La Ciudad de la Alegría (26 page)

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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama

BOOK: La Ciudad de la Alegría
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»Otras manos se levantaron. Luego otras más. Finalmente, todas las manos se levantaron una a una, incluyendo la mía. Producía un efecto extraño ver todas aquellas manos en el aire, por encima de las cabezas. Ninguna estaba cerrada. No, nadie agitaba el puño. No había odio, más bien una especie de resignación. Por mucho que Rasul repitiera que la huelga era nuestra única arma, se echaba de ver que todos habían levantado el brazo de mala gana. ¿Cómo reprochárselo? El sindicato de los
rickshaws
no era el sindicato de los obreros de Dunlop, o de G. K. W., o de cualquier otra de las grandes fábricas. Allí, cuando los trabajadores iban a la huelga, el sindicato pagaba subsidios. Podían aguantar durante meses.

»Rasul volvió a coger la bocina para declarar que la huelga acababa de votarse por unanimidad. Luego gritó: “Camaradas, nuestro venerado presidente Mohammar Ismail nos convoca a todos en la explanada del Maidan para esta tarde a las tres. Todos unidos haremos oír nuestra cólera. Todos unidos, venceremos a los propietarios”. Luego soltó los eslogans sobre la revolución que todos repetimos a coro. Estábamos como borrachos. Gritábamos sin pensar. Gritábamos porque todos éramos unos pobres reunidos para gritar juntos.

»Lo más formidable era aquel sentimiento de desquite que se había apoderado bruscamente de nosotros. La gran ciudad de Calcuta nos pertenecía. A nosotros, los que tirábamos de hombres, a nosotros, a quienes los taxistas y los conductores de autobús y de camiones insultaban y despreciaban. A nosotros, a quienes los policías expoliaban y maltrataban, a nosotros, a quienes los clientes trataban siempre de estafarnos unas pocas
paisa
; a nosotros, los esclavos sudorosos y dolientes de los
sardars
y de los propietarios, a nosotros, el pueblo de los
rickshaws wallahs
, que ahora nos habíamos convertido de golpe en los amos. Ni un vehículo podía circular por el centro de la ciudad, completamente bloqueada por millares de
rickshaws
. Era como una inundación, sólo que aquí el monzón había hecho llover carritos vacíos. No sé cuántos éramos, tal vez cincuenta mil o más. Como los afluentes de un río, nuestros diferentes cortejos convergían todos en Chowringhee, a lo largo del Maidan, esa gran avenida que los señores de la policía habían prohibido a nuestros carritos tres meses atrás, con el pretexto de que ocupábamos demasiado lugar y que provocábamos atascos. Ahora nos veían pasar con la cabeza gacha bajo su casco blanco, la pistola en su cinturón bien lustroso y su
lathi
siempre a punto de golpear sobre el cráneo y la espalda de los pobres.

»Los responsables del sindicato habían distribuido pancartas rojas a lo largo de todo el recorrido. En ellas se decía que nosotros éramos los que tirábamos de los
rickshaws
de Calcuta y que nos negábamos a aceptar el nuevo aumento de nuestros alquileres. Se decía también que estábamos hartos de todos los abusos de la policía y que exigíamos el derecho de ganar nuestro arroz como todo el mundo. Los viandantes nos veían desfilar con asombro. Nunca habían visto tantos
rickshaws
a la vez. Sobre todo estaban sorprendidos. Estaban acostumbrados a que eran siempre los funcionarios del ayuntamiento los que se manifestaban, o los empleados de ferrocarriles o los conductores de tranvía, en una palabra, los que tenían la suerte de tener un verdadero empleo y que cobraban buenos sueldos. Que unos mendigos que consideraban como bestias de carga se atreviesen también a manifestarse era algo que no podían comprender.

»Mientras andábamos, íbamos martilleando eslogans que rematábamos con tres golpes de cascabel. Aquello era un estruendo impresionante. En la esquina de Lindsay Street, un vendedor de cocos decapitó todos sus frutos y los repartió entre nosotros para calmar nuestra sed. Lástima que no pudiéramos pararnos, porque me hubiera gustado decirle a aquel tipo que podía subir en mi
rickshaw
para ir donde él quisiera gratis. No ocurre todos los días que alguien os dé algo de beber en esta ciudad maldita. Más lejos, delante de las arcadas del Grand Hotel, donde yo había ido a hurgar en los cubos de basura con mis hijos, había turistas extranjeros que no podían volver a sus autocares a causa de nuestra manifestación. Parecían interesarse mucho por nosotros, porque tomaban fotografías. Algunos incluso se metían entre nosotros para hacerse retratar. Los
rickshaws
de Calcuta encolerizados eran un espectáculo tan atractivo como el de los tigres blancos del zoo de Alipore, ¿no? Yo no sé si hay
rickshaws
en huelga en otros países, pero podrían enseñar esas fotos a sus parientes y amigos, de regreso a sus casas, diciendo que podían verse espectáculos muy extraños en las calles de Calcuta.

»Nuestro cortejo llegó al lugar donde nos habían convocado, donde termina Chowringhee. A medida que nos uníamos unos a otros, el cortejo se iba hinchando hasta convertirse en un río más ancho que el Ganges. El destino final era el Sahid Minar, la columna que hay en el Maidan y que es tan alta que parece perforar las nubes. Arriba, en el balcón, podían verse policías. Era de imaginar, los millares de
rickshaws
de Calcuta reunidos debían de dar muchos quebraderos de cabeza a la policía. Al pie de la columna había un estrado adornado con banderas rojas. Algo verdaderamente grandioso. A medida que íbamos llegando, unos hombres del sindicato nos invitaban a alinear nuestros carritos en la parte lateral del Maidan, y a sentarnos delante del estrado. Yo me preguntaba cómo cada cual iba a encontrar su vehículo en aquel amontonamiento de
rickshaws
.

»Golam Rasul subió al estrado. Para aquel acontecimiento solemne se había puesto un
dhoti
muy limpio y una
kurta
blanca. Pero, a pesar de sus ropas elegantes, seguía pareciendo igual de raquítico. Varias personas más se encontraban en el estrado con él, pero nosotros no sabíamos quiénes eran. Al cabo de un momento Rasul cogió un micrófono y gritó algo en hindi. Casi todo el mundo se puso en pie para gritar: “Abdul Rahman
zindabad
”. Rasul siguió hablando, esta vez en bengalí. Entonces me enteré de la llegada del presidente de nuestro sindicato. Era un hombrecillo gordezuelo que parecía un
babú
de partido político. No parecía haber tirado a menudo de los
rickshaws
, a menos que hubiese sido en otras vidas. Le rodeaban una decena de personas que apartaban a la gente ante él. Sólo les faltaba barrer el polvo bajo sus pies. Agitaba la mano al pasar por entre nosotros. Y no era una pobre piedra lunar lo que llevaba en los dedos, sino varias sortijas de oro con enormes piedras preciosas que brillaban al sol. Subió al estrado y se sentó en la primera fila con sus acompañantes. Rasul anunció que iba a presentarnos a los enviados de los demás sindicatos que venían para traernos el apoyo de sus adherentes. Había allí representantes de las hilaturas de yute, de los automóviles Hindustán, de los astilleros y de no sé qué más. Cuando hacía una señal, todos prorrumpíamos para cada una de ellas en un torrente de “
Zindabad!
” que cada vez hacía levantar el vuelo a las cornejas en todas direcciones. Nos emocionaba descubrir que había personas que podían interesarse por desgraciados como nosotros. Rasul hizo aclamar nuevamente a nuestro presidente. Lleno de felicidad por los aplausos, el hombre de las sortijas se levantó para hablar. Debía de estar muy acostumbrado a ese tipo de mítines, porque todos sus gestos parecían especialmente calculados. Empezando por su silencio. Permaneció un minuto largo mirándonos sin decir nada, meneando suavemente la cabeza como un campesino satisfecho que contempla las espigas de su campo de arroz ondulando hasta el horizonte. Luego se decidió a hablar, mezclando frases en bengalí y en hindi. Yo no entendí todo lo que decía, porque utilizaba sobre todo el hindi que comprendía la mayoría de los allí reunidos, que eran
biharis
. Pero hablaba condenadamente bien, el
babú
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Abdul. De todas formas, comprendí que decía que los patronos nos mataban de hambre, que se hacían ricos con nuestro sudor y nuestra sangre, y que aquello continuaría hasta que el gobierno capitalista no se decidiera a expropiarles para darnos los carritos de los que tirábamos. Verdaderamente, era una buena idea, y le aplaudimos mucho. Incluso hubo quien gritó para reclamar una expropiación inmediata, de ese modo nunca más se hablaría de aumentos. Abdul continuó su discurso hablando cada vez más aprisa y en voz más alta. Parecía que estuviera declamando el
Ramayana
, tal era la pasión que ponía en sus palabras. Señalaba con el dedo a unos propietarios imaginarios y hacía como que les atravesaba con un cuchillo. El efecto era tan impresionante que algunos compañeros empezaron a aplaudir o a aullar alzando el puño. Los niños que se habían metido entre nosotros para vender confites y té, e incluso los individuos que hacían la colecta, se interrumpieron para levantar el puño y gritar con los otros. No sé si algunos propietarios o sus factótums miraban el espectáculo desde lejos y oían nuestros gritos, pero de ser así debían de poner la cara muy rara. Porque si en aquel momento Abdul nos hubiese pedido que fuéramos a incendiar sus casas, estoy seguro de que le hubiéramos seguido como un solo hombre. Pero prefirió aprovechar que tenía reunidos a todos aquellos desgraciados que le escuchaban como a un
gurú
salido de la trompa de Ganesh, para hacer política y atacar al gobierno acerca de la multiplicación de los abusos y de las brutalidades de la policía. Era un asunto que nos afectaba tanto que una formidable ovación interrumpió sus discursos durante varios minutos. Unas voces empezaron a gritar rítmicamente: “¡Todos al Writers’ Building!”.

»El Writers’ Building es el enorme edificio de Dalhousie Square que alberga las oficinas del gobierno. Abdul levantaba los brazos para tratar de calmar los gritos. Pero un viento de cólera había empezado a soplar bruscamente entre la asistencia. Hubiérase dicho el tornado que anunciaba un ciclón. Entonces ocurrió algo curiosísimo. Uno de los hombres-caballo salió de entre la muchedumbre y atropellándolo todo a su paso, corrió hacia el estrado, subió los escalones y se precipitó hacia el micrófono antes de que Abdul o alguno de los que le rodeaban pudiera interponerse.

»—¡Camaradas! —exclamó con voz cavernosa—. ¡El
babú
quiere adormecernos! ¡Con sus bonitas frases trata de ahogar nuestra ira! Para que sigamos siendo unos corderos. ¡Para que todos los
sardars
puedan seguir devorándonos sin ruido!

»Estábamos tan estupefactos que todos nos levantamos. Entonces reconocí al Chirlo. Los del estrado no se habían atrevido a quitarle el micrófono. Hablaba con dificultad a causa de su enfermedad del pecho.

»—¡Camaradas! ¡Hay que demostrar nuestra cólera con hechos! —levantó un brazo para señalar Chowringhee—. ¡No tenemos nada que hacer aquí en el Maidan! Donde tenemos que manifestarnos es ante las casas de los propietarios de nuestros
rickshaws
. ¡Yo sé dónde vive uno de esos vampiros! ¿Sabéis que él solo, el señor Narendra Singh, a quien llamáis el Bihari, es el dueño de más de trescientos
rickshaws
? Camaradas, es a él y a sus compadres a quienes hay que demostrar cuál es nuestra fuerza. ¡Vamos todos ahora mismo a Ballygunge!

»El Chirlo volvía a tomar resuello cuando una decena de hombres vestidos con uniforme caqui irrumpieron en el estrado. Le sujetaron por la cintura y le arrastraron sin contemplaciones hasta el pie del estrado. Abdul Rahman volvió a apoderarse del micrófono.

»—¡Provocación! —gritó—. ¡Este hombre es un provocador!

»Hubo unos instantes de confusión mientras se llevaban al Chirlo. Algunos compañeros se apresuraron a acudir en su ayuda, pero fueron brutalmente rechazados. La revolución no iba a estallar aquel mismo día.

»Abdul siguió hablando largamente. Luego tomó la palabra uno de los representantes de los demás sindicatos. Estaba claro que intentaban caldear el ambiente, pero después del incidente del Chirlo, todos estábamos desanimados. Lo único que pensábamos es que todos aquellos discursos nos habían impedido ganar nuestro dinero aquel día, y que mañana sucedería lo mismo. Nos preguntábamos cuánto tiempo íbamos a poder resistir aquella huelga. Cuando terminaron todos los discursos, el presidente del sindicato volvió a coger el micrófono y nos invitó a cantar con él el canto de los trabajadores. Yo nunca había oído hablar de aquel canto, pero los más antiguos, los que ya habían asistido a otros mítines en el Maidan, sí lo conocían. Abdul y los de la tribuna lo entonaron, y millares de voces en la explanada hicieron coro. Los compañeros me dijeron que era el canto de los trabajadores en todos los países del mundo. Se llamaba
La Internacional

32

T
ODO empezó con un simple asunto de redistribución de tierras. Al ocupar el poder, el gobierno comunista de Bengala invitó a los campesinos sin tierra a apoderarse de las propiedades de los
zamindar
y a reagruparse para cultivarlas colectivamente. Exceptuando algunos asesinatos de propietarios que habían intentado resistirse, la operación se había desarrollado sin mucha violencia. Entonces estallaron los incidentes de Naxalbari, y de súbito la cuestión dejó de ser un simple enfrentamiento entre propietarios y campesinos para convertirse en una de las crisis políticas más graves que han amenazado a la India desde la Independencia.

Naxalbari es un distrito que está en el corazón de la estrecha faja de tierra que forma el norte de Bengala entre las fronteras del Nepal y del Pakistán Oriental. El Tíbet y la China están tan sólo a ciento cincuenta kilómetros. Es una región accidentada de plantaciones de té y de junglas propicias a la infiltración y a la guerrilla. No hay ninguna ciudad, sólo aldeas y campamentos habitados por campesinos de origen tribal que subsisten miserablemente en tierras tan pobres que los plantadores las desdeñaron.

Una larga tradición de activismo rojo sacude de forma endémica esta población que ya se había sublevado varias veces contra el poder. En ninguna otra parte la nueva política de redistribución de las tierras se había aplicado con tanto rigor. Ni con tantos excesos. Alentados por estudiantes izquierdistas procedentes de Calcuta y sin duda formados en China, que iban a recibir el nombre de naxalitas, los campesinos asesinaron, tendieron emboscadas, atacaron a las fuerzas del orden. En el vocabulario del comunismo indio, la palabra naxalita no tardó en ocupar un lugar al lado de bolchevique y Guardia Roja. Inspirándose en la enseñanza revolucionaria de Mao Tse-tung, los guerrilleros combinaban el terrorismo con la guerra popular. Encendían hogueras en las plazas de los pueblos para quemar los títulos de hipotecas y los recibos de deudas, antes de decapitar a la manera china a algunos usureros y grandes propietarios ante el entusiasmo de las muchedumbres.

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