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Authors: John Christopher

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

La ciudad de oro y de plomo (15 page)

BOOK: La ciudad de oro y de plomo
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Nos acercábamos, no a una pirámide, sino a una especie de pirámides unidas por cerca de la base (media docena de cúspides menores arracimadas en torno a una pirámide situada en el centro). Quedaba muy lejos, a dos novenos (es decir, a más de media hora) de la zona donde vivía mi Amo, en vehículo. Vi muchos Amos paseando, unos cuantos acompañados de sus esclavos. Entramos en la primera pirámide y casi di un grito cuando vi lo que tenía delante: un jardín de flores terrestres, con toda la intensidad del rojo, azul, amarillo, rosa y blanco; casi se me habían olvidado, estando rodeado de aquel perpetuo crepúsculo verde, viendo sólo las plantas feas y oscuras de los jardines acuáticos.

Vi que no podía tocarlas: estaban protegidas de la atmósfera de la Ciudad por aquel material parecido al vidrio. Pero tardé más tiempo en darme cuenta de otra cosa: que, a pesar de la apariencia de vida, allí sólo había muerte. Lo vi por primera vez cuando distinguí sobre el terciopelo carmesí de una rosa una esferilla de oro: era una abeja. No se movía. Miré con más cuidado y vi más abejas, mariposas, todo tipo de insectos vistosos, pero todos inmóviles. Y las mismas flores estaban rígidas e inertes.

Era un espectáculo, una exhibición para que los Amos pudieran contemplar la verdadera vida del mundo que habían conquistado. En el interior había incluso luz blanca en vez de verde, lo cual hacía que los colores brillaran con una intensidad deslumbrante. Más adelante había un claro de bosque, con ardillas en las ramas, pájaros suspendidos, no sé cómo, en el aire, un arroyo ondulante y, en la orilla, una nutria que tenía un pez entre las mandíbulas. Pero todo hierático, muerto. No se parecía en nada al mundo que yo conocía, una vez disipada la sorpresa del reconocimiento inicial; porque el mundo que yo conocía estaba vivo, en movimiento, palpitante.

Había docenas de cuadros diferentes; algunos no me eran familiares. En uno se veía una charca oscura, no muy distinta de algunos jardines de agua, en la que flotaban dos criaturas extrañas que bien pudieran haber sido un par de troncos de no ser por sus mandíbulas abiertas en las que relucían unos terribles dientes blancos. Unos Amos que llevaban mascarillas parecidas a las que usábamos los esclavos estaban trasladando algunos, y mi Amo me explicó que los cambiaban a todos por turno. Pero no hacían sino sustituir una muerte por otra.

Sin embargo, el Amo tenía en perspectiva un objetivo específico, y pasamos por delante de todo esto sin detenernos, camino de la pirámide central. Allí había una rampa que subía formando una espiral que se iba estrechando y que tenía salidas en distintos pisos. Yo le seguía afanosamente. Estaba, como siempre, cansado, después de un cuarto de hora andando, y la rampa era muy empinada. No tomamos la primera salida. En la segunda me hizo pasar por una abertura triangular y me dijo.

—Mira, chico.

Miré y el sudor salado de mi rostro se mezcló con el flujo, más salado aún, de mis lágrimas; no eran lágrimas sólo de dolor, sino de rabia, una rabia, creo, como nunca había sentido.

El vicario de Wherton tenía una habitación que llamaba su estudio y allí había un armario de madera fina con muchos cajones. En una ocasión me mandaron allí a hacer un recado y él tiró de los cajones y me enseñó lo que guardaban. Bajo un cristal había numerosas hileras de mariposas clavadas con alfileres, con sus vistosas alas extendidas. Me acordé de aquello cuando vi lo que se exhibía aquí. Pues eran hileras de urnas, todas transparentes, y en cada urna había una muchacha, vestida con sus mejores galas.

El Amo dijo:

—Son hembras humanas que traen a la Ciudad. Tus gentes las eligen por su belleza y los Amos encargados de este lugar hacen una nueva selección. De vez en cuando se deshacen de alguna, pero las que son verdaderamente hermosas se quedarán aquí para siempre, a fin de que los Amos puedan admirarlas. Mucho después del Plan.

Sentía demasiado odio y amargura como para prestar atención a aquel críptico comentario sobre el Plan. Hubiera querido tener uno de aquellos huevos de hierro que encontramos en la gran ciudad. Él repitió:

—Para que los Amos puedan admirarlas siempre. ¿No es hermoso, chico?

Dije, ahogándome:

—Sí, Amo. Es hermoso.

—Hacía tiempo que no las veía, —dijo el Amo—. Por aquí, chico. Hay algunos buenos ejemplares en esta hilera. A veces tengo dudas sobre el destino de nuestra raza, extendernos por toda la galaxia y dominarla. Pero por lo menos sabemos valorar la bel eza. Conservamos lo mejor de los mundos que encontramos y colonizamos.

Yo dije:

—Sí, Amo.

Ya he dicho que quería y no quería encontrarme a Eloise en la Ciudad. Ahora en este lugar odioso, aquel deseo y su opuesto se multiplicaron por mil. Mis ojos buscaban ávidamente algo de lo que no podrían sino apartarse con asco y revulsión.

—Aquí todas tienen el pelo rojo, —dijo el Amo—. No es frecuente entre los de tu raza. Los tonos de rojo son distintos. Fíjate en que siguen una disposición que va del rojo claro al oscuro. También veo que hay más tonos intermedios desde la última vez que vine.

Yo no buscaba cabellos rojos con la mirada, sino negros, un negro intenso que sólo había visto una vez; una mata de pelo que sobresalía a través de la mal a plateada de la Placa cuando le quité bromeando el turbante en aquel jardincillo que estaba entre el castillo y el río.

—¿Quieres continuar, chico, o ya has visto bastante?

—Me gustaría seguir, Amo.

El Amo emitió una especie de zumbido, señal de que se sentía complacido. Supongo que le alegraba la idea de que estaba haciendo feliz a su amigo esclavo. Él iba primero y yo le seguía; y por fin la vi. Llevaba aquel sencillo traje azul con lazos blancos que luciera en el torneo, cuando el bosque de espadas destelló argénteo bajo el sol y todos los caballeros le aclamaron como Reina. Tenía los ojos castaños cerrados pero el marfil de su pequeño rostro ovalado estaba delicadamente teñido de rosa. De no ser por la urna, que era muy parecida a un ataúd, y por los otros cientos de muchachas que la rodeaban, hubiera podido pensar que dormía.

Pero en su cabeza no había ni turbante ni corona. Su pelo creció durante las semanas que siguieron a aquel encuentro del jardín. Miré sus rizos cortos. Cubrían, mas no ocultaban del todo, lo único que llevaba en la cabeza: la Placa que le había hecho venir de buen grado a este lugar monstruoso.

—También es un buen ejemplar, —dijo el Amo—. ¿Ya has visto bastante, chico?

—Sí, Amo, —le dije—. He visto bastante.

CAPÍTULO 9
UN GOLPE A LA DESESPERADA

Los días y las semanas pasaban siempre en la misma penumbra verde, pero a veces el crepúsculo no era tan oscuro y entonces sabíamos que fuera hacía un buen día de verano y que el sol calentaba en medio de un cielo azul y despejado. Desde el interior de la Ciudad lo único que se veía era un disco pálido, un pequeño círculo de un verde más claro que sólo era visible cuando estaba cerca del cenit. Pero el calor no variaba, ni tampoco aquella presión que aplastaba el cuerpo. Y día tras día el peso y el calor iban consumiéndole a uno la fuerza. Cada noche, al acostarme, agradecía más aquel lecho duro; levantarme por la mañana me costaba un esfuerzo cada vez mayor.

La cosa no mejoraba por el hecho de que el Amo me mostrara claramente un apego que crecía con el tiempo. Sus caricias, al principio un hecho aislado, se convirtieron en un ritual diario y yo me vi forzado a corresponderle haciendo algo parecido. Tenía un lugar en la espalda, por encima del tentáculo posterior, donde le gustaba que le rascaran y frotaran. Él me pedía que lo hiciera con más energía, indicándome puntos más arriba o más abajo. Su piel dura y abrasiva me dejaba sin uñas y aun así él seguía pidiéndome más. Por fin encontré un utensilio (un objeto que recordaba vagamente a un cepillo pero con una forma muy curiosa) que producía un efecto igual o parecido. Así salvaba las uñas, pero no los músculos del brazo derecho, pues siempre me pedía más.

Una tarde, mientras le frotaba resbalé y al darse él la vuelta al mismo tiempo le rocé levemente con aquel utensilio en el otro lado del cuerpo, entre la nariz y la boca. El resultado fue asombroso. Dio un fuerte alarido y un momento después yo estaba tumbado de espaldas; me había lanzado con fuerza contra el suelo merced a una acción refleja de dos tentáculos. Allí me quedé, medio aturdido. Los tentáculos volvieron a recogerme y no me cupo ninguna duda de que me esperaba otra paliza. Pero en vez de eso me puso de pie.

Al parecer su acción fue instintiva y defensiva. Me explicó que aquel punto que tenían los Amos entre las dos aberturas era extraordinariamente sensible. Tenía que procurar no tocarlo. Se podía herir seriamente a un Amo si se le golpeaba en aquel punto. Dudó un momento y luego prosiguió: semejante golpe podía incluso causarle la muerte.

Adopté el aspecto compungido y arrepentido propio de un esclavo en tales circunstancias. Seguí frotándole y rascándole en el lugar original y pronto se sintió calmado. Me rodeaba con sus tentáculos correosos como si fuera un pulpo asquerosamente cariñoso. Media hora después recibí permiso para retirarme al refugio y allí acudí presuroso; pese a lo cansado que estaba, antes de echarme anoté en el diario que llevaba este nuevo dato tan importante.

Lo llevaba desde hacía tiempo. Cuando aprendía cosas nuevas, por triviales que fueran, las anotaba. Era mejor que confiar en la memoria. Seguía sin tener ni idea de cómo sacar el diario de la Ciudad, o cómo salir yo mismo; pero era importante seguir acumulando información. Me sentía orgulloso de mi ingenio en relación con el diario. Uno de los favores que me hizo mi Amo fue llevarme al lugar donde se guardaban los libros y permitirme volver con algunos libros de relatos para leer en los ratos libres. Descubrí que uno de los líquidos negruzcos que empleaba para preparar algunas comidas del Amo podía servir de tinta y me construí una pluma primitiva con la que escribía. No resultaba fácil, pero logré tomar notas en los márgenes de las páginas del libro; sin el menor riesgo de que me descubrieran, pues mi Amo no podía entrar en el refugio: no le resultaba posible respirar el aire humano.

Aparte del diario también seguí informando a Fritz de estas cosas cuando nos veíamos, por supuesto; y él me pasaba toda la información que reunía. La Ciudad le estaba haciendo pagar un precio muy elevado (la Ciudad y, especialmente, su Amo). En una ocasión estuve varios días sin verle. Fui dos veces a la pirámide de su Amo y pregunté a otros esclavos que estaban en la zona comunal. La primera vez no averigüé nada pero la segunda me dijeron que estaba en el hospital de esclavos. Les pregunté dónde estaba y me lo dijeron. Quedaba muy lejos, demasiado como para ir en aquel momento. Tendría que esperar a que mi Amo se fuera a trabajar.

El hospital ocupaba parte de una pirámide; el resto eran almacenes. Era mayor que todas las zonas comunales que conocía y tenía camas, pero había pocos indicios de lujo. Lo había fundado en el pasado un Amo bastante más benevolente que los demás para ocuparse de aquellos esclavos que, habiéndoles fallado las fuerzas debido al exceso de trabajo o a cosas similares, no estaban todavía acabados hasta el punto de necesitar acudir al Lugar de la Liberación Feliz. Al frente de aquello habían puesto a un esclavo al que con el tiempo le permitieron elegir un ayudante, que se convirtió en su sucesor. Así había funcionado desde entonces, sin que los Amos lo supervisaran ni apenas le prestaran atención. Cuando un esclavo sufría un desvanecimiento le llevaban al hospital, si no se recuperaba prontamente por sí mismo. Allí permanecía descansando hasta que se encontraba mejor o bien llegaba a la conclusión de que era la hora de su Liberación Feliz.

Claro que no había necesidad de ninguna supervisión, pues los esclavos, por encima de toda otra cosa, deseaban servir a los Amos o, si ya no eran capaces de servirles, acabar con su vida. Encontré a Fritz en una cama, algo apartado de los otros tres pacientes que había en aquel momento, y le pregunté qué había sucedido. Me contó que le mandaron a un recado después de darle una paliza, sin haberle dejado reponerse en el refugio, y por el camino había tenido un desmayo. Le pregunté qué tal se sentía y me dijo que mejor. No tenía aspecto de haber mejorado mucho. Dijo:

—Mañana vuelvo con el Amo. Si ha cogido a otro esclavo, entonces iré al Centro de Elección, a ver si me quiere otro Amo. Pero no creo que ninguno me elija. Dentro de poco llega otra remesa, procedente de unos Juegos que se celebran en el este. No querrán a nadie tan débil como yo.

Dije:

—¿Entonces pasarás a formar parte del grupo comunal? Puede que sea mejor.

—No, —negó con la cabeza—. Eso es sólo para los nuevos que no encuentran Amo.

—Entonces…

—El Lugar de la Liberación Feliz.

Dije, horrorizado:

—¡No pueden obligarte a hacer eso!

—Resultaría raro que no quisiera hacerlo, y no debemos hacer nada que resulte raro, —logró forzar una especie de sonrisa—. No creo que pase. Los nuevos aún no han llegado, de modo que mi Amo tendrá que esperar también. Creo que volverá a aceptarme, al menos durante algún tiempo. Pero no debo quedarme aquí más de lo necesario.

Dije:

—Tenemos que esforzarnos más por encontrar una forma de salir de la Ciudad. Entonces, si nos ocurriera algo así, podríamos escapar.

Fritz asintió.

—Ya he pensado en eso. Pero no es fácil.

—Si pudiéramos entrar en la Sala de los Trípodes y robar uno… A lo mejor descubríamos cómo se pone en funcionamiento el mecanismo que lo dirige.

—No creo que tuviéramos muchas posibilidades. Son el doble de altos que nosotros, recuérdalo, y todas las cosas que emplean en la Ciudad (excepto los vehículos diseñados para que los manejemos nosotros) están fuera de nuestro alcance. Y no sé cómo íbamos a entrar en la Sala de los Trípodes. Tendríamos que atravesar la Zona de Entrada y no podríamos justificar nuestra presencia allí.

—Debe de haber algún modo de escapar.

Fritz dijo:

—Sí. Nos hemos enterado de muchas cosas que a Julius le gustaría saber. Uno de nosotros tiene que volver a las Montañas Blancas.

Durante el camino de regreso, y también más tarde, pensé en Fritz. Si después de todo su Amo había escogido a otro esclavo y se negaba a que él volviera… Aun cuando no fuera así, estaba muy débil, y cada vez más. No era sólo por las palizas: su Amo le encargaba deliberadamente cometidos que exigían más fuerza de la que él tenía. Procuré recordar la época, no tan lejana, en que me sentía resentido con él porque aparentemente había usurpado el puesto de Henry en nuestra expedición. Ahora, pese a que nos veíamos espaciadamente y durante breves períodos, me sentía más próximo a él de lo que jamás lo estuve con respecto a Henry o a Larguirucho; como si fuéramos hermanos.

BOOK: La ciudad de oro y de plomo
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