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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama

La Ciudad de la Alegría (58 page)

BOOK: La Ciudad de la Alegría
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Tres días después del episodio del pañuelo perfumado, cuando un nuevo brinco del termómetro asaba todavía un poco más las chabolas de la Ciudad de la Alegría, Bandona entró en el cuarto de Max a la hora de la siesta. En sus manos llevaba esta vez una ofrenda tan rara en un
slum
que se reservaba a los dioses.

—Doctor, gran hermano —dijo tímidamente, dejando sobre la mesa un ramillete de jazmines—, no tengas miedo, no estás solo, me tienes a tu lado compartiéndolo todo contigo.

Max cogió las flores y aspiró suavemente su perfume. Exhalaban un olor tan embriagador que tuvo la impresión de que la podredumbre, los hedores, el calor asfixiante, los bambúes del armazón, el adobe de las paredes, todo desaparecía en medio de un sueño eufórico. En aquella cloaca maldita sólo quedaba ya aquel ramillete de felicidad y la joven vestida con un sari rosa pálido, inmóvil y recogida como una virgen de catedral.

—Gracias, dulce Bandona —murmuró por fin, antes de tomar de Lambert su cumplido predilecto—, «eres una luz del mundo».

Max no recordaría con claridad lo que había pasado luego. El calor y el cansancio habían embotado sus facultades. «Creo», dirá más tarde a Lambert, «que me encaminé hacia ella y que la abracé contra mi pecho con una necesidad irresistible de poseer aquella luz. Bandona no esbozó ni el menor gesto de resistencia. Al contrario, se ofreció toda entera».

Inmediatamente después sucedió aquello. Empezó por un extraño crepitar sobre el tejado. Max creyó que alguien bombardeaba a pedradas las tejas de su cuarto. Luego oyó gritos en las habitaciones vecinas, seguidos al momento por un gran clamor que salía de todas partes. Un formidable trueno sacudió las paredes y la techumbre de la minúscula vivienda. Max vio pasar sobre uno de los bambúes del techo una procesión de ratas asustadas. Casi inmediatamente, todas las tejas vibraron con un ruido sordo, enérgico, regular. Bandona apartó lentamente su cara del pecho húmedo de Max y alzó la cabeza hacia el tejado. Sus ojillos oblicuos estaban inundados de lágrimas de alegría.

—Max, gran hermano —dijo con una expresión de éxtasis—, ¿no oyes? Ha llegado el monzón.

68

«
DEBIÓ de ser a primera hora de la tarde cuando vi caer la primera gota de agua», contará Hasari. «Era enorme, pero al caer sobre el asfalto se evaporó instantáneamente a causa del calor». Para el antiguo campesino a quien la sequía había expulsado para siempre de su tierra, aquella primera gota de agua era como «un maná celestial, la prueba de que los dioses aún podían llorar por la suerte de los hombres de esta tierra». Pensó en los cánticos y en los gritos de júbilo que habría en su aldea en aquellos momentos. Se imaginó a su padre y a sus hermanos inclinados sobre los caballones al borde del arrozal, contemplando maravillados los brotes recientes que de pronto adquirían nuevo vigor por el rocío de los cielos.

«¡Ah!», suspiró. «¿Volveré alguna vez a ver a los míos?». Entonces advirtió que era prisionero de una muralla de agua que golpeaba el suelo con un ruido de tambores aporreados por millones de dedos. Levantó precipitadamente la capota del
rickshaw
y se dejó empapar por la lluvia. «Repentinamente, una ráfaga de aire atravesó esa ducha caliente como una caricia de frescor», contará. «Parecía como si la puerta de una nevera gigante se hubiese abierto encima de la ciudad para dejar escapar un poco de frío en medio del aire calidísimo que agitaba el tornado. El bombardeo del agua sofocaba ahora todos los demás sonidos. Sólo se oía el ruido del cielo vaciándose. En lugar de guarecerse, la gente salía a mojarse. Niños completamente desnudos bailaban y reían dando cabriolas. Las mujeres se dejaban empapar, y los saris se les pegaban al cuerpo como las finas cortezas de los bambúes.

»En la parada de Park Circus y en las demás paradas, los
rickshaws wallahs
se pusieron a cantar. Otros trabajadores que salían de las calles vecinas se unieron a ellos, participando en aquella acción de gracias. Era como si toda la ciudad fuese al río para bañarse y purificarse, con la única diferencia de que el río caía del cielo en vez de discurrir por la tierra. Hasta las viejas palmeras de los jardines de Harrington Street temblaban de alegría. Ellas, que parecían viejos polvorientos, ahora relucían de vida, de frescor y de juventud.

»La euforia duró varias horas. En ese baño general, todos nos sentíamos hermanos,
coolies
y
sardars
,
rickshaws wallahs
,
sahibs
del Barra Bazar,
marwaris
,
biharis
, bengalíes, hindúes, musulmanes, sijs, jainíes, todas las gentes tan distintas de aquella gran ciudad, participábamos en una misma
puja
de gratitud dejándonos empapar juntos por el diluvio.

»La lluvia cayó durante varias horas. Luego cesó bruscamente y reapareció el sol. Entonces se asistió a un espectáculo extraordinario: toda la ciudad se puso a humear vapor como una gigantesca colada expuesta al sol. Luego recomenzó el diluvio.»

En el
slum
, Max no creía a sus ojos. «Todo un pueblo medio muerto acababa de resucitar en una formidable explosión de felicidad, de exuberancia, de vida», contará. «Los hombres se quitaban la camisa, las mujeres se precipitaban, completamente vestidas, y cantando, debajo de los canalones de desagüe. Tropeles de niños desnudos corrían en todas direcciones bajo la ducha mágica prorrumpiendo en gritos de júbilo. Era verdaderamente la fiesta, el cumplimiento de un rito ancestral». Al fondo de la calleja vio una alta silueta de piel blanca. En medio del regocijo colectivo, Lambert bailaba desenfrenadamente con los moradores de la Ciudad de la Alegría. Sobre su pecho chorreante, su cruz de metal brincaba como para marcar el ritmo. «¡Parecía el dios Neptuno bajo las aguas de una fuente celeste!».

69

T
RES días de diluvio, de un diluvio como Bengala no había visto desde hacía varios años. De un corralillo a otro, y por todas las callejas de Anand Nagar, no tardó en repetirse la palabra que era una obsesión en la memoria colectiva de la India desde que existe el monzón. «
Bonna!
¡La inundación!». Al entusiasmo desenfrenado de los primeros momentos sucedía una búsqueda frenética de paraguas, de telas enceradas, de cartones, de plásticos, de todo lo que podía usarse para calafatear los tejados y contener el agua que invadía las viviendas. Luego todos se precipitaron a buscar recipientes y cualquier clase de utensilios que permitieran achicar el agua. Pero ésta volvía una y otra vez, brotando del suelo. Calcuta está construida sobre un delta y sus
slums
se encuentran en los terrenos más pantanosos, donde nadie quería instalarse. Finalmente hubo una búsqueda desesperada de ladrillos y de todos los materiales susceptibles de elevar los
charpoi
de los cuchitriles, el único refugio donde los náufragos podían poner a salvo a sus hijos y algunos enseres.

Pero en seguida se agravó la situación y apareció el terrible ruido. El chapoteo del agua dominó el alboroto general. Las voces cobraron una resonancia especial a causa de la capa líquida que les hacía eco. Max percibió así una débil llamada que procedía del cuarto vecino. Fue a ver, intrigado. La niña que le había llevado un paraguas cuando las cataratas de marzo se había deslizado en la marea negruzca y estaba ahogándose. Max la agarró por los cabellos y se la llevó a su cuarto.

¿Su cuarto? ¡Una ciénaga viscosa, pestilente! Ahogados por el diluvio, las letrinas, las cloacas, los desagües de los establos se habían desbordado y su caudal inmundo acababa de franquear el murete de protección ante la puerta. Para salvar los cartones de leche en polvo y el baúl de medicamentos, Bandona había sujetado una sábana a las cuatro esquinas del armazón. Esta hamaca improvisada parecía la vela de la Balsa de la Medusa. En otros sitios los paraguas permitían otras proezas. La astucia consistía en colgarlos al revés debajo de los canalones de los tejados, y en vaciarlos en cuanto se llenaban. Al desbordamiento de excrementos, al hedor y a la humedad, no tardó en añadirse el hambre. Como las tortas de boñiga se habían convertido en esponjas, las mujeres ya no podían cocinar ningún alimento. Rascar una cerilla se había convertido en una auténtica hazaña de supervivencia.

—Fíjate, gran hermano —explicó Kalima a Lambert—, frotas vigorosamente la cerilla en el sobaco para calentar el azufre, y luego, ¡pumba, la rascas y se enciende!

Y el milagro se produjo: una llamita apareció en medio del diluvio entre los dedos del eunuco. Lambert trató de repetir la operación. Pero el sobaco de un cura católico francés no debe de segregar los mismos fluidos que el de un
hijra
de la India de los faquires: el fracaso fue total. A tientas, pues, chapoteando con agua hasta la cintura, en medio de ratas y perros ahogados, Lambert tuvo que lanzarse en plena oscuridad a la búsqueda de Margareta, Kamruddin, Bandona y los demás miembros del Comité de Ayuda Mutua. Era urgente organizar socorros. La lluvia seguía cayendo. El nivel del agua subía. La situación se agravaba.

Todo el resto de Calcuta conocía una pesadilla semejante. En los barrios bajos del este, por el lado de Topsia, Kasba, Tiljala, millares de habitantes habían tenido que huir precipitadamente o refugiarse en los tejados. La ciudad entera estaba sumida en las tinieblas: las cataratas habían inundado los transformadores y las líneas eléctricas. Ni un tren podía llegar a las estaciones. El tránsito por carretera estaba completamente paralizado. Los víveres empezaron a escasear. Un kilo de patatas costaba ya la suma astronómica de un dólar, un huevo valía 0,10 dólares. No había ya ningún transporte urbano, lo que hacía felices a los
rickshaws wallahs
. Hasari, que contaba con aquellos días catastróficos para completar la dote de su hija, estaba exultante: «Qué alegría contemplar el espectáculo de desastre que ofrecían los orgullosos autobuses rojos con imperial de Calcuta, y los tranvías azules y blancos, y los arrogantes taxis amarillos de los
sardarjis
sijs, y los Ambassadors particulares con chóferes de uniforme. Motores inundados, carrocerías hundidas en el lodo hasta las portezuelas, abandonados por sus viajeros y por sus conductores, parecían pecios de barcos en las riberas del Hooghly. Qué magnífica ocasión teníamos por fin de vengarnos de todas las brutalidades de los chóferes, de los humillantes regateos de los clientes. Por una vez podíamos exigir tarifas proporcionadas a nuestro esfuerzo. Nuestros carritos, con sus ruedas altas y sin más motor que nuestras piernas, eran los únicos vehículos que podían circular por las calles inundadas. Y hasta el último día de mi vida, seguiré oyendo los llamamientos desesperados de los clientes suplicándome que les aceptara en mi
rickshaw
. De golpe, había dejado de ser el animal despreciado e insultado, al que se pateaban las costillas para que fuera más aprisa, a quien se discutía diez o veinte
paisa
al llegar del precio convenido de la carrera. Ahora reñían entre sí, ofrecían dos, tres o incluso cuatro veces el precio habitual para poder aposentar sus nalgas y sus paquetes en la empapada banqueta de las únicas embarcaciones que navegaban en el mar de Calcuta».

Cada trayecto proporcionaba al antiguo campesino una pequeña fortuna: casi toda la ganancia de una jornada de antes del monzón. ¡Pero a costa de tantos sufrimientos! Cubierto por la inundación, cada obstáculo representaba una trampa asesina, por ejemplo los trozos de chatarra con los que sin cesar los pies corrían el riesgo de empalarse. «Chapotear en la mierda hasta los muslos, tropezar con cadáveres de ratas o de perros era una broma», dirá sin embargo Hasari. «Porque lo peor era la tortura de la lluvia sobre nuestros huesos. Sudar bajo aquellas cataratas sin poder secarse nunca no es lo más aconsejable para la salud. Por mucho que secara mi
dhoti
y mi camiseta después de cada carrera, y que luego me friccionase las extremidades, estaba siempre bañado en una perpetua humedad. A fuerza de empaparse en el agua infecta, muchos compañeros contrajeron también enfermedades de la piel. Los pies de algunos parecían esos pedazos de carne que se ven en los mostradores de las carnicerías musulmanas. Estaban llenos de úlceras y de llagas. Pero el verdadero peligro eran los resfriados. Sobre todo en mi caso. Muchos compañeros dejaban los pulmones en el monzón. A eso le llamaban “neumonía”, o algo parecido. De sopetón os coge una fiebre terrible. Y luego se tirita de frío. Y uno revienta, sin haber tosido siquiera. Ramatullah, el amigo musulmán con quien compartía el
rickshaw
aseguraba que era mucho más agradable que la fiebre roja. Porque es una cosa muy rápida y uno no escupe los pulmones».

Cuando Hasari mostró a su amigo Hijo del Milagro el producto de sus dos primeras jornadas de monzón, el taxista, ahora condenado al paro por la inundación, lanzó un grito de admiración.

—¡Caramba, Hasari! ¡Para ti lo que cae del cielo no es agua, sino pepitas de oro!

La alegría del
rickshaw wallah
no iba a durar mucho. Al día siguiente, al llegar a la parada de Park Circus para hacerse cargo de su
rickshaw
, vio a sus compañeros reunidos en torno a un carrito. Era el suyo, pero aunque buscó a Ramatullah en el grupo, no acertó a verle. Entonces, el más viejo de la parada le dijo:

—Tu amigo ha muerto, Hasari. Ha caído en una alcantarilla. Es el tercero que se ahoga desde ayer. Parece ser que han dado la orden de quitar todas las tapas de las alcantarillas para facilitar la evacuación del agua.

Sucedió casi enfrente de su antiguo cuarto del 19 Fakir Bhagan Lane: Lambert notó que la manita le rozaba. La cogió. Estaba inerte. Tiró del cuerpecito que flotaba sobre la superficie del agua y lo izó hasta la plataforma de la
tea shop
de Surya, el viejo hindú. Gritó, fue chapoteando hasta la puerta de Mehbub, su antiguo vecino, llamó a la puerta de la chabola de la madre de Sabia. No había nadie en ninguna parte. La calleja parecía un decorado de cine abandonado por sus comparsas. Sólo se oía el silbido del diluvio, el ruido del agua y los penetrantes chillidos de las ratas huyendo de sus refugios. De vez en cuando, una de ellas caía al agua, y se oía un «pluf». Tanteando el suelo antes de dar cada paso, para no caer en las profundas zanjas que cortaban la calleja, Lambert anduvo unas decenas de metros. De pronto, la voz se elevó de la cloaca, grave y potente, ascendiendo como un himno hacia las cataratas y la bóveda opaca del cielo surcado de relámpagos. «Más cerca de ti, Dios mío, más cerca de ti…», cantaba a voz en grito el sacerdote, como los náufragos del
Titanic
la noche en que su paquebote fue engullido por el mar.

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