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Authors: John Christopher

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

La ciudad de oro y de plomo (10 page)

BOOK: La ciudad de oro y de plomo
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La finalidad de los mismos era evidente en la mayoría de los casos. Había dos pares de pantalones cortos, como los que llevaban nuestros instructores; dos pares de calcetines, dos pares de zapatos. No, un par de zapatos y un par de sandalias para usar en casa. Pero también había un artilugio que me desconcertó. El guía me explicó lo que era con voz cansada y acento alemán del sur.

—Esto te lo tienes que poner antes de atravesar la cámara de aire y no te lo puedes quitar mientras estés respirando el aire de los Amos. En casa de tu Amo dispondrás de una habitación donde comer y dormir, y allí no te hará falta; pero fuera de allí jamás debes quitártelo. El aire de los Amos es demasiado poderoso para nosotros. Si entras en su ámbito sin protección, morirás.

Parecía cristal; era transparente, pero tenía un tacto distinto. Incluso la parte más gruesa, que se ajustaba por encima de la cabeza y se apoyaba en los hombros, cedía un poco al hacer presión; después perdía grosor y era de un material fino que se amoldaba al cuerpo. Llevaba un cinturón que rodeaba el pecho, pasando por las axilas, y se podía ajustar a fin de sostener el casco con firmeza. A ambos lados del cuello había unos receptáculos que contenían un material verde parecido a la esponja. Éstos tenían una retícula de agujeros finos, por dentro y por fuera, a través de la cual pasaba el aire. Al parecer las esponjas retenían la parte del aire de los Amos que resultaba demasiado fuerte para que la respiraran sus esclavos. Mi instructor la señaló.

—Esto hay que cambiarlo todos los días. Tu Amo te dará recambios.

—¿Quién es mi Amo?

Era una pregunta estúpida. Se me quedó mirando sin expresión.

—Tu Amo te escogerá a ti.

Me recordé a mí mismo que mi política debía ser no destacarme ni decir nada: observar sin preguntar. Pero había algo que me fue imposible callar.

—¿Cuánto tiempo llevas en la Ciudad?

—Dos años.

—Pero tú no…

Restos de orgullo asomaron en la monotonía de su voz apagada. Dijo:

—Cuando gané los mil metros en los Juegos aún no hacía un mes que me habían insertado la Placa. En mi provincia eso no lo había logrado nadie.

Contemplé horrorizado su cuerpo cansado y maltrecho, su musculatura ajada y de aspecto enfermo. No me llevaría más de dos años; puede que menos.

—Ponte esta ropa, —su voz volvía a ser hueca e inexpresiva—. Tira las viejas a ese montón.

Me quité el cinturón escarlata de campeón.

—¿Qué hago con esto?

—Ponlo con lo demás, —dijo—. No te hace falta en la Ciudad.

Nos pusimos la ropa nueva, metimos los artículos que no necesitábamos de momento en una bolsita que nos dieron, y nos ajustamos las mascarillas. Después nos llevaron en formación, cruzando la habitación y atravesando una puerta que daba a otra habitación más pequeña. La puerta se cerró tras nosotros y vi que había otra idéntica en la pared de enfrente. Se oyó un ruido silbante y noté una corriente sobre los pies: me di cuenta de que el aire era absorbido a través de la rejilla situada a lo largo de la parte inferior de la pared. Pero también entraba aire por otra rejilla situada justo por encima de nuestras cabezas. Era capaz de sentirlo y, después de algún tiempo, me pareció que era capaz de verlo: más espeso, más verde en medio de la luz verde. Merced a algún sistema extraño, en esta habitación cambiaban el aire, transformando el tipo normal que respiraban los Amos. Duró varios segundos. Después el silbido cesó, se abrió la puerta de enfrente y nos dijeron que saliéramos.

Lo primero que noté fue el calor. Ya me había parecido que hacía bastante calor dentro del Trípode y en las dependencias exteriores de la Ciudad, pero aquello resultaba templado comparado con el alto horno en el que me encontraba ahora. Aunque un alto horno tampoco era, porque el aire, además de caliente, estaba húmedo. Todo el cuerpo se me empapó en sudor, pero sobre todo la cabeza, embutida en su funda dura y transparente. Me goteaba por la cara y por el cuello hasta la parte superior del pecho, donde el cinturón se ceñía a la piel. Respiré bocanadas de aire caliente, asfixiante. Me sentí débil, y el peso tiraba de mí hacia abajo. Se me empezaron a doblar las rodillas. Uno de mis compañeros se cayó, y después un segundo y un tercero. Al cabo de unos momentos, dos de ellos lograron levantarse; el tercero permaneció inmóvil. Pensé ayudarle pero recordé mi resolución de no tomar ninguna iniciativa. Me alegraba no tener que hacer nada. Ya me resultaba bastante difícil procurar no caerme ni desmayarme.

Lentamente fui familiarizándome con las cosas y pude contemplar lo que se extendía ante nosotros. Habíamos salido por una especie de cornisa; abajo se divisaban las principales avenidas de la Ciudad. Era un caos que atraía la mirada. No había ninguna carretera recta, y pocas sin pendiente; se hundían, se elevaban y se curvaban entre los edificios, hasta perderse en la confusa lejanía gris. La Ciudad parecía aún más vasta desde dentro que desde la ventanilla del Trípode; pero me daba la impresión de que era a causa del aire, más verde y denso. En realidad no se podía ver muy lejos con claridad. La cúpula de cristal que todo lo cubría resultaba invisible desde aquí: la penumbra verde parecía extenderse ilimitadamente.

Los edificios también me asombraron. Tenían diferentes formas y tamaños, pero una estructura común: la pirámide. Justamente debajo de nuestra cornisa vi unas cuantas pirámides chatas, de base ancha; más lejos había construcciones más delgadas y puntiagudas que alcanzaban distintas alturas; la más pequeña parecía tan alta como la cornisa, pero había otras mucho más altas. Tenían algo que podían ser ventanas, de forma triangular, repartidas por las paredes sin seguir ninguna distribución que yo pudiera entender. Se me cansaba la vista de mirarlas.

Por las rampas se desplazaban unos vehículos extraños. Hablando a grandes rasgos, también eran pirámides, pero descansaban sobre los lados y no sobre la base, que, en este caso, constituía la parte posterior. Las zonas superiores eran de un material transparente, al igual que nuestros cascos, y pude ver figuras en su interior, pero muy confusamente. Había otras figuras que se movían por los espacios situados entre los edificios y las cornisas que salían de los mismos a intervalos irregulares. Eran de dos tipos, uno mucho menor que el otro. Aunque a esa distancia no se podían distinguir los rasgos particulares, era evidente que un tipo correspondía a los Amos y el otro a sus esclavos humanos. Porque las criaturas más pequeñas se movían lentamente, como si arrastraran grandes pesos, en tanto que las más grandes se movían con ligereza y rapidez.

Uno de nuestros instructores dijo:

—Contemplad. Estas son las viviendas de los Amos.

Su voz, si bien amortiguada, era reverente. (Debajo de las bolsas que contenían esponja había unos pequeños apareados de metal. Descubrí que permitían que los sonidos pasaran a través de la máscara. Los sonidos llegaban distorsionados, pero con el tiempo uno se acostumbraba a esto, igual que a lo demás). Alzó una mano y señaló en dirección a una de las pirámides más próximas.

—Y ahí está el Centro de Elección. Vamos a bajar.

Descendimos lentamente, tambaleándonos por una rampa espiral cuya pendiente supuso un doloroso esfuerzo adicional para los músculos de las piernas; nos hizo caer varias veces. (El chico que se había desmayado en la cornisa se había reanimado y se encontraba con nosotros. Era el que le había ganado a Larguirucho en salto de longitud, el muchacho de cara pecosa que logró darse tanto impulso en el último salto. Aquí no iba a saltar mucho). Además el calor seguía restándonos fuerza, y el sudor, al caer, se encharcaba desagradablemente en la base de la mascarilla. Yo tenía unas ganas desesperadas de enjugármelo, pero ni que decir tiene que eso era imposible. Para hacerlo hubiera tenido que quitarme la mascarilla y me habían advertido que eso significaba morir en medio del aire que respiraban los Amos.

Aún no había visto a los Amos lo suficientemente cerca como para distinguir algo fuera de una forma borrosa. Pero al menos quedaba resuelto un problema. Los Trípodes no eran los Amos, como habían creído algunos, sino simplemente una máquinas hábilmente diseñadas en las que se desplazaban por el mundo exterior. No sabía de qué podía servirle esto a Julius, pero era información. Presumiblemente yo aprendería más, mucho más. Después, lo único que nos hacía falta a Fritz y a mí era descubrir un medio de escapar. ¡Lo único! La ocurrencia me hubiera hecho reír pero me faltaba energía. Y, por supuesto, tenía que acordarme de mi papel. Yo tenía Placa, era un esclavo electo y bien dispuesto.

La rampa conducía al interior de una de las pirámides chatas, aproximadamente hacia la mitad de su altura, contando desde la base. En el interior la luz procedía de docenas de globos verdes que colgaban del techo a diversas alturas. Tal vez aquella luz fuera algo más brillante que la penumbra exterior. Nos llevaron por un pasillo curvo hasta una habitación alargada de techo puntiagudo. A lo largo de una de las paredes había una hilera de cubículos abiertos por delante, cuyos lados eran de aquella sustancia dura que parecía cristal. Nos dijeron que cada uno tenía que meterse en uno. Después debíamos esperar. Los Amos llegarían en su momento.

Esperamos mucho tiempo. Me imagino que a los demás les resultaría más fácil. El estar colmados, por encima de todas las cosas, del deseo de servir a los Amos les daría paciencia. Fritz y yo no gozábamos de aquella comodidad. Él se encontraba en otro cubículo, unos diez más allá del mío, y yo no podía verle. Podía ver a los que estaban a mi lado y, confusamente, a los dos o tres siguientes. Cada vez me sentía más tenso y aprensivo, pero sabía que no debía dejar que se notara. También estaba incómodo. La mayoría estábamos sentados o tumbados en el suelo para aliviarnos de la fuerza que nos tiraba de los miembros. Lo mejor era echarse, de no ser por el sudor que se había encharcado dentro de la mascarilla, que, aun siendo incómodo de todos modos, resultaba insoportable si la cabeza y los hombros no estaban derechos. Además ahora tenía una sed espantosa, pero no había nada que beber ni tampoco forma de hacerlo. Me preguntaba si se habrían podido olvidar de nosotros, si nos iban a dejar aquí hasta morir de sed y agotamiento. Seguramente teníamos algún valor para ellos, pero no sería gran cosa. Nos podían sustituir muy fácilmente.

Al principio más que oírlo lo sentí, pero fue transformándose en un murmullo que se extendía por los cubículos situados a mi derecha: sonidos que revelaban temor y asombro, tal vez adoración. Entonces supe que había llegado el momento y estiré el cuello para ver. Habían entrado en la habitación por el extremo opuesto y se acercaban a los cubículos. Los Amos.

Pese a toda la incomodidad, a la fatiga y a mis temores sobre lo que pudiera suceder, el primer impulso que tuve fue reírme. ¡Eran tan grotescos! Mucho más altos que los hombres, casi el doble de altos, y en proporción gruesos. Sus cuerpos eran más anchos por abajo que por arriba, unos cuatro o cinco pies de perímetro, me pareció; su forma adelgazaba a medida que se alejaba del suelo, de modo que el perímetro de la cabeza tendría aproximadamente un pie. Suponiendo que fuera la cabeza, pues no había solución de continuidad ni rastro de cuello. Lo siguiente que observé es que sus cuerpos no descansaban sobre dos piernas, sino sobre tres, que eran gruesas pero cortas. Haciendo juego con éstas había tres brazos, o más bien tentáculos, que brotaban de un punto situado hacia la mitad del cuerpo. Y sus ojos (vi que también tenían tres, situados en una superficie triangular, uno arriba y en medio otros dos, aproximadamente a un pie de distancia de la parte superior). Eran criaturas de color verde, aunque advertí que tenían matices; algunos eran de un tono oscuro en el que el verde se teñía de marrón y otros eran muy claros. Aquél, junto con el hecho de que su altura variaba un tanto, parecía ser el único modo de identificarlos. No me pareció que sirviera de mucho.

Más tarde habría de descubrir que, a medida que uno se acostumbraba a ellos, identificarlos resultaba más fácil de lo que yo había supuesto. Los orificios que les servían de boca, nariz y oídos también variaban en tamaño, un poco en forma, y en la relación que guardaban entre sí. Había arrugas y pliegues que iban de uno a otro y que se podían reconocer e identificar. Sin embargo, tras el primer impacto, eran seres sin rostro, casi completamente uniformes. Un temor completamente distinto me recorrió la espina dorsal cuando uno de ellos se detuvo ante mí y habló:

—Muchacho, —dijo—, levántate.

Creí que las palabras salían de la boca (que, pensé, sería el más bajo de los dos orificios centrales) hasta que vi que era el más alto el que se movía y abría, en tanto el otro permanecía cerrado y quieto. Había de descubrir que en los Amos los órganos encargados de comer y de respirar no estaban conectados, como sucede en los hombres: empleaban uno para hablar y para respirar y la abertura mayor, la más baja, sólo para comer y beber.

Me levanté, como me habían ordenado. Un tentáculo se acercó a mí, me tocó con suavidad y después más firmemente. Me recorrió los músculos igual que una serpiente; tenía la textura seca y lisa de una serpiente y yo reprimí un estremecimiento.

—Muévete, —dijo. Era una voz fría, terminante, no poderosa sino penetrante—. Camina, muchacho.

Me puse a andar dentro de los estrechos confines del cubículo. Pensé en una venta de caballos que presencié en cierta ocasión en Winchester; los hombres palpaban los músculos de las bestias, las veían desfilar por el recinto. A nosotros no hacía falta que nos hicieran desfilar; sabíamos desfilar solos. El Amo permaneció ante mí en actitud crítica, mientras yo daba varias vueltas por la celda. Después, sin más palabras ni comentarios, continuó su camino. Yo dejé de andar y me dejé caer, retomando mi posición sentado. Se desplazaban con rapidez por medio de aquellas piernas rechonchas que levantaban del suelo con rítmicos movimientos verticales. Se veía que eran mucho más fuertes que nosotros, pues se movían con ligereza en aquella Ciudad de Plomo. También podían, cuando de verdad querían llegar a algún sitio rápidamente, desplazarse girando como peonzas. Las tres piernas les hacían dar vueltas al tiempo que les impulsaban hacia delante; los pies tocaban el suelo, separados varias yardas entre sí. Me imagino que sería su forma de correr.

La Elección prosiguió. Se acercó otro Amo a examinarme, y luego otro. Se llevaron al chico del cubículo contiguo. Unos Amos me examinaban más minuciosamente que otros, pero todos seguían su camino. Yo me preguntaba si sospecharían algo, si habría algo en mi comportamiento que no fuera correcto del todo. También me preguntaba qué pasaría si nadie me elegía. Era sabido que nadie regresaba de la Ciudad. En ese caso…

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