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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama

La Ciudad de la Alegría (17 page)

BOOK: La Ciudad de la Alegría
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»Nuestro compañero estaba tendido en un
charpoi
[15]
de cuerdas, porque se habían terminado las camas de hierro. Pareció contento de vernos. Nos dijo que su pie le dolía mucho. Al decirlo, debió de recordar que se lo habían cortado, porque se le llenaron los ojos de lágrimas. Ram le dio las frutas. Sonrió, cogió una mandarina y nos señaló la cama de al lado, donde yacía un cuerpecito cuya cabeza, brazos y piernas estaban envueltos en vendajes. El niño había sufrido aquellas quemaduras por la explosión de una estufa de petróleo. Gemía débilmente. Pelé la fruta que me había dado para él el
coolie
herido, y estrujé unos gajos sobre sus labios. Abrió la boca y tuvo que hacer un esfuerzo para tragar. Pobre muchacho. Tenía la misma edad que mi Shambu.

»Nuestro compañero tenía muy mal aspecto. Le había crecido la barba, lo cual acentuaba su delgadez, y los ojos parecían haberse hundido más en las órbitas. Su mirada estaba llena de desesperación. Ram y yo hicimos todo lo posible para animarle, asegurándole que no le abandonaríamos. No tenía a nadie en Calcuta. Nosotros nos habíamos convertido en su única familia en aquella maldita ciudad. No quiero hablar de Ram, pero tener a un pobre infeliz como yo por toda familia, la verdad es que no era muy buen asunto.

»Nos quedamos bastante rato con él. Debía de tener mucha fiebre porque su frente se humedecía sin cesar. Un enfermero nos dijo que nos fuéramos. Nuestro compañero nos cogió las manos entre las suyas. Las apretaba con todas sus fuerzas para retenernos. Pero había que irse. Le dijimos más cosas para darle ánimos y le prometimos volver. Antes de salir de la sala, me volví por última vez. Vi su mano que se agitaba suavemente como una caña en la brisa de la tarde.»

21

U
NA familia musulmana de siete personas —cuatro niños y tres adultos— ocupaba la chabola contigua al cuarto de Paul Lambert. El jefe de familia se llamaba Mehbub. Era un hombrecillo reseco y musculado, de unos treinta años, con una mirada intensa y testaruda bajo unas cejas espesas y una frente medio oculta por una espesa cabellera rizada. Su esposa Selima llevaba una piedrecita incrustada en una de las aletas de la nariz. Aunque estaba encinta de varios meses, se ocupaba sin cesar de barrer, lavar los platos, preparar la comida y hacer la colada. El tercer adulto era la madre de Mehbub, una anciana de cabellos blancos muy cortos que no veía prácticamente nada. Durante horas enteras, permanecía en cuclillas en el callejón murmurando suras del Corán. El hijo mayor, Nasir, de diez años, trabajaba en un pequeño taller. Dos de sus hermanas frecuentaban la escuela coránica. La más pequeña, de tres años, corría por el callejón. Esta familia gozaba de un relativo desahogo. Desde hacía trece años Mehbub trabajaba como jornalero en unos astilleros que había al este de Calcuta. Hacía hélices de barco. Su sueldo de trescientas rupias representaba una pequeña fortuna en aquel
slum
donde millares de familias ni siquiera disponían de una rupia por persona al día.

Durante varias semanas, las relaciones de Paul Lambert con estos vecinos tan próximos se limitaron tan sólo al intercambio de un cortés «Salam» por la mañana y por la tarde. Visiblemente, aquellos musulmanes desaprobaban —y no eran los únicos— la intrusión de un sacerdote católico en su barrio. Como siempre, sus relaciones se deshelaron poco a poco gracias a los niños. Unas atenciones, unas muestras de interés por sus juegos, una golosina, no se necesitaba más para conquistarlos.

Un suceso dramático permitió romper definitivamente el hielo. Cierto día Mehbub volvió del trabajo alteradísimo. Los astilleros acababan de despedir a todos los jornaleros. Aquí eso era algo corriente en las fábricas de Calcuta desde que una ley obligaba a los patronos a pagar a los obreros por meses al cabo de un tiempo determinado. Con la única excepción de los trabajadores, nadie quería que se aplicase esta ley. Incluso se decía que el gobierno, la patronal y los sindicatos estaban de acuerdo sobre este punto. El gobierno porque el aumento del número de asalariados reforzaba fatalmente el poder de los sindicatos; la patronal porque una mano de obra que trabajase a título precario era mucho más dócil; los sindicatos, por último, porque estaban compuestos por obreros «mensuales» ansiosos de limitar sus ventajas a su pequeña minoría. Y como siempre ocurre en la India, a los argumentos objetivos se añadía alguna tradición heredada de la noche de los tiempos. Si todos los jornaleros se convertían en «mensuales», ¿qué sería de la costumbre que concedía al hijo primogénito de un asalariado mensual el privilegio de ser contratado a su vez en la fábrica donde trabajaba su padre? Consecuencia: todo el mundo conspiraba para burlar la ley. Para no tener que inscribir regularmente a los trabajadores, se les despedía de vez en cuando. Y luego se les volvía a contratar. Millares de hombres vivían así con el miedo de perder su trabajo en cualquier momento. Después de trece o catorce años en la misma empresa, cuando ya no era posible seguir aplazando su inscripción regular, se les despedía definitivamente. Esto es lo que acababa de sucederle al vecino de Paul Lambert.

Ante sus ojos, en pocas semanas, aquel hombre robusto, de piernas, torso y hombros musculados por los trabajos más duros, empezó a languidecer y se arrugó como un fruto seco. Con el vientre roído por el hambre, se pasaba todo el día recorriendo los suburbios industriales de Calcuta en busca de cualquier empleo. Por la noche, extenuado, volvía al cuarto del cura y se instalaba sin decir una palabra ante la imagen del Santo Sudario. A veces permanecía una hora entera, sentado en la postura del loto, ante aquella cara de hombre parecida a la suya. «Pobre Mehbub», dirá más tarde Lambert. «Mientras tú rezabas ante mi icono, yo, en mi rebeldía, increpaba al Señor. Como con la agonía del pequeño Sabia. ¡Me costaba tanto aceptar que Él permitiera que se cometiesen tales injusticias!».

Los siete miembros de la familia no tardaron en tener que sobrevivir con las veinte rupias (un dólar sesenta) que Nasir ganaba todos los meses en el taller-presidio donde empapaba, durante doce horas al día, tubos de bolígrafo en un recipiente de cromo. Aunque aspirase durante todo el día los vapores asesinos del metal bajo electrolisis, Nasir tenía un aspecto espléndido. Lo cual no era sorprendente: en las familias pobres siempre se reservaba la comida para el que trabajaba. Los otros no tenían más que migajas. Nasir completaba su salario de niño-esclavo con las diez rupias que le daba Paul Lambert. En efecto, todos los días, al amanecer, iba a hacer cola por él en las letrinas con su cántara de agua, y volvía corriendo para anunciarle que había llegado su turno.

Una noche, después de haber meditado ante la imagen de Cristo, Mehbub invitó al sacerdote a ir a su casa. Ésta medía apenas dos metros por un metro cincuenta. Los dos tercios estaban ocupados por unos maderos que de día servían de mesa y de noche de cama, recubiertos por un
patchwork
de trapos. La más pequeña de las niñas dormía entre su madre y su abuela sobre la «mesa-cama», mientras que Nasir y sus dos hermanas mayores se acostaban debajo. Mehbub se contentaba con una estera en la parte exterior, bajo el tejadillo. El resto del mobiliario consistía en un cofre metálico en el que se conservaban piadosamente los vestidos para las fiestas del calendario musulmán, bien envueltos en carteles de cine que habían arrancado de las paredes de Calcuta. Al igual que millones de indios, Selima alimentaba su
chula
con tortas de boñiga y con escorias recogidas entre la grava de las vías del tren. Una escrupulosa limpieza reinaba en aquel tabuco sin ventana, sin agua y sin electricidad, hasta el punto de que el suelo de tierra apisonada parecía mármol que sólo se hubieran atrevido a pisar descalzos.

Cuanto más extrema era la miseria, más cálida la hospitalidad. Apenas el extranjero hubo entrado bajo su techo cuando sus vecinos le ofrecían té acompañado de un surtido de
jelebi
[16]
y de otras golosinas tan apreciadas por los bengalíes. En pocos segundos se habían endeudado por valor de sus ingresos de un mes para agasajarle de aquel modo.

Paul Lambert deseaba ayudar a sus vecinos. Pero ¿cómo hacerlo sin arriesgarse a caer en la trampa del extranjero Papá Noel? Un incidente le dio la solución. Cierta mañana en que hacía cocer arroz en su infiernillo de petróleo, se quemó la mano. Con el pretexto de su torpeza, pidió a su vecina que a partir de entonces le preparara las comidas. A cambio de aquel servicio le ofreció tres rupias al día, alrededor de un cuarto de dólar, una suma principesca para el
slum
. Para el francés era la ocasión de intentar una experiencia que necesitaba. Exigió que la joven le preparase exactamente los mismos alimentos que a su familia.

«¿Cómo compartir lealmente las condiciones de vida de mis hermanos de la Ciudad de la Alegría sin conocer su angustia fundamental?», explicará. «La angustia que condicionaba todos los instantes de su vida: el hambre. Con una hache mayúscula, desde luego. El Hambre que atenazaba desde hacía generaciones a millones de hombres de aquel país, hasta el punto de que la verdadera línea divisoria entre los ricos y los pobres se situaba al nivel del vientre. Había los “do-bela” que comían dos veces al día, los “ek-bela” que sólo comían una vez, y los demás que ni siquiera podían contar con la seguridad de una comida cotidiana. Yo era un “three-bela”, el representante casi único de una especie de consumidores desconocida en los
slums

La vecina miró al francés con tanta sorpresa que él creyó que los ojos se le iban a salir de las órbitas.

—¡Tú, un Father
sahib
! —protestó—. Tú, de quien se dice que eres uno de los hombres más ricos de tu país, ¿quieres comer lo mismo que unos pobres como nosotros? Paul, gran hermano, no es posible, ¡tienes que haber perdido la razón!

«Selima, hermanita mía, ¡yo quería pedirte perdón!», dirá más tarde Paul Lambert. «En efecto, ¿cómo podías concebir por un segundo, tú, que vivías entre inmundicias, tú, que no veías nunca un pájaro ni el follaje de un árbol, tú, que algunos días no tenías siquiera una mondadura que dar a tus hijos, tú, que sentías moverse en tus entrañas a otro pequeño inocente que el día de mañana se colgaría a tus pechos exhaustos como odres rotos llorando de hambre, sí, cómo podías comprender que alguien pudiera ser tan loco como para cambiar su
karma
en el paraíso por aquel
slum
maldito y compartir en él tu miseria?»

—Hablo en serio, hermanita —confirmó Lambert—. A partir de mañana, tú eres quien me dará de comer, si quieres hacerme este favor.

Al día siguiente, a las doce, una de las hijas de Selima le llevó un plato de hojalata que contenía la comida del día. Un cucharón de arroz, un poco de col y de nabos, unos granos de
dal
…, esas lentejas que a menudo proporcionan sus únicas proteínas a los pobres de la India. Hubiese sido una ración de rey para los demás «ek-bela» del
slum
. Con su apetito de europeo más acostumbrado a los excesos alimenticios que a las frugalidades indias, el francés se dispuso a engullir aquel almuerzo en dos minutos. Pero, tal como temía, Selima había respetado la tradición india que exigía que se inflamase el menor alimento con la ayuda de pimentón y de especias. Y no tuvo más remedio que tragar cada bocado con lentitud y precaución. «Cierto día en que yo me sublevaba ante un médico indio contra esa costumbre que quitaba todo su sabor a los alimentos, me reveló la razón. Debido a que provoca la transpiración, activa el metabolismo sanguíneo y acelera la asimilación, el pimentón es antes que nada una manera de engañar el hambre para millones de seres subalimentados. Además, permite tragar cualquier cosa, ¡hasta desperdicios en mal estado!».

Lambert, que no hacía esfuerzos físicos agotadores, soportó gallardamente su nuevo régimen durante los dos primeros días. Cuando sentía algún retortijón, iba a beber un vasito de té con leche azucarado en el tenderete del viejo hindú que vivía delante. Pero al tercer día todo cambió. Empezó a sentir violentos calambres que le retorcían el vientre junto con mareos y sudores fríos. Apenas había engullido su única comida, cuando se desplomaba sobre su estera, vencido por el dolor. Intentó rezar, pero su mente estaba tan vacía como su estómago. En el curso de los días siguientes el hambre no le dio tregua. Tenía vergüenza. Había muy pocas personas en aquel lugar que tenían la suerte de comer una vez al día un plato semejante al que le cocinaba Selima. Tomó nota de las reacciones de su organismo. Su pulso se había acelerado considerablemente, lo mismo que la respiración. «¿Podré aguantarlo?», se preguntaba en medio de sus mareos, bajo el peso de la humillación de sentirse hecho un guiñapo cuando sus compañeros de miseria, con menos calorías, seguían tirando de las carretas o llevando cargas más propias de animales que de seres humanos.

Sin embargo, al cabo de unos días los trastornos desaparecieron, y la sensación de hambre se desvaneció como por arte de encanto. Su cuerpo se había adaptado. Lambert no sólo dejó de sufrir sino que además sentía un cierto bienestar. Entonces cometió un error fatal. Un visitante de Francia le había llevado
quenelles
de Lyon y un camembert, y quiso regalar esas especialidades de su país a aquellos vecinos tan necesitados. Mehbub sólo lo aceptó con la condición de que su amigo lo compartiera con ellos. La excepción tuvo un efecto desastroso: despertó su apetito de forma incontrolable. Las náuseas, los calambres, los accesos de sudor y los mareos reaparecieron con una intensidad aún mayor. Lambert se sentía cada día más débil. Sus músculos se fundían casi de manera visible. Sus brazos, sus muslos, sus piernas y sus pectorales parecían vaciados de sus fibras. Perdió varios kilos. Ir a llenar su cubo en la fuente, la más insignificante de las tareas, le exigía esfuerzos desmesurados. Apenas conseguía tenerse en pie durante más de media hora. Tuvo alucinaciones. Las pesadillas poblaban su sueño. Llegó hasta a bendecir la zarabanda de las ratas que le despertaba en el momento en que, en sus sueños, un desfile sin fin de hombres descarnados llegaba hasta él. Era una experiencia vivida del hambre en sí. Tanto en lo físico como en lo moral, Paul Lambert había asumido la condición de la mayoría de los habitantes de Anand Nagar. Había logrado su objetivo.

Y no obstante, no se llamaba a engaño. Conocía el alcance exacto de su experiencia y sus límites. «Era como uno de esos náufragos voluntarios que tienen la seguridad de que acudirán a socorrerles al cabo de un cierto tiempo. Mientras que el drama de los verdaderos náufragos es la desesperación. Yo sabía que si mi hambre iba más allá de los límites soportables, bastaba con que hiciera un gesto para saciarme. Si tenía el menor problema de salud, habría treinta y seis personas que se precipitarían en mi ayuda».

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