La Ciudad de la Alegría (24 page)

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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama

BOOK: La Ciudad de la Alegría
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—Father, continuaremos después del almuerzo.

Por la tarde el
babú
tenía un aire melancólico.

—Los datos del talonario del registro no coinciden con los del aviso que le han enviado —anunció—. Habrá que consultar otros registros.

«Sólo la cara sinceramente desolada del funcionario impidió que estallara mi cólera», dirá Lambert.

Los días sexto y séptimo pasaron sin que pudiera encontrarse el buen registro. El octavo día, el
babú
pidió cuarenta rupias a Lambert para dedicar dos empleados suplementarios a la búsqueda de las buenas referencias. Transcurrió una semana más. El desastre burocrático acababa con las mejores voluntades.

Paul Lambert había perdido ya toda esperanza, cuando, al cabo de seis semanas, recibió por correo un nuevo aviso invitándole a ir con la máxima urgencia a retirar su paquete. Por milagro, la protegida de Bandona aún vivía.

El
babú
recibió a su visitante con las muestras de amistad que merecía un conocido ya de antiguo. Su alegría al volver a verle no era fingida. Le pidió treinta rupias más para unas pólizas y cogió un bote de cola y un pincel al que sólo quedaban cuatro pelos. Embadurnó abundantemente el espacio reservado. Mientras, arrastradas por la tempestad de los ventiladores, las pólizas volaron. No hubo manera de encontrarlas, y Lambert tuvo que dar otras treinta rupias para tres nuevas pólizas. Luego se le invitó a rellenar una serie de impresos para determinar los derechos que había que pagar. Su cálculo y el de los diversos impuestos requirió cerca de una jornada. La suma era exorbitante: trescientas sesenta y cinco rupias, tres o cuatro veces el valor declarado del medicamento. Pero salvar una vida no tenía precio.

«No obstante, aún no habían terminado mis problemas», suspirará Lambert. En efecto, la Aduana no estaba autorizada a recibir directamente el pago de los derechos que fijaba ella misma. Tales derechos debían satisfacerse en el Banco Central, que entregaba un recibo. Así pues, un día más vagando por las ventanillas de ese establecimiento tentacular.

Apretando por fin el precioso recibo contra su pecho, Lambert volvió corriendo a la Aduana. Se había convertido en una cara tan habitual que todo el mundo le acogía con alegres «
Good morning
, Father!». Pero su
babú
parecía extrañamente inquieto. Se abstuvo de examinar el documento y rogó al sacerdote que le acompañara. Descendieron dos pisos y entraron en un depósito en el que se acumulaban en anaqueles montañas de paquetes y de cajas procedentes del mundo entero. El
babú
pidió a uno de los aduaneros de uniforme que fuera a buscar el paquete de medicamentos. Unos instantes más tarde, Paul Lambert veía por fin el precioso envío, una caja que no abultaba mucho más que dos paquetes de cigarrillos. «Era como un espejismo, una visión de vida y de esperanza, la promesa de un milagro. Aquella larga espera, todo aquel tiempo empleado en gestiones inútiles, aquella obstinación mía iban a concluir por fin en un salvamento».

Alargó la mano para coger su paquete.

—Lo siento mucho, Father —se excusó el aduanero uniformado—. No puedo entregarle este paquete.

Señaló una puerta que había a su espalda. Un letrero indicaba: «Incinerador de mercancías».

—Su medicamento ha caducado desde hace tres días —explicó, dirigiéndose hacia la puerta—. Estamos obligados a destruirlo. Es un reglamento internacional.

El
babú
, que había permanecido mudo, se apresuró a detenerle cogiéndole por un faldón de la camisa.

—Este Father es un hombre santo —exclamó—, trabaja para los pobres. Necesita este remedio para salvar la vida de una india. Aunque esté caducado, hay que entregárselo.

El aduanero de uniforme contempló la camisa remendada de Lambert.

—¿Trabaja usted para los pobres? —repitió con respeto.

Lambert dijo por señas que sí. Entonces vio que la mano del aduanero cogía un pincel y cubría con tinta negra la estampilla de «
CADUCADO
».

—Father, no diga nada a nadie, y que Dios le bendiga.

A pesar de un tratamiento intensivo, la protegida de Bandona murió cuatro semanas después. Tenía veintiocho años. Dejaba cuatro huérfanos. Pero en un
slum
esta palabra no correspondía a ninguna realidad. Cuando unos padres morían, y sabe Dios que eso ocurría con frecuencia, no dejaban huérfanos. Los niños nunca quedaban abandonados a su suerte. Otros miembros de la familia —un hermano mayor, un tío, una tía—, o, cuando no los había, unos vecinos, les recogían inmediatamente.

La muerte de la joven no tardó en olvidarse. Era otra característica del
slum
: pasara lo que pasase, la vida continuaba con una fuerza y un vigor que se renovaban sin cesar.

30

U
NA miríada de serpientes luminosas salpicaron de repente todo el cielo de resplandores, mientras que un estrépito de petardos estremecía la barriada de chozas. Diwali, la fiesta hindú de las luces, que se celebraba en el curso de la noche más negra del año, señala la llegada oficial del invierno. En este país donde todo es mito y símbolo, significa la victoria de la luz sobre las tinieblas. Las iluminaciones conmemoran una de las mayores epopeyas de la leyenda del
Ramayana
, el retorno de la diosa Sita, que trae su divino esposo Rama, después de su rapto en Ceilán por el demonio Ravana. En Bengala se cree también que las almas de los difuntos comienzan su viaje en esta fecha del año, y se encienden las lámparas para indicarles el camino. Es además la fiesta de la diosa Laxmi, que nunca entra en las casas oscuras, si no sólo en las que están brillantemente iluminadas. Y como es la diosa de la riqueza y de la belleza, se la venera con ardor, a fin de que depare dicha y prosperidad. Finalmente, para muchos bengalíes, es igualmente la fiesta de Kali, la sombría deidad que simboliza las negras pruebas a través de las cuales los hombres avanzaban hacia la luz. Para los habitantes de la Ciudad de la Alegría es sobre todo la esperanza al final de la noche.

Como todos los hogares de la India hindú, las chabolas del
slum
albergaron aquella noche encarnizadas partidas de naipes. Porque la fiesta perpetuaba una costumbre nacida de otra leyenda, la famosa partida de dados en el curso de la cual el dios Shiva había recuperado la fortuna que perdió en una partida anterior contra Pârvati, su esposa infiel. Para conseguir esta victoria, el dios había invocado a su divino colega Vishnú, quien se encarnó oportunamente en un par de dados. Así pues, la fiesta de Diwali era un homenaje al juego. Aquella noche todos los hindúes jugaban. A las cartas, a los dados, a la ruleta. Jugaban billetes de diez, de cinco, de una rupia, o solamente monedas de unas pocas
paisa
. Cuando no tenían dinero, se jugaban un plátano, un puñado de almendras, unos confites. Jugaban lo que fuera, pero jugaban. Ni siquiera Lambert pudo escapar al rito. Pues, aunque habitado por musulmanes, Fakir Bhagan Lane contaba también con un jugador empedernido. El viejo hindú de la
tea shop
invitó a su vecino extranjero a una descabellada partida de póquer que se prolongó hasta el alba. Como en la leyenda, permitió al devoto de Shiva acabar recobrando las veinte rupias que le había ganado su adversario.

Paul Lambert se enteró de la noticia cuando volvía a su casa. Selima, la esposa de su vecino Mehbub, que estaba encinta de siete meses, había desaparecido.

Tres días antes, en la fuente, la joven musulmana había sido discretamente abordada por una de sus vecinas. La gorda Mumtaz Bibi, matrona con la cara picada de viruela, era, en ese universo que la promiscuidad hacía transparente, un personaje un poco misterioso. Aunque su marido no era más que un simple obrero de fábrica, vivía con cierta opulencia. Habitaba la única casa de ladrillo que había en el callejón y su vivienda distaba mucho de ser una chabola. Del techo colgaba un adorno rarísimo: una bombilla eléctrica. Se decía que varios cuartos de los corralillos de alrededor eran de su propiedad, pero nadie era capaz de precisar de dónde salía su dinero. Las malas lenguas afirmaban que Mumtaz ejercía actividades ocultas fuera del barrio. Se había visto al padrino de la mafia local entrar en su casa. Se hablaba de un tráfico de
bhang
, la hierba india, de destilación clandestina de alcohol, de prostitución e incluso de una red de compra de niñas para las casas cerradas de Delhi y de Bombay. Pero nadie había respaldado esas maledicencias con la sombra de una prueba.

—Pásate por mi casa al volver de la fuente —le había dicho a Selima—. Tengo que hacerte una proposición interesante.

A pesar de su sorpresa, Selima obedeció. Desde que su marido había perdido el empleo, la pobre mujer no era más que una sombra. Su hermoso rostro regular se había ajado, y el brillantito incrustado en la aleta de la nariz hacía ya tiempo que había caído en el cofre del usurero. Ella, siempre tan erguida y tan digna en su viejo sari, andaba ahora como una vieja. Sólo su vientre permanecía intacto, un vientre hinchado, tenso, soberbio, que llevaba con orgullo. Era su única riqueza. Al cabo de dos meses iba a dar a luz al pequeño ser que se agitaba en su interior. El cuarto de sus hijos.

Mumtaz Bibi había preparado un plato de confites y dos vasitos de té con leche. Hizo sentar a la visitante en el poyo que le servía de cama.

—¿Te importa mucho tener este hijo? —preguntó a quemarropa, señalando con un dedo el vientre de Selima—. Si estás dispuesta a vendérmelo, podría proponerte un buen negocio.

—¿Venderle mi hijo? —balbuceó Selima, atónita.

—No exactamente tu hijo —corrigió rápidamente la gorda—. Sólo lo que llevas en tu vientre en este momento. Y por una suma coqueta, querida: dos mil rupias.

La opulenta viuda de Fakir Bhagan Lane ejercía la más reciente de las profesiones clandestinas de Calcuta: la búsqueda de embriones y de fetos humanos. En el origen de esta industria había una red de compradores extranjeros que recorrían el tercer mundo por cuenta de laboratorios internacionales y de institutos de investigaciones genéticas. La mayor parte de estos comanditarios eran suizos o norteamericanos. Utilizaban embriones y fetos para sus trabajos científicos o para fabricar productos de rejuvenecimiento que vendían a la clientela acaudalada de establecimientos especializados de Europa y de los Estados Unidos. La demanda había engendrado un fructífero tráfico del que Calcuta era uno de los polos. Uno de los proveedores de esta curiosa mercancía era un tal Sushil Vohra. Éste recurría a diversas clínicas especializadas en abortos. Se encargaba luego de preparar los envíos que salían con destino a Europa o a los Estados Unidos vía Moscú por el vuelo regular de la compañía soviética Aeroflot.

Los fetos más buscados eran naturalmente los más desarrollados, es decir, los de más edad. Pero eran también los más difíciles de obtener, lo cual explica la elevada suma propuesta a Selima, mientras que por un embrión de dos meses se pagaban menos de doscientas rupias. En efecto, era rarísimo que una mujer que había llegado al sexto o séptimo mes de su embarazo consintiera en renunciar a su hijo. Hasta en las familias más pobres, la llegada de hijos siempre se esperaba con alegría. Constituyen la única riqueza de los que no tienen nada.

Mumtaz Bibi adoptó un tono maternal.

—Piénsalo bien, pequeña. Tú ya tienes tres hijos. Tu marido está sin trabajo y he oído decir que en tu casa no se come todos los días. Tal vez no sea el mejor momento de añadir una nueva boca a tu hogar. Y con dos mil rupias se pueden llenar muchos platos de arroz, ¿sabes?

La pobre Selima lo sabía. Encontrar algunas mondas y unos desechos que poner en los platos de los suyos era su tortura cotidiana.

—¿Qué dirá mi marido si vuelvo a casa con dos mil rupias y sin…? —se inquietó la desventurada.

La otra esbozó una sonrisa cómplice.

—Vamos, tontuela, las dos mil rupias te las daré poco a poco. Tu marido no se dará cuenta de nada, y tú podrás comprar todos los días comida para los tuyos.

Las dos mujeres se separaron sin hablar más. Pero en el momento de irse, Mumtaz Bibi había llamado a Selima:

—¡Ah, olvidaba una cosa! —añadió tranquilizadoramente—. Si aceptas, no tienes que temer nada por tu salud. La operación se hace siempre en las mejores condiciones. Además, sólo dura unos minutos. Como máximo, faltarás de tu casa tres horas.

Curiosamente, la idea del peligro ni siquiera había pasado por la mente de la mujer de Mehbub: para un pobre del
slum
la muerte no era algo que preocupase.

Durante todo aquel día y la noche siguiente, la pobre mujer sólo pensó en aquella visita. Cada movimiento que sentía en su vientre le parecía una protesta contra el horrible trato que se le acababa de proponer. Nunca podría consentir en aquel asesinato, ni siquiera por dos mil rupias. Pero otras voces también iban a obsesionar a Selima durante la noche. Las voces familiares de sus otros tres hijos que lloraban de hambre. Al amanecer ya había tomado una decisión: acallaría aquellos gemidos.

Todo se organizó para dos días más tarde. Apenas recibir el mensaje del
slum
, el traficante Sushil Vohra preparó un gran bocal con un líquido antiséptico. Un embrión de siete meses tenía casi el mismo tamaño que un recién nacido. Llevó el recipiente a la pequeña clínica donde debía efectuarse la intervención. La Fiesta de las Luces planteaba ciertos problemas, ya que los cirujanos hindúes habituales se iban todos a jugar a las cartas o a los dados. Pero Sushil Vohra no era hombre que se dejase arredrar por tales obstáculos. Llamó a un cirujano musulmán.

El establecimiento médico en el que Mumtaz Bibi hizo entrar a Selima difícilmente podía aspirar al nombre de clínica. Era una especie de dispensario compuesto por una única sala dividida en dos por una cortina. La primera mitad servía para la recepción y para las curas, la segunda para las operaciones. El equipamiento quirúrgico era de los más sumarios: una mesa metálica, un tubo de neón en el techo, un frasco de alcohol, otro de éter sobre un estante. No había ni autoclave, ni oxígeno, ni reserva de sangre. Ni siquiera instrumental. Cada cirujano traía todo lo necesario.

Mareada por el olor de éter que impregnaba los suelos y las paredes, Selima se dejó caer en el único taburete que componía todo el mobiliario. El acto que se disponía a dejar realizar le parecía cada vez más monstruoso, pero estaba completamente resignada. Esta noche mi marido y mis hijos podrán comer, pensaba. Sentía entre su blusa y la piel el roce de los primeros billetes que le había entregado Mumtaz: treinta rupias, con las que podían comprarse trece kilos de arroz.

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