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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama

La Ciudad de la Alegría (30 page)

BOOK: La Ciudad de la Alegría
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—¡Buenos días, reverendo! Le traigo los más respetuosos saludos de la República Francesa. Soy el cónsul de Francia en Calcuta.

Paul Lambert abrió penosamente los ojos.

—¿A qué debo este honor? —preguntó, inquieto.

—¿No sabe que el primer deber de un cónsul es velar por sus conciudadanos?

—Se lo agradezco, señor cónsul, pero no necesito su solicitud. Aquí tengo muchos amigos.

—Precisamente son sus amigos los que me han avisado. Porque su estado de salud exige una…

—¿Repatriación? —cortó Lambert, recobrando bruscamente un poco de vigor—. ¿Es eso lo que ha venido a proponerme? ¡Una repatriación sanitaria! No tenía que tomarse tantas molestias, señor cónsul. Le agradezco su simpatía, pero le ruego que se ahorre esos gastos. Los pobres de este
slum
no se benefician nunca de «repatriaciones».

Inclinó la cabeza y cerró los ojos. La sequedad del tono había impresionado al diplomático. «Este cura es un duro», pensó.

—Al menos consienta en dejarse cuidar en una buena clínica —buscaba las palabras para convencerle—. Piense en lo que significa la ayuda que presta usted a sus amigos. Y en el vacío que su marcha no dejaría de crear.

—Mi vida está en las manos de Dios, señor cónsul. Él es quien tiene que decidir.

—Sin duda ha decidido que debe usted curarse, y por eso estoy aquí —arguyó el diplomático.

—Tal vez —admitió Lambert, impresionado por la lógica de este argumento.

—En este caso le suplico que permita a sus amigos que le lleven a…

—A un hospital para todo el mundo, señor cónsul. No a una clínica de ricos.

Dumont supuso que estaba ya a mitad de camino de su meta. Con un poco más de paciencia, Lambert se dejaría convencer del todo.

—Cuanto mejor le atiendan, antes podrá reemprender sus actividades.

—Lo que yo deseo no es reemprender mis actividades, señor cónsul, sino estar seguro de poder mirar siempre cara a cara a los hombres que me rodean.

—Le comprendo. Pero permita que le tranquilice: no se privará a los pobres de una sola rupia para pagar su hospitalización. El consulado correrá con todos los gastos.

Lambert dejó oír un largo suspiro. Aquella conversación le había agotado.

—Le estoy muy agradecido, señor cónsul, pero no es un asunto de dinero. Para mí se trata de respetar un compromiso libremente elegido. Esta enfermedad es providencial. Le suplico que no insista.

Un espasmo sacudió al enfermo. Antoine Dumont contempló aquel cuerpo inanimado y por un instante se preguntó si no había muerto. Pero en seguida pudo oír el silbido irregular de la respiración.

Fuera, en el callejón, Ashish y Shanta, Bandona, Margareta, Aristote John, Kamrudin, el viejo Surya, Mehbub y otros muchos vecinos, esperaban con ansiedad. Cuando apareció la barrosa cara del diplomático, todos fueron hacia él.

—¿Y bien? —preguntó Margareta.

El cónsul se enderezó el lazo de la pajarita.

—¡Sólo una victoria a medias! Ni hablar de una clínica, pero consiente en ir al «hospital de todo el mundo». La expresión es suya. Creo que hay que respetar su voluntad.

Al irse el diplomático, Margareta acomodó a Paul Lambert en un
rickshaw
y lo transportó al City Hospital, uno de los principales centros hospitalarios de la capital de Bengala. Con su césped cuidadosamente cortado, su estanque, su fuente y su avenida de buganvillas, el lugar tenía unos alrededores bastante bonitos. El pabellón de urgencias estaba indicado por un cartel rojo que señalaba un amplio edificio cuyas puertas y cristales estaban casi todos rotos. Margareta estuvo tentada de decir al hombre del
rickshaw
que diese media vuelta. Ni siquiera las más dolorosas visiones de la Ciudad de la Alegría la habían preparado para el sobresalto del espectáculo que le esperaba: vendajes sanguinolentos sembrados por los pasillos, camas dislocadas que servían de cubos de basura, colchones destripados y rebosantes de cucarachas, restos de ventiladores caídos por azar y que nadie había recogido nunca. Pero lo peor era el patio de Monipodio que asediaba el lugar. Enfermos gravísimos con encefalitis, trombosis coronarias, tétanos, fiebre tifoidea, tifus, cólera, abscesos sobreinfectados, heridos, amputados, víctimas de quemaduras, yacían allí revueltos, a menudo a ras de suelo. Atados con cordeles a las barandillas, a los trapecios, a los ventiladores averiados, unos frascos de suero o de glucosa trataban de mantener con vida a aquellos moribundos.

Margareta acabó por descubrir una camilla de bambú para instalar en ella a Lambert, inconsciente. Como nadie venía a examinarle, metió un billete en la mano de un enfermero para obtener un frasco de suero y una jeringuilla que ella misma clavó en el brazo del enfermo. Luego pidió drogas anticoléricas. Pero como muchos establecimientos, el City Hospital carecía de medicamentos. La prensa denunciaba frecuentemente el pillaje de que los hospitales eran víctimas y que enriquecía a numerosas farmacias pequeñas afincadas alrededor de sus muros.

—Tengo sed…

Paul Lambert abrió por fin los ojos al universo de pesadilla que era su «hospital de todo el mundo». No había ni cántara de agua para los heridos y los enfermos graves. De vez en cuando un mozo de sala pasaba con un odre y cobraba cincuenta
paisa
el vasito. Al final del pasillo se encontraban las letrinas. Habían arrancado la puerta y el desagüe estaba obstruido. Los excrementos desbordaban y se esparcían por el pasillo para la gran felicidad de miríadas de moscas. En medio de todo aquel caos, Paul Lambert vio pasar un perro. Iba de camilla en camilla lamiendo la sangre, los vómitos, los escupitajos y los cagajones que manchaban el cemento.

Millares de enfermos se atropellaban cotidianamente a las puertas de estos centros, con la esperanza de recibir algunos cuidados, de obtener una cama —o un lugar en el suelo—, al fin de al menos poder comer durante unos días. Casi en todas partes había el mismo hormigueo. En algunos pabellones de maternidad llegaba a haber hasta tres paridas con sus bebés en el mismo colchón, lo cual originaba frecuentes asfixias de recién nacidos. Campañas de prensa denunciaban regularmente la incuria, la corrupción y los robos que paralizaban algunos hospitales. En el que estaba Lambert, una costosa bomba de cobalto había permanecido inutilizada durante meses porque nadie había asumido la responsabilidad de gastar las seis mil ochocientas rupias necesarias para su reparación. En otros, la unidad de reanimación cardíaca estaba cerrada por falta de aire acondicionado. En otros, los dos desfibriladores y diez de los doce electrocardiógrafos estaban averiados, lo mismo que la mitad de los monitores que había en la cabecera de las camas, para no hablar del monitor central. El aprovisionamiento de oxígeno y de bombonas de gas para la esterilización era defectuoso casi en todas partes. «El único aparato que parece funcionar bien, y eso cuando no hay cortes de corriente, es la máquina de electroshock del Gobra Mental Hospital, la clínica psiquiátrica», podía leerse en un periódico. El nuevo pabellón quirúrgico del S. P. Hospital no se había podido abrir porque la dirección de Sanidad aún no había aprobado el nombramiento de un ascensorista. Casi por doquier, la falta de técnicos y de placas obligaba a la mayoría de enfermos a esperar una media de cuatro meses para una radiografía. Y semanas para el menor análisis. En el Nil Ratan Sarkar Hospital, próximo a la gran estación de Sealdah, once ambulancias de cada doce estaban averiadas o abandonadas, con el techo reventado, las piezas del motor saqueadas, las ruedas desaparecidas. En muchos bloques operatorios, las cajas de fórceps, escalpelos, pinzas e hilos para sutura estaban casi siempre vacías, porque habían sido robadas por el personal. Los escasos instrumentos que seguían en su lugar raramente estaban afilados. El hilo era a menudo de tan mala calidad que muchas suturas se abrían. En numerosos sitios, las reservas de sangre eran casi inexistentes. Para procurarse el precioso líquido, los pacientes o sus familias a veces tenían que dirigirse, antes de las operaciones, a los compradores especializados en el chanchullo de la sangre que ya había tenido ocasión de conocer Hasari Pal. Por otra parte, estos parásitos encontraban en los hospitales ocasiones doradas de enriquecerse. Unos acechaban a los enfermos en la entrada, en general pobres gentes que venían del campo, y les prometían una hospitalización inmediata o un examen médico contra el pago de una gratificación. Otros se hacían pasar por auténticos médicos: llevaban entonces a sus víctimas a salas de consulta dirigidas por enfermeros cómplices. Invitaban a las mujeres a entregarles sus joyas antes del examen radiográfico. Y desaparecían.

En algunos hospitales, el saqueo de la comida destinada a los enfermos había adquirido tales proporciones que se la transportaba en unos carritos cerrados con candado. A pesar de estas precauciones, numerosos productos alimenticios y casi la totalidad de la leche iban a parar habitualmente a las innumerables
tea shops
que se habían establecido alrededor de los hospitales. El azúcar y los huevos eran sistemáticamente hurtados para revenderse allí mismo a precios dos veces inferiores a los que se pagaban en los mercados. Los periódicos pusieron también de manifiesto que el saqueo no sólo afectaba a la alimentación. En algunos establecimientos sanitarios, como en el Sagore Dutta Hospital de Kamarhati, no había ni puertas ni ventanas. Por la noche había que cuidar a los enfermos a la luz de una vela: todas las bombillas habían desaparecido. Sin duda alguna, el gesto de Margareta hubiese indignado a Lambert. Acababa de deslizar veinte rupias en la mano de un enfermero para que consiguiera a su protegido una cama en una sala. Aquello era habitual. Constantemente había pobres diablos que se veían expulsados de sus catres para que les reemplazaran los beneficiarios de esos
bakchichs
.

De no ser por los frascos de suero, los medicamentos, la comida que la indomable india le mandaba todos los días, Lambert quizá hubiese muerto. Organizó una colecta en el
slum
y todos los pobres dieron algo para contribuir a salvar a su «Father». Los hijos de Mehbub fueron a las vías del tren para recoger escorias. Surya, el viejo hindú de la
tea shop
, ofreció varios paquetes de golosinas. La madre de Sabia, el niño tuberculoso que murió en el cuarto de al lado, había cortado y cosido una camisa para el
daddah
Paul. Hasta los leprosos habían entregado las limosnas recogidas durante varios días de mendicidad. En su aflicción, Paul Lambert no había conseguido ser enteramente un pobre como los demás.

Pero, como tan a menudo en la India, lo peor se codeaba con lo mejor. Había en el hospital toda una red de lazos humanos que borraban en muchos casos la impresión de aislamiento, de anonimato, de horror. Unos jergones más allá del de Lambert, yacía un pobre diablo que habla sufrido, a raíz de un accidente, una de las operaciones más delicadas y audaces de la cirugía moderna, una osteosíntesis del raquídeo con injerto de la columna vertebral. Lambert constataba día a día la mejora de su estado. En la soledad de aquella sala común, el hombre era objeto de atención y cuidados extraordinarios. Las enfermeras le levantaban todas las mañanas para ayudarle pacientemente a dar algunos pasos por entre las filas. Cada dos o tres días le visitaba su cirujano, un hombrecillo calvo que llevaba bata blanca. Dedicaba diez o quince minutos a examinarle y a charlar con él. Unas camas más allá, una madre estaba acuclillada en el suelo, junto a la cuna de su bebé aquejado de meningitis. A nadie se le hubiera ocurrido impedir que la pobre mujer permaneciera al lado de su hijo. Y los encargados de servir la comida jamás pasaban por delante de ella sin ofrecerle un plato de arroz. Sorprendidísimos de haberse enterado de que tenían a un
sahib
por compañero de sufrimientos, varios enfermos se arrastraban hasta él para rogarle que les descifrara los pedazos de papel improvisado que les servían de recetas. Cuántas veces Lambert se maravilló de descubrir con qué conciencia y precisión algunos médicos, aunque desbordados de trabajo, prescribían un tratamiento a los más anónimos de sus pacientes. Nada estaba nunca totalmente podrido en aquella ciudad inhumana.

36

J
AMÁS se había visto un espectáculo parecido: millares de
rickshaws
abandonados por toda la ciudad. La huelga, la primera gran huelga de los últimos hombres-caballo del mundo, paralizaba el transporte más popular de la ciudad.

«Pero la huelga es un arma para los ricos —admitiría dolorosamente Hasari—. Los buenos propósitos no duran mucho cuando uno tiene el vientre retorcido por los calambres del hambre y la cabeza tan vacía como la piel de una cobra que acaba de mudarla. Estos patronos brutales lo sabían perfectamente. Sabían que nos desmoronaríamos pronto. Al cabo de dos días, algunos camaradas volvieron a sus varas. Otros los imitaron. Pronto habíamos regresado todos a la calzada, en espera de clientes, incluso aceptando precios por debajo de la tarifa para poder comer en seguida cualquier cosa. Y nos vimos obligados a pagar los nuevos alquileres. Fue muy duro. Pero felizmente se produjo un acontecimiento en esta ciudad que impide llorar en demasía la propia suerte. Cuando conocí a mi compañero Atul Gupta, me froté varias veces los ojos», cuenta Hasari Pal. «Me preguntaba si en lugar de esperar clientes en la esquina de Russel Street, no estaba en un cine viendo una película. Porque Atul Gupta se parecía al héroe de una película hindú. Era un buen mozo, con su bigote negro bien alisado, los cabellos cuidadosamente peinados, mejillas saludables y un verdadero pantalón de
sahib
. Aún más increíble, llevaba calcetines y zapatos. Zapatos de verdad, que se abrochaban por encima del pie, no sandalias de plástico como cualquiera. Pero aún tenía algo más sorprendente: lucía un reloj de oro en la muñeca. ¿Puede imaginarse que alguien que tire de un
rickshaw
lleve un reloj de oro en la muñeca?

»Yo había visto películas donde aparecían héroes disfrazados de
rickshaws wallahs
, pero eso era en el cine. Y Gupta era de carne y hueso. Nadie sabía de dónde había salido. Claro que en Calcuta se vivía con gentes de las que no se sabía nada, mientras que en nuestro pueblo todo el mundo se conocía desde hacía generaciones. Acerca de Gupta, sólo había una cosa segura: había tenido que ir mucho a la escuela, porque era más sabio que todos los brahmas de Calcuta juntos. Nadie recitaba
Ramayana
como él. Era un verdadero actor. Se sentaba en cualquier parte y empezaba a decir versos. En seguida se formaba un grupito a su alrededor. En pocos segundos hacía que lo olvidáramos todo, los cortes en la planta de los pies, los calambres de estómago, el calor. Nos hechizaba. Tenía una manera prodigiosa de personificar tan pronto a Rama como a Sita o al horrible Ravana. Le hubiéramos estado escuchando durante horas, días, noches. Nos transportaba por encima de las montañas, a través de los mares y los cielos. Después, el
rickshaw
parecía pesar menos. En pocos meses aquel Gupta se convirtió en un héroe entre los
rickshaws wallahs
de Calcuta. ¿Cómo había acabado por convertirse en un infeliz como nosotros? Misterio. Unos decían que era un espía, otros un agitador político. Vivía en una pensión de Free School Street que frecuentaba gente rara, extranjeros que andaban descalzos y que llevaban collares y ajorcas en los tobillos. Se decía que se inyectaban droga y que fumaban, pero no
bidis
, sino el
bhang
que da el nirvana. En cualquier caso, Gupta no iba descalzo y yo nunca le vi con un cigarrillo en los labios. Trabajaba duramente como todos nosotros. Al amanecer siempre era el primero en llegar a la parada de Park Circus. Y seguía tirando de su carrito bastante después de que cayese la noche. Claro que hay que decir que no tenía tras él años de estómago vacío, como los demás. Aún tenía un buen motor. Como nos ocurría a la mayor parte de nosotros, su
rickshaw
carecía de licencia. En Calcuta, con un buen
bakchich
uno hubiera podido conseguir las llaves del paraíso.

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