaca albergaba bajo un tejadillo una minúscula
tea shop
. Excepto el propietario que era hindú, todos los habitantes del barrio eran musulmanes.
El propietario de aquel chamizo, un grueso bengalí en camiseta, era considerado como uno de los hombres más ricos del
slum
. Poseía una manzana de casas al final de la calleja, donde había letrinas y un pozo. Hizo traer de la
tea shop
té con leche y azúcar en unas tazas de barro cocido que se tiraban después de usarlas.
—¿Está usted bien seguro, Father, de que es aquí donde quiere vivir? —preguntó mirando al visitante con incredulidad.
—Sí —dijo Paul Lambert—. ¿A cuánto sube el alquiler?
—Veinticinco rupias al mes (dos dólares). Que se pagan por adelantado.
—¿Veinticinco rupias? —se indignó el anglo-indio—. ¡Veinticinco rupias por esta covacha sin ventanas es un robo!
—Trato hecho —cortó Paul Lambert abriendo su portamonedas—. Aquí tiene tres meses de alquiler.
«Me sentía tan feliz que hubiera dado la luna por un contrato a perpetuidad en aquella chabola». Por otra parte, no tardaría mucho en comprobar hasta qué punto era un privilegiado: en casuchas semejantes sus vecinos vivían en grupos de diez o doce personas.
Una vez cerrado el trato, el enviado del padre Cordeiro se apresuró a presentar al sacerdote a los pocos cristianos que vivían allí. Ninguno de ellos quería creer que aquel
sahib
con pantalones tejanos que irrumpía en sus barracas era un representante de Dios. «Pero en cuanto quedaron convencidos, yo habría podido tomarme por el Mesías», contará Lambert. En uno de los corralillos, una joven, con una flor de jazmín prendida en el pelo, cayó de rodillas. Tendiendo hacia el visitante el bebé que tenía en brazos, la joven dijo: «Padre, bendiga a mi hijo. Y bendíganos a todos, porque no somos dignos de que un sacerdote entre bajo nuestro techo». Todos se arrodillaron, y la mano de Lambert trazó la señal de la cruz sobre las cabezas. Al enterarse de que se proponía vivir allí, todo el mundo quiso ayudarle a instalar su casa. Unos le regalaron un cubo, otros una estera, una lámpara de aceite, una manta. Cuanto más pobres eran, más daban. Aquella noche, Lambert volvió a su casa «seguido de una escolta de fieles cargados de regalos, como un verdadero rey mago».
Entonces empezó la primera velada de su nueva vida india. Lo que iba a ser uno de los recuerdos más intensos de su existencia. «Había oscurecido. Anochece muy pronto cerca de los trópicos. Encendí la lámpara de aceite prestada por una familia. Habían tenido la delicadeza de pensar en dejarme también fósforos. Extendí la estera de paja de arroz que me habían dado. Me senté en el suelo, con la espalda apoyada en la pared, y vacié mi vieja mochila, que había comprado en el barrio árabe de Marsella. Saqué la navaja de afeitar, la brocha, el cepillo de dientes, un pequeño botiquín regalo de mis camaradas de fábrica antes de partir, unos calzoncillos y una camiseta, mi Biblia de Jerusalén, en resumen, todo lo que poseía. Entre las páginas de los Evangelios estaba la imagen que nunca se había separado de mí en el curso de aquellos años en que había vivido en medio de los hombres desheredados y dolientes. La desdoblé con precaución y la contemplé largamente».
Era la fotografía del Santo Sudario de Turín que le dio su padre. La cara de Cristo impresa en su mortaja, aquel hombre de ojos cerrados y rostro tumefacto, con una ceja partida y la barba desordenada, aquel hombre crucificado encarnaba aquella noche para Paul Lambert todos los mártires de la ciudad de las chabolas a la que acababa de llegar. «Para mí, creyente consagrado, cada uno de ellos tenía aquel mismo rostro de Jesucristo clamando a la humanidad desde lo alto del Gólgota todo el dolor, pero también toda la esperanza, del hombre despreciado. Para eso estaba yo allí, a causa de aquel “Tengo sed” que había gritado Cristo. A fin de decir el hambre y la sed de justicia de los hombres de aquí que ascendían todos los días a la Cruz, y que sabían mirar cara a cara esa muerte que nosotros, en Occidente, ya no sabíamos afrontar sin desesperación. En ningún otro rincón del mundo aquella imagen estaba más en su lugar que en aquel
slum
».