Read La ciudad de oro y de plomo Online

Authors: John Christopher

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

La ciudad de oro y de plomo (7 page)

BOOK: La ciudad de oro y de plomo
2.23Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Larguirucho, una vez tuvo esto claro, le interrogó acerca de los Trípodes. ¿Los veía mucho? ¿Cuáles eran sus sentimientos hacia ellos? Vi a dónde apuntaban sus preguntas y me contenté con dejar que las hiciera él. No pareció sorprenderse ni sospechar a causa de la conversación, lo cual revelaba de por sí lo escaso que debía de haber sido su contacto con el mundo exterior. Las costumbres locales variaban según los distintos países, pero en todos el tema de los Trípodes y las Placas era tabú. Nadie, teniendo en cuenta que parecíamos llevar Placa, se hubiera expresado así.

Mas, si era ajeno a las sospechas, también se mostraba indiferente. Sí, veía Trípodes de vez en cuando. Creía que hacían daño a las cosechas; resultaba difícil imaginarse cómo lo hubieran podido evitar, siendo unos objetos tan grandes. Pero le alegraba decir que ninguno había puesto su pesado pie en aquella isla. En cuanto a las Placas, bueno, la gente las llevaba y no parecía que hicieran mucho daño, ni tampoco ningún bien en especial. Creía que tenían que ver con los Trípodes, pues éstos se llevaban a los chicos, a quienes se les insertaban. ¿Impedían que la gente quisiera luchar contra los Trípodes?, preguntó audazmente Larguirucho.

Hans lo miró por encima de la pipa. Dijo, sagazmente:

—Bueno, tú tendrías que saber de eso más que yo, ¿no te parece? Pero no tendría mucho sentido luchar contra los Trípodes, ¿no crees? Sería necesaria una gran fuerza en los brazos para arrojar una piedra lo bastante alto como para golpear la parte superior, ¿y de qué serviría si se pudiera? Además, ¿qué sentido tiene? No parece que hagan mucho daño. De vez en cuando perjudican a las cosechas y al ganado… y tal vez a los hombres, si no se apartan a tiempo. Pero el rayo también puede matar y hay menos posibilidades de esquivarlo, y el granizo puede destrozar las cosechas.

Larguirucho dijo:

—Nosotros íbamos en balsa por el río. Un Trípode destrozó la balsa. Así vinimos a parar aquí.

Hans asintió.

—Todo el mundo tiene a veces mala suerte. Mis gallinas cogieron una enfermedad hace dos años. Acabó con todas menos con tres.

—Le estamos muy agradecidos, —dijo Larguirucho—, por darnos comida y techo.

Hans desvió su mirada hacia el fuego y luego volvió a mirarle a la cara.

—En cuanto a eso, me va bastante bien sin ver a nadie, pero ya que estáis aquí… Hay que cortar algo de leña allá arriba. He tenido reuma en el hombro y todavía no ha desaparecido del todo. Podéis encargaros de eso mañana a cambio de lo que comáis y del alojamiento. Después tal vez os lleve remando hasta el pueblo.

Larguirucho iba a decir algo; pero se cortó y se limitó a asentir. Se hizo nuevamente el silencio; Hans miraba al fuego. Dije, en parte exasperado y en parte esperanzado:

—Pero si encontrara gente que lucha contra los Trípodes, ¿no les ayudaría? Después de todo, usted es un hombre libre.

Me miró unos momentos antes de responder.

—Dices cosas muy raras, —dijo—. Yo no tengo mucho contacto con la gente, pero me suena muy raro lo que dices. Tú no eres de por aquí, muchacho.

En parte era una acusación y en parte una pregunta. Dije:

—Pero si «hubiera» hombres que no fueran esclavos de los Trípodes, seguramente usted querría hacer lo que pudiera…

Vi que mi voz se esfumaba bajo la mirada fija del hombre barbudo.

—Dices cosas raras, —repitió—. Yo me ocupo de mis asuntos. Siempre lo he hecho y siempre lo haré. ¿Eres de esos que llaman Vagabundos, quizá? Pero viajan solos, no por parejas. No tengo problemas con nadie, porque me mantengo al margen. Da la impresión de que tú buscas problemas. Si ésa es tu forma de pensar…

Larguirucho le cortó. Dijo, lanzándome previamente una mirada de advertencia:

—No debe hacerle ningún caso, Hans. No se siente bien. Cuando estaba en el agua se dio en la cabeza contra uno de los tablones de la balsa. Puede ver el golpe que tiene en la frente.

Hans se puso de pie y avanzó hacia mí. Se quedó mirándome la cabeza un buen rato. Después dijo:

—Sí. Puede que le haya afectado un poco, aunque eso no le impedirá coger un hacha por la mañana. Pero a los dos os hará bien una buena noche de sueño. Yo me levanto temprano, así que no trasnocho.

Trajo mantas de la otra habitación de la cabaña, donde dormía. Después de darnos bruscamente las buenas noches nos dejó, llevándose la lámpara consigo. Larguirucho y yo nos instalamos en el suelo, uno a cada lado del fuego. Yo me sentía vagamente incómodo por causa de la cena que, tras dos días de ayuno, no estaba resultando fácil de digerir. Pensé que me esperaba una noche inquieta. Pero el cansancio fue más fuerte que el mareo.

Miré el resplandor de la hoguera, los tres gatos que aún montaban guardia ante ella; y mi siguiente visión fue la luz del sol que incidía sobre las cenizas apagadas; los gatos no estaban y Hans, cuyas fuertes pisadas me habían despertado, nos llamaba para que nos levantáramos.

Nos preparó un desayuno gigantesco. Grandes lonchas de tocino ahumado a la plancha, todos los huevos que quisiéramos (yo me comí tres), y pasteles de patata, calientes, de color marrón dorado. Los acompañamos con cerveza, de la misma que nos dio la noche anterior.

—Comed bien, —dijo Hans—. Cuanto más comáis, mejor trabajaréis.

Nos llevó consigo al norte de la isla. Había un campo de aproximadamente un acre de extensión, un patatal, y explicó que lo quería ampliar talando y arrancando de raíz los árboles del bosquecillo vecino. Había dado comienzo a esta labor, pero el reumatismo del hombro al principio le estorbó y al final se lo impidió por completo. Nos proporcionó un hacha, un pico y una pala, se quedó a ver cómo empezábamos y después se marchó.

Era un trabajo duro. La savia ascendía por los árboles, y las raíces de los ya talados estaban enmarañadas y eran difíciles de sacar. Larguirucho apuntó que, si trabajábamos duro, Hans podría considerar que una mañana de trabajo era suficiente a cambio de la hospitalidad y nos llevaría al otro lado del río por la tarde. Pero, aunque la tarea nos hizo sudar, la cosa fue despacio. Cuando vino Hans a por nosotros, hacia mediodía, miró con aire crítico el resultado.

—Pensé que lo haríais mejor. Sin embargo, algo es algo. Ahora más vale que vengáis a comer.

Había asado un par de pollos y los sirvió con un montón de patatas con mantequilla y repollo de sabor amargo. Nos dio de beber vino porque, probablemente, la cerveza a mediodía nos daría pereza. Después había arándanos dulces con nata. Cuando terminamos dijo:

—Ahora podéis descansar media hora y hacer la digestión mientras yo recojo las cosas. Después volvéis al campo. Dejad el roble grande para mañana. Quiero asegurarme de que cae en la dirección adecuada.

Nos dejó tumbados al sol. Yo le dije a Larguirucho:

—¿Mañana? Le cuesta demasiado ofrecerse a llevarnos al otro lado del río esta tarde.

Larguirucho dijo, despacio:

—Mañana y pasado y el otro. Está decidido a retenernos hasta que hayamos despejado el bosque.

—¡Pero eso nos llevaría por lo menos una semana, tal vez dos!

Larguirucho dijo:

—Sí. Y nos queda poco tiempo si queremos competir en los Juegos.

—De todos modos tampoco lograríamos ir a pie. Tendríamos que encontrar materiales para otra balsa y construirla. Y aun así dudo que lo lográramos. Necesitamos una barca.

Cuando la idea me asaltó, me interrumpí, sorprendido de que no se me hubiera ocurrido antes. Habíamos visto el bote de Hans de camino hacia el campo. Estaba amarrado en una pequeña ensenada, al este de la isla; medía seis pies y tenía aspecto resistente y un par de remos. Por la mirada que me dirigió, Larguirucho estaba pensando algo muy parecido.

Dije:

—Si nos las arregláramos para escapar esta noche… Supongo que sería una jugarreta de lo más sucio, pero…

—El bote debe de significar mucho para Hans, —dijo Larguirucho—. Depende de él para ir al pueblo y volver. Seguramente lo habrá construido él, o su padre, y le llevaría mucho tiempo construir otro, sobre todo con los dolores del hombro. Pero por lo que ha dicho sabemos que jamás nos ayudaría, pese a no tener Placa. Nos retendría aquí, trabajando para él, aunque supiera cuál es nuestra misión. Creo que llegar a la Ciudad, Will, es más importante que este viejo solitario y su barca.

—Entonces esta noche…

—Esta noche significa perder medio día y tal vez no haya otra ocasión en la que sepamos que no nos vigila, —se puso de pie—. Creo que es mejor ahora.

Caminamos de la manera más inocente posible hacia el refugio de los árboles. Cuando nos acercamos, volví la vista atrás y vi la puerta de la cabaña, abierta, pero ni rastro de Hans. Después de eso fuimos más deprisa, corriendo en dirección hacia la ensenada y el bote. Se bamboleó cuando Larguirucho subió a bordo y sacó los remos, mientras yo me ocupaba de la cuerda que lo amarraba a la rama de un árbol. Tenía un nudo complicado con el que hube de vérmelas, al principio con escasos resultados.

Larguirucho dijo:

—Deprisa, Will.

—Si tuviera un cuchillo.

—Creo que oigo a alguien.

Yo también lo oí: pies que corrían, y luego una voz que llamaba con aspereza. Tiré desesperadamente del nudo y se soltó. Después trepé al bote, que se balanceó peligrosamente bajo nuestro peso. Cuando Larguirucho dio un empujón que nos separó de la orilla irrumpió la figura de Hans desde los árboles, diciendo tacos. Estábamos a diez pies de distancia cuando llegó al borde del agua. No se detuvo; siguió en pos de nosotros. El agua, que discurría velozmente, le llegaba a las rodillas, a los muslos, pero él seguía, aún soltando juramentos. Cuando le llegó a la cintura logró incluso agarrar la paleta de un remo, pero Larguirucho lo retiró. La corriente nos arrastró y nos desplazamos al centro del río.

Entonces se calló súbitamente y le cambió la expresión. Yo había soportado sus exabruptos y cólera anteriores con bastante facilidad, pero esto era diferente. Todavía me pongo enfermo cuando recuerdo la terrible desesperación de su rostro.

Después de eso navegamos río abajo con bastante rapidez. Nos turnábamos a los remos; salíamos temprano y aguantábamos todos los días hasta muy tarde. La comida era un problema pero nos las arreglábamos, aunque después del primer día pasamos hambre constantemente. Nos cruzamos con barcazas que viajaban río arriba y río abajo y nos mantuvimos alejados de ellas (lo cual resultó cada vez más fácil a medida que el gran río se ensanchaba en su curso hacia el mar). El río ofrecía de por sí un gran interés, pues corría entre paisajes variados, bosques, pastos, viñedos, campos de trigo y las masas sombrías y silenciosas de las ciudades en ruinas de los antiguos, que se elevaban a ambos lados. Vimos Trípodes muchas veces y en una ocasión oímos el canto salvaje de su toque de caza, pero muy lejano. Ninguno se nos acercó mucho. Había ríos que afluían uniéndose al río madre, castillos de gran antigüedad que se elevaban a gran altura sobre contrafuertes de roca, y una vez vimos una enorme masa de roca rojiza cubierta de árboles, más alta que un Trípode, sobresaliendo en medio de la corriente.

Y así llegamos por fin al lugar donde se celebraban los Juegos. Había muchas barcazas amarradas allí, entre ellas el «Erlkönig».

CAPÍTULO 5
LOS JUEGOS

Era un país de prados salpicados de flores, tierras ricas y fértiles, poblaciones pequeñas y prósperas y, por todas partes, molinos de viento cuyas aspas giraban suavemente mecidas por ráfagas de aire templado. Tal vez la estación no estuviera tan avanzada como en el sur, pero parecía haber llegado el buen tiempo. La gente decía que aquél era el auténtico clima de los Juegos, aunque yo pensé que el hecho de que lo dijeran tanto tal vez indicara que el auténtico clima de los Juegos era una rareza y no una expectativa razonable.

La ciudad se hallaba situada al oeste del río, tras unas praderas que, cuando las atravesamos, dormían apaciblemente bajo el cálido sol de la tarde. Mucha gente viajaba en aquella dirección; no sólo los que tomaban parte en las competiciones, sino también los espectadores de los Juegos. Abarrotaban la ciudad y los pueblos circundantes, y miles de personas más levantaron tiendas de campaña en los campos. Había ambiente de festival, comida, cerveza y vino de la última cosecha en abundancia. Todo el mundo parecía feliz y vestía sus mejores ropas. Llegamos el día anterior a la inauguración. Aquella noche teníamos que dormir donde mejor pudiéramos (al final lo hicimos al aire libre, bajo unos sauces, a orillas de un torrente veloz), pero al día siguiente, si superábamos las pruebas preliminares y éramos aceptados, seríamos participantes y nos alojaríamos en las largas cabañas de madera erigidas en las cercanías del Campo.

Para llegar allí había que atravesar la ciudad, con su gran iglesia de torres gemelas y sus casas recién pintadas, y rodear el monte que la dominaba. (Una vez, paseando por allí, encontramos una gran fosa semicircular compuesta por gradas de piedra dispuestas frente a una plataforma central, también de piedra. No fuimos capaces de averiguar su finalidad, pero las piedras estaban agrietadas, desgastadas y deformadas por el transcurso, más que de los años, seguramente, —pensé— de los siglos, antes de la llegada de los Trípodes, generación tras generación). Al otro lado había un pueblo y cerca estaba el Campo. Tenía una extensión enorme y la gente de la localidad contaba una historia relacionada con él: decían que en la época de los antiguos habían tenido lugar numerosas y grandes batallas en las que, —aunque costaba trabajo creerlo—, los hombres se mataban entre sí a causa de su maldad. Éste era el escenario de la última batalla, la más inmensa y salvaje de todas, aunque unos decían que ya había tenido lugar, en tanto que otros creían que aún había de entablarse. Al oír esto concebí la esperanza de que fuera un augurio de nuestro triunfo. Había que entablar una batalla y nosotros éramos los adelantados de nuestro ejército.

En la barcaza habíamos visto a Moritz, pero no a Ulf, que estaba fuera, bebiendo. Moritz se alegró de vernos, pero nos suplicó que no nos quedáramos, porque la cólera de Ulf aún no había desaparecido y no era probable que se aplacara por el hecho de que hubiéramos llegado a tiempo, después de todo. Nos dijo que Fritz había acudido al Campo aquella mañana.

Había banderas y estandartes en todos los pueblos y ciudades, y también rodeaban el Campo como pétalos en movimiento de un millar de flores enormes y vistosas. Por detrás y por encima había gradas de madera donde el público se sentaba y miraba; entre él se movían los vendedores con su mercancía de baratijas, cintas, caramelos y salchichas calientes. En un lateral se destacaba el pabellón del juez y, delante, un estrado al que subirían los vencedores para recibir el cinturón de campeones. Al í teníamos la ferviente esperanza de subir.

BOOK: La ciudad de oro y de plomo
2.23Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Ancestor Stones by Aminatta Forna
A World Without You by Beth Revis
Bay of Secrets by Rosanna Ley
A Season in Hell by Marilyn French
Dangerous Curves by Pamela Britton
Devil in the Deadline by Walker, LynDee