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Authors: John Christopher

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

La ciudad de oro y de plomo (4 page)

BOOK: La ciudad de oro y de plomo
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Entre dos puestos (en uno vendían cuero y en el otro piezas de tela) vi la entrada de una taberna y me acordé con sentimiento de culpabilidad de lo que debería estar haciendo. Entré y miré a mi alrededor. Estaba más oscuro que en las tabernas del muelle, con el ambiente cargado de tabaco y atestado de figuras oscuras, unas sentadas a las mesas y otras de pie junto a la barra. Cuando me acerqué para mirar más de cerca, se dirigieron a mí desde el otro extremo del mostrador. El que hablaba era un hombre muy grande y muy gordo que llevaba una chaqueta de cuero con las mangas de tela verde. Con voz áspera y un acento que apenas pude comprender, dijo:

—¿Entonces qué va a ser, muchacho?

Moritz me había dado unas monedas de las que se usaban por aquellos lugares. Hice lo que me pareció más seguro y pedí unas
dunkles
; sabía que así se llamaba la cerveza negra que se bebía normalmente. La
stein
era mayor de lo que yo esperaba. Me la trajo, rebosante de espuma, y le di una moneda. Bebí y tuve que limpiarme la espuma de los labios. Tenía un sabor agridulce que no resultaba desagradable. Busqué a Ulf con la mirada, escudriñando los muchos recovecos en cuyas paredes había paneles con cabezas de ciervos y jabalíes. Hubo un momento en que me pareció verlo, pero el hombre se acercó a un lugar iluminado por una lámpara de petróleo y vi que no era él.

Estaba nervioso. Como llevaba Placa, yo era, por supuesto, un hombre más, así que no había ninguna razón para que no estuviera allí. Pero me faltaba la seguridad de los que tenían una Placa de verdad y desde luego era consciente de mi diferencia con respecto a los que estaban allí. Tras comprobar que Ulf no era ninguno de los que estaban sentados en las mesas, quise irme. Haciendo lo posible por que no se notara, dejé la
stein
y me dirigí hacia la calle. Antes de dar dos pasos el hombre de la chaqueta de cuero me dio una voz y yo me volví.

—¡Oye! —Alargó unas monedas más pequeñas—. Se te olvida la vuelta.

Le di las gracias y me dispuse nuevamente a salir. Pero entonces ya había visto la
stein
dos tercios llena.

—Tampoco te has bebido la cerveza. ¿Tienes alguna queja?

Me apresuré a decirle que no, que es que no me encontraba bien. Vi con desazón que los demás se tomaban interés por mí. El hombre que estaba detrás del mostrador pareció aplacarse un tanto, pero dijo:

—Por la forma de hablar no eres de Württemberg. ¿Entonces de dónde eres?

Estaba preparado para una pregunta así. Teníamos que decir que éramos de lugares lejanos, en mi caso de una región del sur llamada Tirol. Así se lo dije.

En lo referente a acallar sorpresas, funcionó. Sin embargo, desde otro punto de vista, resultó ser una elección desafortunada. Más adelante supe que en la ciudad había una fuerte animadversión hacia el Tirol. Durante los Juegos del año anterior un tirolés derrotó a un campeón local y decían que hubo trampa. Uno de los que se hallaban cerca preguntó ahora si yo iba a los Juegos e incautamente le dije que sí. A continuación vino un aluvión de insultos. Los tiroleses eran unos tramposos, unos fanfarrones y despreciaban la buena cerveza de Württemberg. Habría que echarlos del pueblo y arrojarlos al río para limpiarlos un poco…

Lo que debía hacer era salir, y pronto. Me tragué los insultos y me volví, dispuesto a irme. Cuando estuviera fuera podría perderme entre la multitud. Estaba pensando en aquello y no miré bien delante de mí. Alguien sacó la pierna de debajo de una mesa y, con acompañamiento de estruendosas carcajadas, caí sobre el serrín que cubría el suelo.

También estaba preparado para soportar aquello aunque me hice daño en la rodilla al caer. Me dispuse a levantarme. Al hacerlo una mano me agarró de los pelos que sobresalían a través de la Placa, sacudiéndome violentamente la cabeza, y volvió a arrojarme al suelo.

Tendría que dar las gracias porque este asalto no hubiera descolocado la falsa Placa, descubriéndome. Asimismo tendría que haberme concentrado en lo que verdaderamente importaba: salir de allí y volver a la barcaza a salvo y sin ser visto. Pero tengo que confesar que sólo fui capaz de pensar en el dolor y la humillación. Volví a levantarme, vi un rostro sonriente detrás de mí y, enfurecido, traté de golpearle.

Sería aproximadamente un año mayor que yo, más grande y pesado. Me repelió desdeñosamente. No me calmé lo suficiente como para darme cuenta de lo estúpidamente que me estaba comportando, aunque sí lo suficiente para recurrir a la destreza que había adquirido durante mi largo período de entrenamiento. Le hice una finta y cuando de modo aún descuidado lanzó el brazo hacia mí me escurrí y le di un fuerte golpe por encima del corazón. Ahora le tocó a él caer por tierra, que hizo prorrumpir en gritos a los que nos rodeaban. Se levantó despacio, con la irritación reflejada en el rostro. Los demás retrocedieron, formando un círculo, despejando las mesas a tal fin. Comprendí que tendría que pasar por aquello. No me daba miedo, pero vi que había sido un estúpido. Julius me había prevenido frente a mi impulsividad y ahora, antes de transcurrida una semana desde el inicio de una empresa de tantísima importancia, ya me había jugado una mala pasada.

Se lanzó hacia mí y tuve que volver a preocuparme del apremiante presente. Di un paso hacia un lado y, cuando lo tuve a mi altura, le golpeé. Aunque era más corpulento que yo, carecía de la más mínima habilidad. Hubiera podido bailar en torno a él cuanto tiempo quisiera, haciéndole pedazos. Pero no serviría de nada. Lo que hacía falta era un golpe definitivo. Se mirara como se mirara, cuanto antes se acabara aquello, mejor.

Así que cuando volvió a atacarme detuve el golpe con el hombro izquierdo, hundí el puño derecho en la zona vulnerable situada justamente debajo de las costillas, di un paso hacia atrás y le propiné un gancho de izquierda con todas mis fuerzas cuando al tragar aire adelantó la cabeza. Le di muy fuerte. Retrocedió aún más deprisa y golpeó el suelo. Los espectadores callaban. Miré a mi contrincante caído y al ver que no daba muestras de ir a levantarse me dirigí hacia la puerta, suponiendo que abrirían el círculo para dejarme pasar.

Pero no fue así. Me miraban fijamente, con hostilidad, sin moverse. Uno de ellos se arrodilló junto a la figura caída.

Dijo:

—Le ha dado en la cabeza. Puede tener una lesión seria.

Otro dijo:

—Habría que llamar a la policía.

Unas horas después me encontraba mirando las estrellas, que brillaban en medio de un nítido cielo negro. Tenía hambre y frío, me sentía desdichado y asqueado de mí mismo. Estaba en el Pozo.

El magistrado que se ocupó de mí me aplicó una justicia muy severa. El tipo que derribé era sobrino suyo, hijo de uno de los más significados mercaderes de la ciudad. Según las declaraciones prestadas, yo le había provocado en la taberna hablando mal de los habitantes de Württemberg y después le había golpeado cuando no estaba mirando. Aquello no guardaba ningún parecido con lo sucedido, pero una serie de testigos coincidían con aquella versión. Para ser justos, mi contrincante no formaba parte de éstos, ya que, como había sufrido una conmoción cerebral al golpearse con la cabeza contra el suelo, no se hallaba en condiciones de decirle nada a nadie. Me advirtieron que, si no se recuperaba, con toda seguridad me ahorcarían. Entretanto yo permanecería confinado en el Pozo el tiempo que el juez estimara oportuno.

Así es como solían tratar a los malhechores. El Pozo era redondo, de unos quince pies de diámetro y otros tantos de profundidad. El suelo era de toscas losas y las paredes de piedra. Eran lo bastante lisas como para disuadirle a uno de intentar la ascensión, y cerca del tope había púas de hierro proyectándose hacia el interior, que representaban una disuasión adicional frente a la idea de huir. Me arrojaron por encima de éstas como si fuera un saco de patatas y me abandonaron. No me dieron comida ni nada con qué taparme durante la noche, que, según parecía, sería fría. En la caída me había golpeado el codo y me había hecho una desolladura en el brazo.

Pero la verdadera diversión, según me dijeron algunos de mis captores con satisfacción, tendría lugar al día siguiente. El Pozo tenía en parte la finalidad del castigo y en parte la de divertir a las gentes del lugar. Tenían la costumbre de situarse en lo alto y arrojar contra el desdichado prisionero cuanto se les viniera a la cabeza o a la mano. Lo que preferían eran desperdicios de toda índole, —verduras podridas, sobras, cosas así—, pero si se sentían verdaderamente molestos podían emplear piedras, tacos de madera, botellas rotas. En el pasado hubo veces que los prisioneros quedaron muy malheridos, llegando incluso a morir. A mis captores parecía ocasionarles sumo placer la perspectiva, así como hablarme de ella.

Pensé que de algo serviría que el cielo se hubiera aclarado. Aquí no había protección frente a los elementos. Junto a la pared había un abrevadero con agua, pero aunque tenía sed, no había la suficiente como para beber de allí; cuando me arrojaron al Pozo había luz suficiente para ver que estaba recubierta por una capa de verdín. A los que estaban en el Pozo no se les proporcionaba comida. Cuando tenían suficiente hambre se comían los desperdicios putrefactos, los huesos y el pan rancio que les arrojaban. Al parecer, aquello también resultaba divertido.

¡Qué idiota había sido! Temblaba, maldecía mi estupidez y volvía a temblar.

La noche transcurría lentamente. Me eché un par de veces, me acurruqué y traté de dormir. Pero el frío aumentaba y tenía que volver a levantarme y caminar para revitalizar la circulación. A un tiempo anhelaba y temía la llegada del día. Me preguntaba qué habría sido de los demás, si ya habría regresado Ulf. Sabía que no existían esperanzas de que interviniera en mi favor. Era muy conocido en esta ciudad pero no se atrevería a correr el riesgo de que lo asociaran conmigo. Mañana continuarían río abajo, dejándome aquí: no podían hacer otra cosa.

El ancho círculo del cielo se iba iluminando por encima de mí; supe a qué lado quedaba el este porque allí la luz era más suave. Por variar, me senté apoyando la espalda en la pared de piedra. El cansancio se adueñaba de mí, pese al frío. La cabeza se me caía sobre el pecho. Entonces, desde arriba, un ruido me despabiló. Al í había un rostro que miraba hacia abajo. Era una silueta breve, que se recortaba contra el manto de la aurora. Un madrugador, pensé con hastío, impaciente por ocuparse de la víctima. No tardaría mucho en empezar a arrojar cosas.

Después una voz me llamó quedamente.

—Will… ¿Estás bien?

La voz de Larguirucho.

Había traído un trozo de cuerda de la barcaza. Se tendió, estirándose, la ató a uno de los pinchos de hierro y después me lanzó el otro extremo. Lo cogí y trepé. Las púas me dieron trabajo pero Larguirucho logró pasar la mano por encima y ayudarme. En cuestión de segundos conseguí remontarme y ser arrastrado sobre el borde del Pozo.

No malgastamos tiempo hablando de nuestra situación. El Pozo se hallaba en las afueras de la ciudad, la cual, —todavía dormida, pero ya perfilándose contra la clara luz del amanecer—, se alzaba entre nosotros y el lugar donde estaba amarrado el «Erlkönig». Sólo conservaba un vago recuerdo de cuando me trajeron aquí la tarde anterior, pero Larguirucho corría confiadamente y yo le seguí. Tardamos quizá diez minutos en tener el río frente a nosotros y sólo vimos a un hombre, que gritó algo aunque no trató de ir tras nuestras figuras fugitivas. Comprendí que Larguirucho había calculado perfectamente el tiempo. Pasamos por la calle que albergara el mercado. Al cabo de otras cincuenta yardas nos encontraríamos en el muelle.

Lo alcanzamos y giramos a la izquierda. Aproximadamente a esa misma distancia, después de rebasar la taberna, junto a una barcaza de nombre «Siegfried». Miré y me detuve, y Larguirucho hizo otro tanto. El «Siegfried» estaba allí, sí, pero a su lado había un espacio vacío.

Un momento después Larguirucho me tiró de la manga. Miré hacia donde indicaba, en dirección contraria, hacia el norte. El «Erlkönig» se hallaba en mitad de la corriente, avanzando río abajo, a un cuarto de milla de distancia; un barco de juguete que empequeñecía velozmente en la lejanía.

CAPÍTULO 3
UNA BALSA EN EL RÍO

Nuestra primera preocupación fue alejarnos antes de que detectaran mi huida del Pozo. Caminamos por el muelle en dirección norte, a través de unas cuantas calles míseras de edificios destartalados que nada tenían que ver con las casas pintadas, esculpidas y bien cuidadas del centro de la ciudad, y dimos con una carretera, —poco mejor que un sendero—, que discurría paralela al río. El sol salió a nuestra derecha, por detrás de las colinas cubiertas de árboles. Allí también había nubes, que se formaban con una rapidez siniestra. Al cabo de media hora habían oscurecido el cielo y ocultado el sol; al cabo de tres cuartos, un cinturón gris de lluvia barría la ladera, acercándose a nosotros. Cinco minutos después, ya empapados, hallamos una especie de refugio en un edificio en ruinas situado al otro lado de la carretera. Entonces tuvimos tiempo de pensar en lo sucedido y en lo que convenía hacer.

De camino, Larguirucho me había contado los últimos acontecimientos. No encontró a Ulf; pero cuando regresó a la barca, Ulf ya estaba allí. Efectivamente, había bebido; lo cual no mejoraba su humor. Estaba furioso con Larguirucho y conmigo por haber ido a la ciudad, y con Moritz por habérnoslo permitido. Había decidido que nosotros dos pasáramos el resto del viaje río arriba bajo cubierta. Evidentemente, Fritz era el único en quien se podía confiar, el único que tenía algo de sentido común.

A medida que transcurría el tiempo sin que yo volviera, su cólera iba en aumento. Después de oscurecer, uno de los hombres que conocía fue a verle y le habló del joven tirolés que inició una reyerta en la taberna siendo, por tanto, condenado al Pozo. Cuando se fue este hombre, Ulf habló aún más colérica y despiadadamente. Mi estupidez lo había puesto todo en peligro. Estaba claro que para la misión yo era un estorbo más que una ventaja. No había que esperar más, y desde luego no se harían intentos de liberarme. Por la mañana, el «Erlkönig» reanudaría el viaje. Llevaría dos participantes en los Juegos, no tres. Por lo que a mí concernía, yo me había metido en el Pozo y allí podía pudrirme.

Aunque no lo mencionó, yo sabía que Larguirucho se vio en un cruel dilema. Estábamos bajo la autoridad de Ulf y debíamos obedecerle en todo. Además, lo que había dicho era completamente razonable. Por encima de todo, lo que importaba era el proyecto, no los individuos. Su labor consistía en hacer cuanto pudiera por ganar en los Juegos, lograr la entrada en la Ciudad de los Trípodes y sacar de allí información que pudiera ayudar a destruirlos. Aquello era lo verdaderamente importante.

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