A sus ochenta y dos años, Estrid Dane era una gloria de la ciencia médica india. Sin embargo, no era ni médico, ni curandera. Durante cuarenta años, sus largas y finas manos, su voz suave y su sonrisa angelical habían curado en la clínica de Londres fundada por ella más males físicos que muchos establecimientos especializados. Los mayores profesores le enviaban sus casos desesperados. La prensa y la televisión le dedicaban reportajes. «La vieja india de las manos milagrosas», como la llamaban, era conocida en casi toda Inglaterra. En el ocaso de su vida, Estrid Dane decidió volver a su país y dedicar la última etapa de su existencia a sus compatriotas. Se instaló en aquel viejo edificio de Circus Avenue donde todas las mañanas, ayudada por algunas jóvenes que ella había formado en su técnica, renovaba sus milagros.
Margareta y Bandona pusieron sobre la primera mesa el cuerpo inerte de un niño descarnado de cinco o seis años. Los brazos, las piernas, los ojos, la cabeza, todo en aquel niño estaba inánime. Arthur Loeb pensó «en un pequeño cadáver que conservase la apariencia de la vida». Se llamaba Subash. Sufría poliomielitis. La víspera, su madre le había llevado a Max. «Quédatelo», le había suplicado con una mirada trágica. «Yo no puedo hacer nada por él». Max reconoció al niño y lo devolvió a los brazos de la desdichada. «Vuelve con él mañana por la mañana, le llevaremos a casa de Estrid Dane».
«Las dos manos de la vieja india se posaron delicadamente sobre el tórax y los descarnados muslos del niño», contará Arthur Loeb, «y los ojos, la boca, los hoyuelos de las mejillas tan arrugadas se abrieron a una nueva sonrisa. Tuve la impresión de que aquella sonrisa obraba sobre el enfermo como un rayo láser. Sus ojos brillaron, sus dientes menudos aparecieron entre los labios. Su rostro sin vida se animó débilmente. Era increíble: también él sonreía». Entonces comenzó el fantástico ballet de las manos de Estrid. Lenta, metódicamente, la india palpó los músculos de Subash, los tendones, los huesos, a fin de descubrir los puntos muertos y aquellos en los que tal vez subsistía aún una chispa de vida. «Se notaba que aquella mujer buscaba con su inteligencia y su corazón tanto como con sus manos», dirá también el americano. «Que se interrogaba sin cesar. ¿Por qué ese músculo se había atrofiado? ¿Por ruptura de las conexiones con el sistema nervioso, o por la subalimentación? ¿Por qué esta zona había perdido toda sensibilidad? En una palabra, ¿cuáles eran las causas posibles de cada lesión? Continuamente, las manos se detenían e iban a buscar los dedos de una de sus discípulas para guiarlos hacia una deformación o un punto sensible. Entonces daba una larga explicación en bengalí que cada muchacha escuchaba con un respeto religioso. El aspecto verdaderamente mágico de su intervención sólo se mostraba después de este inventario. Durante una media hora, las palmas, tan pronto fuertes como afectuosas, de Estrid Dane dieron un masaje al cuerpo del pequeño poliomielítico, obligándole a reaccionar, volviendo a encender en él una llama apagada. Era sobrecogedor. Cada gesto parecía decir: «Despierta, Subash, mueve los brazos, las piernas, los pies. ¡Vive, Subash!».
Agazapada en la sombra; detrás de la india, la madre de Subash espiaba el menor movimiento en torno a su hijo. Los dos americanos, al igual que todos los demás espectadores, contenían la respiración. Sólo se oía el frote de las manos de Estrid sobre la piel muy agrietada del niño enfermo. No hubo verdaderamente ningún milagro. Nadie vio al pequeño paralítico levantarse de pronto y arrojarse corriendo en brazos de su madre. Pero lo que sucedió entonces iba a ser para los doctores Loeb, padre e hijo, un acontecimiento que no vacilarían en calificar de «proeza médica excepcional». «Súbitamente», contará el profesor americano, «una serie de vibraciones pareció sacudir el cuerpo del niño. Su brazo derecho fue el primero en adquirir vida, luego el izquierdo. La cabeza, que parecía soldada por el mentón con el pecho, consecuencia de una larga postración, esbozó un movimiento. Tímida, débilmente, un soplo de vida empezó a animar aquel cuerpo momificado. Era evidente que los dedos de aquella anciana india con sari de viuda habían vuelto a hacer funcionar el motor. Habían despertado el sistema nervioso, le habían obligado a lanzar sus influjos a través de aquel pequeño cadáver. No era más que un primer resultado, y el camino hasta la curación, yo lo sabía bien, sería largo. Pero aquella ciudad terrible de Calcuta acababa de darme la lección de esperanza más hermosa que había recibido en toda mi vida».
«
ENTRARON en el corralillo como espectros», contará Paul Lambert. «Con el taparrabo de algodón entre unas piernas delgadas como cerillas, el padre andaba llevando sobre la cabeza un cesto que contenía los bienes de la familia: una
chula
, una cacerola, un cubo, una cántara, un poco de ropa blanca y los trajes de fiesta envueltos en papel de periódico atado con hilos de yute. Era un hombrecillo enclenque, con un amplio bigote caído, una espesa cabellera gris, grandes orejas despegadas y una cara mal afeitada cubierta de arrugas. Cierta flexibilidad en la manera de andar revelaba que debía de ser más joven de lo que aparentaba. Tras él, con los ojos bajos y su velo tapándole la frente, iba una mujer de piel clara, vestida con un sari anaranjado. Sostenía contra su cadera al hijo menor de la familia, un varoncito descarnado de cabellos cortados al rape. Les seguían, con la cabeza gacha y el aire temeroso, una muchacha con la cabeza desnuda luciendo dos largas trenzas, y dos niños de quince y diez años en camiseta. Parecían un rebaño de cabras que conducen al matadero».
Hijo del Milagro esperaba a Hasari y a los suyos en la entrada de su nuevo alojamiento conquistado con tantos esfuerzos. Había hecho decorar el suelo con un parterre de
rangoli
. Los habitantes del corralillo hicieron al instante un círculo alrededor de los recién llegados, que estaban un poco aturdidos, y el taxista procedió a presentarles. Había comprado varias botellas de
bangla
en el establecimiento clandestino del padrino. Los vasos circularon de mano en mano. El decano del corralillo dijo unas palabras de bienvenida y chocó su vaso con el de Hasari, que no salía de su asombro ante esta acogida. «Después de todos aquellos años de sufrimiento, era como si Bhâgavan
[55]
me hubiese abierto súbitamente las puertas del paraíso». Paul Lambert no fue el último en participar en la pequeña fiesta. Con los eunucos, los Pal eran ahora sus vecinos más próximos. Y sus entrañas habían sobrevivido a tantas agresiones, que aun podían soportar algunos tragos de alcohol-veneno, incluso en pleno calor. Pero todos no tenían la misma resistencia. Lambert vio de pronto cómo las pupilas de Hasari se dilataban y adquirían un extraño color blancuzco. Antes de que nadie tuviera tiempo de hacer un gesto, el
rickshaw wallah
se tambaleó y cayó al suelo como una peonza privada de impulso. Una serie de convulsiones sacudió entonces su cuerpo. El cuello y las mejillas se le hincharon, como si quisiera vomitar. Lambert, de rodillas, le levantó la cabeza.
—Escupe, escupe esa porquería —le exhortó.
Tras estas palabras, vio entreabrirse los labios debajo del tupido bigote. «Escupe, hermano, escupe», repetía. Oyó un gorgoteo en el fondo de la garganta y vio aparecer una ola de espuma rojiza entre las comisuras. Los habitantes del lugar comprendieron entonces que no era el
bangla
de la fiesta de bienvenida lo que vomitaba su nuevo vecino. También él tenía la fiebre roja.
Aquella tarde, mientras el disco del sol se desvanecía por encima de la alfombra que aprisionaba el
slum
, un trompeteo arrancó a Lambert de su meditación vespertina ante la imagen del Sudario. El ruido le era tan familiar como el croar de las cornejas bragadas. Apenas hubo recobrado el conocimiento, Hasari decidió honrar con una
puja
su nueva vivienda. Puso bastoncillos de incienso en los goznes de la puerta y en las cuatro esquinas del cuarto. Luego, como los miles de millones de indios habían hecho cada noche desde el alba de la humanidad, había soplado en una caracola para atraer sobre él y los suyos «los espíritus benévolos de la noche». Lambert rezó con fervor para que aquel grito fuese escuchado. Pero desde hacía algún tiempo, «los dioses del
slum
parecían sufrir una extraña sordera».
Aunque prefiriese dormir en medio de los eunucos que al lado de un tuberculoso bacilar, el gran hermano Paul no dudó ni un momento: ofreció a Hasari y a su hijo mayor que compartieran con él parte de la galería que había ante su cuarto. En efecto, los Pal eran demasiado numerosos para tumbarse todos delante de su vivienda, y el calor sofocante de aquellas semanas que precedían al monzón hacía imposible el sueño en el interior de los cuchitriles. Lambert no habría de olvidar nunca aquella primera noche al lado de su nuevo vecino. No sólo a causa del impresionante ruido de fuelle que hacían a cada respiración sus pulmones, sino sobre todo a causa de las confidencias que iba a recibir. Apenas tendido sobre el cemento, Hasari se volvió hacia el sacerdote.
—No te duermas en seguida, gran hermano —suplicó—. Tengo que hablarte.
Lambert había oído muchas veces aquel tipo de solicitud, que en ocasiones procedía de desconocidos.
—Te escucho, hermano —dijo afectuosamente.
Hasari pareció dudar.
—Sé que mi
chakra
no va a tardar mucho en dejar de girar en esta vida —declaró.
Lambert conocía bien el sentido de aquellas palabras con las que los indios expresaban la presciencia de un fin próximo. Protestó, pero solamente como una formalidad; desde la crisis de aquella tarde, sabía que ni Max ni nadie, por desgracia, podrían salvar a aquel desventurado. «La muerte no me da miedo», continuó Hasari. «Lo he pasado tan mal desde que salí de mi aldea, que estoy casi seguro… —vaciló otra vez—, casi seguro de que mi
karma
hoy es menos pesado, y que me hará renacer en una encarnación mejor».
Lambert había oído a menudo esas palabras de esperanza en las confidencias de los moribundos a los que había asistido en el
slum
. Aquella noción ejercía sobre ellos un efecto apaciguador. Pero aquella noche Hasari Pal quería hablarle de otra cosa. «Gran hermano», prosiguió, levantándose sobre los codos, «no quiero morirme antes de haber…». Se ahogó, sacudido por un ataque de tos. Lambert le dio unas palmadas en la espalda. A su alrededor sólo se oía roncar a los dormidos. A lo lejos, unos gritos y los berridos de un altavoz: había una fiesta en alguna parte. Transcurrieron largos minutos. El francés se preguntaba qué preocupación súbita podía inquietar a su vecino en aquella hora tardía. No tardaría en saberlo. «Gran hermano, no puedo morirme antes de haber encontrado un marido para mi hija».
Casar a su hija: no hay mayor obsesión para un padre indio. Amrita, la hija del conductor de
rickshaw
, no tenía, sin embargo, más que trece años. Si los años crueles en las aceras y en la barriada de chabolas no habían alterado su frescor, la seriedad de su mirada revelaba que desde hacía mucho tiempo no era una niña. El papel de la chica es ingrato en la sociedad india. No se le ahorra ninguna ocupación doméstica, ninguna tarea. Se levanta antes que los demás, se acuesta la última, lleva una vida de esclava. Mamá antes de ser madre, Amrita había criado a sus hermanos. Les había enseñado a andar, había ido a buscarles comida entre la basura de los hoteles, había cosido los andrajos que les servían de ropa, dado masaje a sus descarnados miembros, organizado sus juegos, despiojado sus cabezas. Desde la más tierna edad, su madre la había preparado incansablemente para el único gran acontecimiento de su existencia, el que convertiría durante un día a aquella hija de la miseria en el punto de mira y en el objeto de todas las conversaciones del pequeño mundo de los pobres que le rodeaban: su boda. Toda su educación tendía hacia esa meta. La choza de cartón y de tablas de su primer barrio de chabolas, las acampadas en las aceras habían sido para ella otros tantos centros de aprendizaje donde se le habían enseñado los conocimientos de una madre de familia modelo y de una esposa perfecta. Como todos los padres indios, los Pal eran conscientes de que algún día serían juzgados por el modo en que su hija se comportase en casa de su marido. Y como su conducta sólo debía ser la sumisión, Amrita había sido adiestrada desde su más tierna edad a renunciar a sus aficiones y a sus juegos para servir a sus padres y a sus hermanos, lo cual había hecho siempre con una sonrisa. Desde su primera infancia había aceptado la concepción india del matrimonio. Hasari dirá un día a Lambert: «Mi hija no es mía. Sólo me ha sido prestada por Dios hasta su boda. Pertenece al hombre que será su marido».
La costumbre india exige que una muchacha se case en general mucho antes de la pubertad, y de ahí esas «bodas» de niños que parecen tan bárbaras a los occidentales insuficientemente informados. Porque sólo se trata de un rito. La verdadera boda se celebra más tarde, sólo después de las primeras reglas. Cuando éstas aparecen, el padre de la «esposa» va a visitar al padre del «esposo» y le anuncia que su hija ya puede engendrar. Se organiza entonces una ceremonia definitiva, y sólo entonces la muchacha deja el domicilio de sus padres para ir a vivir con el hombre con el que estaba «casada» desde hacía años.
Como la hija de un pobre
rickshaw wallah
no era un partido muy envidiable, Amrita tuvo sus primeras reglas sin haberse casado, casi en vísperas de cumplir los once años. Como exigía la tradición, la muchacha abandonó su falda y su camisola de niña y se puso el sari de las mayores. Pero no hubo ninguna fiesta en aquel rincón de acera que ocupaban los Pal. La madre se limitó a envolver en una hoja de papel de periódico el paño empapado con la primera sangre. Cuando Amrita se casase, ella y toda su familia llevarían aquel paño al Ganges y lo sumergirían en las aguas sagradas para que la fertilidad bendijera a la recién casada. Para que ese día bendito pudiera sobrevenir sin retraso, Hasari debía resolver aprisa un problema. Un problema capital. Como su padre antes que él con sus hermanas, como millones de padres indios con sus hijas, tenía que reunir una dote. Indira Gandhi había prohibido esta costumbre ancestral. Ello no impide que se perpetuase, más tiránica que nunca, en la India actual. «¡No puedo dar a mi hija a un paralítico, a un ciego o a un leproso!», dirá Hasari a Lambert. Porque sólo esos desheredados consentían en casarse con una muchacha sin dote. El pobre hombre no cesaba de hacer toda clase de cálculos. Y todos conducían a la misma cifra fatídica. Cinco mil rupias, tal era la suma que debía reunir para que el muchacho más modesto aceptase a su hija. ¡Cinco mil rupias! El producto de dos años enteros de correr entre las varas de su
rickshaw
, o toda una vida de deudas con los
mohajans
del barrio. Pero, ¿qué vida, qué tiempo para tirar de su carrito? «Cuando uno escupe rojo», dirá también, «se ve salir el sol preguntándose si lo veremos ponerse».