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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama

La Ciudad de la Alegría (29 page)

BOOK: La Ciudad de la Alegría
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El día previsto, a las seis de la tarde, el lamento de las caracolas y el redoble obsesionante de millares de
dahks
[39]
, que desde hace siglos ritmaban las
pujas
de Durga, anunciaron el comienzo oficial de la fiesta. Durante cuatro días de una delirante verbena, el pueblo del
slum
, lo mismo que millones de hombres de toda la ciudad, iba a desfilar en familia bajo la luz de los focos, ante los cuatro
pandals
diseminados por la Ciudad de la Alegría. Hindúes, sijs, musulmanes, budistas, cristianos, estaban fraternalmente unidos en un mismo sueño. Los hombres llevaban
sherwanis
de lana sobre los pantalones y sus mujeres
kurtas
de seda verde, y, en las orejas, pendientes dorados que les daban un aire de princesas orientales. Nasir, el primogénito de Mehbub que fabricaba bolígrafos en un taller-presidio, y sus hermanas, hasta la más pequeña, con el vientre hinchado por las lombrices, también iban maquillados y vestidos como principitos, a pesar de que la familia, trágicamente sacudida por la desaparición de la madre, había caído en la miseria más absoluta. Al lado de Mehbub y de sus hijos, Paul Lambert reconoció al viejo hindú de la
tea shop
. Su frente estaba adornada con las tres rayas de ceniza de los adoradores de Shiva. Visiblemente conmovido por su
darshan
[40]
con la divinidad, insensible a la baraúnda de los altavoces y a las luces, con los ojos cerrados parecía abismado en una beatitud total. Viendo a aquel santo varón en oración, Paul Lambert recordó unas palabras del profeta Isaías: «Las oraciones de los pobres y de los huérfanos nunca ascienden hasta mí sin recibir una respuesta».

Al llegar el crepúsculo del cuarto día, todas las estatuas de la Ciudad de la Alegría se izaron sobre carros iluminados, recubiertos de telas y de flores, a fin de ser solemnemente conducidas en procesión, al son de las fanfarrias, de las gaitas, de los tambores y de las caracolas, hasta las orillas del Hooghly, el lánguido brazo del Ganges, Madre del mundo. En aquel mismo momento, en toda la ciudad cortejos semejantes tomaban la misma dirección. En camiones, en carritos de mano, en taxis, en coches particulares e incluso en triciclos y en
rickshaws
, millares de Durgas descendían hacia el río acompañadas por sus devotos propietarios. Uno de los
rickshaws
prisioneros de esta marea llevaba el número 1.999. Cada vez que se detenía, Hasari Pal volvía la cabeza para contemplar el maravilloso espectáculo de la diosa que llevaba en el asiento de su carrito, una Durga casi de tamaño natural, con diez brazos, de magníficos cabellos negros ceñidos por una diadema de oro, y con ojos ardientes. «¡Oh, Dios mío!», se decía, deslumbrado. «Hasta mi
rickshaw
se ha convertido en un altar».

Cientos de miles de habitantes se aglomeraron aquella noche a orillas del río, y Hasari necesitó horas para llegar hasta allí. Cuando lo consiguió, los miembros de la familia a la que pertenecía la estatua y que le habían seguido en un segundo
rickshaw
, adornaron la diosa con guirnaldas de flores, y la bajaron lenta, respetuosamente hasta el agua. Hasari la vio alejarse con emoción, arrastrada por la corriente. Como todas las demás Durgas, aquella noche llevaba hasta la inmensidad de los océanos las alegrías y las penas del pueblo de Calcuta.

34

¡
TODA una tarea! Después del hindi y del urdú penosamente descifrados gracias al estudio comparado de los Evangelios, Paul Lambert se dedicaba ahora a romper definitivamente su aislamiento lingüístico. Provisto de una gramática, se consagró mañana y noche, durante una hora, a la conquista de la lengua bengalí. Afortunadamente, al comienzo de la obra había unas cuantas frases traducidas del bengalí al inglés. Convencido de que los nombres de ciudades y otros nombres propios debían escribirse del mismo modo en las dos lenguas, identificó las palabras correspondientes y las descompuso para hacerse un alfabeto bengalí. En cuanto a la pronunciación, unos dibujos indicaban para cada letra la posición de la lengua en relación al paladar, a los dientes y a los labios. Así, la O se pronunciaba con el borde de los labios ligeramente entreabierto, pero con la boca cerrada. Para emitir el sonido U, había que aplicar la lengua contra los dientes superiores. Era tan complicado que tuvo que ir al bazar de Howrah a comprar un accesorio que despertó la curiosidad de sus vecinos: un espejo. Debidamente equipado, pudo así dominar progresivamente la gimnasia de las innumerables letras aspiradas que hacen del bengalí una lengua que se pronuncia perpetuamente sin resuello. Estos esfuerzos le dieron la oportunidad de comprobar una cosa. «La imagen que me devolvía el espejo no era nada alentadora». «La calvicie se iba adueñando de buena parte de mi cráneo y tenía las mejillas hundidas. Su color era esa tonalidad gris del
slum
».

Aquel mal aspecto era la señal de que la indianización del francés iba por buen camino. Un día sus vecinos comprendieron que estaba casi consumada. Fue al final de una ceremonia de boda. Unos amigos hindúes acababan de casar a la menor de sus hijas con el hijo de uno de sus vecinos. Lambert se arrodilló ante el padre y la madre para hacer lo que quizá ningún extranjero había hecho hasta entonces. Recogió el polvo de sus sandalias y se lo llevó a la frente. Con aquel gesto quería decir: «Puesto que mi hermanita se ha desposado con mi hermanito, vosotros sois mis padres. He entrado en vuestra familia». Aquella noche Lambert visitó al joyero usurero de su callejón. Le enseñó la cruz de metal con las dos fechas que su madre había hecho grabar —la de su nacimiento y la de su ordenación—, y le pidió que grabara debajo de estas fechas la palabra bengalí Premanand, que había elegido como su nombre indio. Premanand significa en bengalí «Bienaventurado el que es amado por Dios». Rogó al joyero que dejara un lugar al lado de la inscripción para grabar allí, cuando llegase el momento, la tercera fecha más importante de su vida. Porque aquel mismo día Lambert había hecho una gestión insólita. Había dado un paso incomprensible para los indios, que están convencidos de que nada puede cambiar la condición que se recibe al nacer… salvo la muerte y otra vida. Había ido a una oficina del Ministerio del Interior para rellenar unos impresos con objeto de solicitar del gobierno de la India el honor de unirse oficialmente al pueblo de los pobres de la Ciudad de la Alegría. Había pedido la nacionalidad india.

Ashish y Shanta Ghosh, el joven matrimonio hindú del Comité de Escucha, una noche interrumpieron a Lambert en una de sus sesiones de mimo lingüístico ante el espejo.

—Father, tenemos que darte una noticia —dijo Ashish mesándose febrilmente la barba—. Tú serás el primero en conocerla.

Lambert invitó a los jóvenes a sentarse.

—Hemos decidido irnos del
slum
y volver a la aldea.

Bajo su velo rojo estampado, Shanta acechó la reacción del sacerdote.

«¡Dios mío!», pensó Lambert, «es la mejor noticia que me dan desde que llegué a este pudridero. ¡Si la gente empieza a volver a los pueblos estamos salvados!».

—¿Qué es lo que os ha…?

—Hace tres años que ahorramos céntimo a céntimo —se apresuró a decir Shanta—. Y hemos podido comprar a un hindú que casaba a su hija una hectárea de buena tierra cerca de la aldea.

—Haremos un gran estanque en medio para criar peces —explicó su marido.

—Y el agua nos servirá para una segunda cosecha de estación seca —añadió Shanta.

A Lambert le parecía que ante él se estaba produciendo una especie de milagro. El milagro con el que soñaban los millones de muertos de hambre que habían tenido que huir a Calcuta.

—Primero se irá Shanta con los niños —dijo Ashish—. Ella sembrará y trasplantará el primer arroz. Yo me quedaré aquí para ganar un poco más de dinero. Si la primera cosecha es buena, entonces me iré yo.

Los hermosos ojos negros de la joven brillaban en la sombra igual que brasas.

—Pero sobre todo —dijo ella—, quisiéramos que nuestro regreso aportara algo a los habitantes de la aldea, algo que hiciese soplar…

—… un viento nuevo —dijo su marido—. La tierra de Bengala podría dar tres cosechas si estuviese bien regada. Intentaré organizar una cooperativa.

—Y yo un taller de artesanía para las mujeres.

Con los ojos entornados, el espejo sobre las rodillas, Lambert escuchaba, maravillado.

—Que Dios os bendiga —dijo por fin—, porque por una vez la luz y la esperanza saldrán de un
slum
.

35

E
L conserje de servicio irrumpió sin llamar.

—Señor cónsul, en la antesala hay una dama india que insiste. Quiere hablar con usted urgentemente. Dice que en el barrio de chabolas donde vive hay un misionero francés que está a punto de morir del cólera. Se niega a dejarse llevar a una clínica. Quiere que le atiendan como a los demás…

Antoine Dumont, de sesenta y dos años, con pajarita e insignia de la Legión de Honor, representaba a la República Francesa en Calcuta. Desde que los filibusteros de Luis XV se habían presentado en aquellos parajes para tener en jaque a la supremacía británica y fundar allí factorías, Francia mantenía una misión consular en uno de los viejos edificios del barrio de Park Street. El diplomático se rascó el bigote y salió al pasillo que servía de sala de espera. Treinta años de carrera en Asia le habían acostumbrado a soportar no pocas molestias de sus compatriotas. Vagabundos, hippies, toxicómanos, desertores, turistas desvalijados, nunca les había regateado su ayuda y su socorro. Pero era la primera vez que recibía un SOS para un clérigo «que se moría voluntariamente del cólera en un barrio de chabolas indio».

La víspera, Shanta y Margareta habían encontrado a Lambert sin sentido en su cuarto. Yacía exangüe en medio de vómitos y de deyecciones. Hubiérase dicho que una invasión de parásitos le había devorado por dentro. Los músculos habían desaparecido, y la piel, arrugada sobre los huesos, parecía un viejo pergamino. Estaba consciente, pero se sentía tan débil que cualquier esfuerzo por hablar podía apagar la escasa vida que subsistía en él. Las dos indias diagnosticaron al instante el mal: una forma fulminante de cólera que, por extraño que pareciese, afectaba preferentemente a las constituciones más robustas. Lambert había notado los primeros síntomas la noche anterior, cuando unos dolorosos cólicos le obligaron varias veces a ir precipitadamente a las letrinas. A pesar del calor, tiritaba. Luego sintió un hormigueo en las extremidades de los miembros, al que no tardó en seguir un temblor muscular generalizado. Los pies y las piernas adquirieron un curioso color azulado. La piel de las manos se resecó, antes de resquebrajarse y endurecerse. Aunque sudaba abundantemente, cada vez tenía más frío. Entonces sintió que la carne de la cara se le encogía sobre los pómulos, luego sobre la nariz, las órbitas, la frente, hasta sobre el cráneo. Cada vez le costaba más cerrar la boca y los ojos. Le sacudieron unos espasmos. Empezó a vomitar. La respiración se hizo brusca, dolorosa. Hizo un esfuerzo por beber, pero no pudo tragar ni unas gotas de agua, como si tuviese la garganta paralizada. Hacia las cuatro o las cinco de la madrugada dejó de notarse el pulso. Entonces se hundió en una especie de letargo. Al despertar quiso levantarse para volver a las letrinas. Pero ya no tuvo fuerzas para ello, ni siquiera para ponerse de rodillas. Tuvo que hacer sus necesidades allí mismo. Entonces se dijo que iba a morir. No experimentó ningún temor ante esta idea. Por el contrario, a causa de su extremada debilidad, sintió como una especie de euforia.

La irrupción de las dos indias interrumpió lo que él llamaría más tarde «una deliciosa sensación de ir de puntillas hacia el nirvana». Pero Shanta y Margareta no estaban dispuestas a dejar morir a su «Father» sin intentarlo todo. Margareta cogió la cántara y le salpicó la cara y el torso para humedecer la piel del enfermo. La primera medida era, en principio, contener la deshidratación. Pero la india sabía bien que sólo una aplicación inmediata de suero tenía posibilidades de frenar el mal. Había que transportar urgentemente al sacerdote a un servicio de cuidados intensivos.

—Cógete a mí, Paul, gran hermano —suplicó mojándole la cara con un trozo de su velo—. Vamos a llevarte a la Bellevue. Allí te curarán.

Todos los habitantes de Calcuta, hasta los más pobres conocían el nombre de esta lujosa clínica privada del barrio de Park Street, oculta entre palmeras, donde la élite médica de Bengala operaba y cuidaba a los ricos
marwaris
, a los altos dignatarios del gobierno y a los miembros de la colonia extranjera, en condiciones de higiene y de comodidad comparables a las de los establecimientos occidentales. Margareta estaba segura de que la Bellevue Clinic no iba a negarse a aceptar a su «Father». Era un
sahib
.

Una mueca deformó el rostro de Lambert. Quiso hablar, pero no tuvo fuerzas para hacerlo. La india se inclinó. Comprendió que se negaba en redondo a dejar su cuarto. Quería que «le cuidaran como a un pobre de aquí». Paul Lambert había visto a docenas de hombres abatidos por el cólera en los tugurios de la Ciudad de la Alegría. No se movían del lugar. Los más fuertes sobrevivían, los demás morían. En la época del monzón, los casos se multiplicaban. Por falta de espacio, de medicamentos y de médicos, los hospitales casi siempre se negaban a aceptarlos. Y él en modo alguno quería ser objeto de un trato de favor.

Ante esta resistencia imprevista, las dos mujeres fueron a hablar con sus vecinas. Decidieron avisar al párroco de Howrah. Suponían que era el único que podía convencer a su compañero para que se dejase llevar a la Bellevue Clinic. El clérigo de la sotana blanca las recibió de un modo muy circunspecto. Y se apresuró a descartar la posibilidad de intervenir personalmente acerca de Lambert.

—Sólo veo una solución —dijo por fin—. Hay que avisar al cónsul de Francia. Al fin y al cabo se trata de un conciudadano suyo. Solamente él puede obligar a
that stubborn Frenchman
, ese francés testarudo, a dejarse cuidar normalmente. Al menos es el único que puede intentarlo.

Se delegó a Margareta como emisaria. Hasta tal punto convenció al diplomático de la urgencia de su intervención, que una hora después un Peugeot 504 gris, adornado de un banderín tricolor, se inmovilizó a la tarde en la entrada de Anand Nagar. La aparición de aquel coche causó tal sensación que Antoine Dumont tuvo que hacer grandes esfuerzos para abrirse paso en medio de la muchedumbre aglomerada. Arremangándose el pantalón, se metió en la fangosa calleja. En dos o tres ocasiones, agobiado por el hedor, tuvo que detenerse para secarse la cara y el cuello. A pesar de su larga experiencia, nunca había penetrado en un lugar semejante. «Este cura está loco de remate», se repetía, evitando los charcos. Cuando estuvo junto al encogido cuerpo que yacía en la chabola, dijo con una jovialidad un poco artificial:

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