Read La ciudad de oro y de plomo Online

Authors: John Christopher

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

La ciudad de oro y de plomo (5 page)

BOOK: La ciudad de oro y de plomo
5.42Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Pero habló con Moritz, formulándole en especial preguntas sobre el Pozo (cómo era, dónde estaba situado). No sé si Moritz era demasiado estúpido y no entendió la finalidad de las preguntas o si la vio y la aprobó (a mí me parecía un hombre demasiado amigable para un trabajo que, por su propia naturaleza, requería una veta de crueldad). De todos modos, Larguirucho averiguó lo que quería saber y, con los primeros albores, se hizo con un cabo de cuerda y abandonó el «Erlkönig» en mi busca. Presumiblemente Ulf le oyó o le vio partir, y bien por rabia, bien por fría lógica, decidió que no cabía sino salvar al único miembro del trío digno de confianza y poner en marcha al «Erlkönig» antes de que pudieran recaer sospechas sobre él o sobre su tripulación.

La lluvia se detuvo tan bruscamente como había comenzado, y dio paso a un sol tan abrasador que nuestras ropas humeaban al caminar. Antes de que pasara una hora estábamos nuevamente empapados (esta vez no encontramos ningún refugio y el chaparrón torrencial nos caló hasta los huesos); el día resultó ser una sucesión de estallidos de sol y de lluvia. La mayor parte del tiempo caminamos empapados y en condiciones deplorables; todo ese tiempo fuimos conscientes de cómo, —sobre todo yo— habíamos enredado las cosas.

Además teníamos hambre. Yo no había comido desde el mediodía anterior y, en cuanto se extinguió la excitación propia de la huida, sentí un hambre canina. Teníamos lo que quedaba del dinero que recibimos de Moritz, pero en pleno campo, por supuesto, no había dónde gastarlo, y no quisimos esperar a que abrieran las tiendas de la ciudad. Las tierras que atravesábamos eran yermos o pastos en los que rumiaban grupos de vacas blanquinegras. Propuse ordeñar una y con la ayuda de Larguirucho la arrinconé en un ángulo del campo. Pero fue un fracaso. No logré sacar más que unas cuantas gotas; ella se resistió firmemente a mis manipulaciones toscas e inexpertas y se escapó. No parecía que valiera la pena volver a intentarlo.

Varias horas después llegamos a un campo de nabos. Quedaba a la vista de una casa, pero nos arriesgamos a coger algunos. Eran pequeños y amargos aunque se podían masticar. La lluvia volvió a caer mientras continuábamos nuestro viaje y esta vez duró ininterrumpidamente una hora o más.

Encontramos unas ruinas donde pasar la noche. No habíamos descubierto ninguna otra fuente de alimentos y masticamos hierba y brotes tiernos en un intento por aplacar el hambre, que resultó ineficaz y nos causó dolor de estómago. Además, por supuesto, nuestras ropas estaban húmedas. Intentamos dormir, pero con poco éxito. Estábamos despiertos cuando la noche se coloreó de gris, anunciando la proximidad de la mañana; cansados y maltrechos, seguimos nuestro camino.

No llegó a llover, pero fue un día frío y nublado. Junto a nosotros corría el río, que aquí era ancho y turbulento; vimos una barcaza que iba corriente abajo y nos pareció que dejaba tras de sí una fragancia a tocino, que estarían friendo en la cocina. No mucho después encontramos un grupo de casas, una aldehuela campesina, y Larguirucho tuvo la idea de hacerse pasar por Vagabundo, con la esperanza de que le dieran comida. Me ofrecí a hacerlo yo en su lugar, pero me dijo que era idea suya y que yo debía permanecer oculto. Los Vagabundos jamás viajaban acompañados. De modo que me oculté en un seto y aguardé.

En mi pueblo había una Casa de Vagabundos, puesta a disposición de estos pobres locos errantes: allí se les proporcionaba comida y bebida, y había criados que se encargaban de cocinar y limpiar. Larguirucho me había dicho que en su país no había nada semejante. Los Vagabundos dormían como y donde podían (en graneros, si tenían suerte, o en unas ruinas). Mendigaban de puerta en puerta la comida que les daban con generosidad variable.

Pensamos que tal vez aquí ocurriera algo por el estilo. Había media docena de casas; vi que Larguirucho se dirigía a la primera y llamaba a la puerta. No abrieron; después me contó que alguien le dio una voz desde dentro diciendo que se fuera y agregando palabras malsonantes. En la segunda puerta no hubo ninguna respuesta. En la tercera abrieron una ventana y le tiraron un cubo de agua sucia, con acompañamiento de risas. Cuando se fue, más mojado que antes, abrieron la puerta. Se volvió a medias, dispuesto a soportar insultos si podía lograr comida… y después salió disparado. Habían soltado un perro berrendo de aspecto feroz que le persiguió hasta la mitad de la distancia que le separaba de donde yo estaba tumbado y después se detuvo, ladrándole hostilmente.

Media milla más adelante encontramos un campo de patatas e hicimos una incursión. Eran pequeñas y hubieran resultado más aceptables cocinadas. Pero no teníamos oportunidad de hacer un fuego en esta tierra fría y gris. Continuamos trabajosamente y, al caer la oscuridad, vimos delante de nosotros, río abajo, una barcaza amarrada a la orilla. Creo que nos asaltó el mismo pensamiento a los dos: que podía tratarse del «Erlkönig»; que por algún motivo Ulf podía haberse detenido y nosotros podríamos volver a unirnos a ellos. Era una esperanza absurda, pero, aun así, fue duro ver cómo se desmoronaba. La barcaza era mayor que el «Erlkönig» e iba río arriba, no abajo. Nos alejamos dando un rodeo para rebasarla.

Después regresamos a la orilla y nos sentamos tiritando en una cabaña destartalada. Se hizo un silencio triste. Yo me preguntaba si Larguirucho no estaría pensando que, de no ser por mí, se hallaría seguro, caliente y bien alimentado en la barcaza. Yo mismo había pensado en ello, aunque no servía de nada. Después dijo:

—Will.

—Sí.

—Donde estaba la barcaza amarrada había un muelle y un par de casas. Sería una parada.

—Supongo que sí.

—La primera que pasamos desde que salimos de la ciudad.

Pensé en ello.

—Sí, así es.

—Ulf tenía previsto recorrer dos paradas diarias, tomándose las cosas con calma. De modo que en dos días…

En dos días habíamos recorrido una distancia que la barcaza habría cubierto en una mañana, aunque caminábamos desde que despuntaba el alba hasta que había demasiada oscuridad como para ver adónde nos dirigíamos. Estaba bastante bien, pero resultaba descorazonador. No hice ningún comentario. Larguirucho prosiguió:

—Según el plan, debíamos llegar tres días antes de la inauguración de los Juegos. El viaje nos llevaría cinco días. A este promedio nos llevará veinte. Los Juegos habrán acabado antes de que lleguemos.

—Sí —intenté salir de mi embotamiento—. ¿Crees que sería mejor?

—¿Al Túnel? No me hace gracia pensar en lo que tendríamos que decirle a Julius en tal caso.

A mí tampoco me la hacía, pero no se me ocurría otra cosa que hacer.

Larguirucho dijo:

—Tenemos que avanzar más deprisa. Está el río.

—No podemos acercarnos a las demás barcazas. Ya sabes lo que dijeron al respecto. Son suspicaces frente a los desconocidos y jamás permiten subir a bordo.

—Si tuviéramos nuestra propia barca…

—Eso estaría muy bien, —dije, me temo que con un toque de sarcasmo—. O encontrarnos un Shemand-Fer que siguiera la orilla del río y subirnos.

Larguirucho dijo con paciencia:

—Una barca… ¿o una balsa? ¿Un lateral de esta cabaña, tal vez? Ya está medio desprendido. Si pudiéramos arrancarlo y llevarlo hasta el agua… la corriente nos llevaría al doble de velocidad que andando, como mínimo, y mucho más derechos.

Comprendí lo que quería decir e inesperadamente sentí aumentar mis esperanzas, cosa que me permitió olvidarme momentáneamente de mis miembros ateridos y de los gruñidos de mi estómago vacío. Era una posibilidad. Mucho tiempo atrás, de niño, ayudé a construir una balsa bajo la supervisión de mi primo Jack, y la pusimos a flote en un estanque de patos cercanos. Se vino abajo y nos precipitó en un agua que parecía sopa de guisantes y en el barro pestilente. Pero entonces éramos niños. Esta propuesta era distinta.

Dije:

—¿Crees que podemos…?

—Por la mañana, —dijo Larguirucho—. Lo intentaremos por la mañana.

Como queriendo darnos ánimos, el día amaneció luminoso. Pusimos manos a la obra con las primeras luces. Resultó de una facilidad alentadora al principio, y luego de una dificultad desalentadora. La pared de la que había hablado Larguirucho tenía unos seis pies de lado y ya estaba muy desprendida del techo. Terminamos de separarla, liberando los lados. Después resultó bastante sencillo hacer presión hacia fuera y hacia abajo. Cayó con un estrépito gratificante, en varias secciones, según iban desprendiéndose las tablas.

Lo que había que hacer, dijo Larguirucho, era sujetarlas con piezas transversales. Las maderas de las demás paredes servirían. En cuanto al modo de sujetarlas, tendríamos que sacar los clavos y volver a meterlos donde fuera necesario. Hablaba con una seguridad que impresionaba favorablemente por su sentido práctico.

El problema era que la mayor parte de los clavos estaban torcidos y oxidados; en algunos casos incluso se quebraban bajo la simple presión de un dedo. Tuvimos que buscar los que se hallaban en condiciones aceptables, sacarlos cuidadosamente haciendo palanca y evitando que se torcieran más, y después enderezarlos y clavarlos sobre las tablas transversales. No teníamos nada que se pareciera a un martillo, por supuesto. Tuvimos que emplear piedras de superficie suficientemente plana. Larguirucho encontró una bastante buena y me la entregó porque, como dijo, yo la usaba mejor. Era verdad. Siempre he sido bastante habilidoso con las manos; me temo que más que con la cabeza.

Fue una tarea dura y llevó tiempo. Cuando terminamos, estábamos sudorosos y el sol ya estaba alto, por encima de las colinas. Nos quedaba la tarea de llevar la balsa hasta el agua, cosa que tampoco resultó fácil. La cabaña distaba unos cincuenta pies de la orilla del río y el terreno intermedio era cenagoso y desigual. La balsa pesaba demasiado como para levantarla; tuvimos que arrastrarla, empujarla y maniobrar con ella, poco a poco, descansando tras cada esfuerzo. Una vez que se atascó en un espino endiabladamente ganchudo estuve a punto de abandonar y la emprendí a patadas con los tablones, irritado y desesperado. Larguirucho la sacó a tirones. No mucho después alcanzábamos la ribera, y sólo tuvimos que hacerla descender por una pendiente corta hasta las aguas oscuras y veloces del gran río. Y entonces, gracias otra vez a Larguirucho, tuvimos un golpe de suerte: encontró el nido silvestre de un ave acuática, con cuatro grandes huevos moteados. Nos los comimos crudos; lamimos el interior de la cáscara y nos lanzamos a la tarea final. Larguirucho se metió en el río, tirando; yo empujaba desde el otro lado. La balsa crujió de modo siniestro, vi saltar un clavo; pero después de entrar se mantuvo a flote. La abordamos a gatas y nos apartamos de la orilla.

No fue precisamente un viaje triunfal. La corriente nos sacó e impulsó haciéndonos girar lentamente, río abajo. Flotábamos, pero lo justo. Bajo el peso de los dos, todas las esquinas quedaban sumergidas menos una. Por algún capricho de equilibrio, ésta se mantenía unas pulgadas sobre el nivel del agua: nos turnábamos para sentarnos allí mientras el otro se sentaba o se estiraba entre chapoteos. Además el agua estaba fría, como era de esperar en aquella época del año en un río cuyo curso inicial se alimentaba de las nieves que se fundían en las montañas del sur.

Pero al menos avanzábamos más de prisa que por tierra. La orilla se deslizaba junto a nosotros a velocidad constante. Y el tiempo se mantenía bueno. Brillaba un sol caluroso en un cielo cuyo azul se reflejaba más profundamente en el liso camino que recorríamos. Larguirucho me llamó y señaló. Al oeste había un Trípode que atravesaba los campos dando zancadas gigantescas. Sentí una especie de satisfacción al verlo. Pese a que en comparación éramos ridículamente insignificantes, el hecho de que aún siguiéramos luchando quería decir algo.

La siguiente vez que vi un Trípode me sentí mucho menos contento.

Una hora después de zarpar pasamos ante una barcaza. Iba río arriba y el encuentro fue, por tanto, breve. Un hombre que se hallaba en cubierta se nos quedó mirando con curiosidad e hizo algún comentario o pregunta que no entendimos. Debíamos ofrecer un extraño espectáculo, a flote sobre aquel artefacto anegado.

Los cuatro huevos crudos apenas nos habían calmado el hambre, que era cada vez más acuciante. Vimos campos en los que tal vez, se asentaban cultivos que valía la pena asaltar, pero entonces nos dimos cuenta de una deficiencia específica de la desvencijada nave: nuestra incapacidad para gobernarla. Teníamos un par de fragmentos de tabla, pero sólo servían para empujar y apartar la balsa de los obstáculos, y no demasiado bien. Me di cuenta de que íbamos por donde el río nos llevaba y que, sin contar la posibilidad de chocar casualmente contra la orilla, sólo podríamos tomar tierra si abandonábamos la balsa y nos poníamos a nadar. Ahora estábamos muy apartados de la orilla y la corriente tenía fuerza; habría que nadar mucho para ganar tierra. Entretanto, los campos se deslizaban ante nosotros y, tiempo después, fueron sustituidos por terrazas en las que aparecían plantadas las hileras regulares de las viñas. Allí no había comida. Las minúsculas uvas apenas apuntarían en época tan temprana.

Un pez grande, seguramente un salmón, saltó seductoramente cerca de nosotros. No disponíamos de medios para cocinarlo, pero de haber sido capaces de capturarlo habríamos considerado la posibilidad de comérnoslo crudo. Ante mí desfilaban visiones de comida, mientras me aferraba a la tosca madera. Carne asándose en un espetón… una tierna pierna de cordero bañada en la salsa que preparaba mi madre con la hierbabuena del jardín… o simplemente pan y queso… pan crujiente por fuera y suave por dentro, queso amarillo que se deshacía con tocarlo. Probé el espetón que llevaba; sabía salado, nada apetitoso.

Las horas pasaban. El sol describió un arco ascendente por detrás de nosotros y después descendió en curva hacia el oeste. Yo tenía a la vez frío y calor. Probé a beber grandes cantidades de agua, recogiéndola entre las manos, a fin de llenar el vacío doloroso del estómago; pero sólo conseguí sentirme hinchado sin calmarme el hambre en absoluto. Al final le dije a Larguirucho que teníamos que conseguir comida de algún modo. Habíamos pasado por delante de dos pueblos, uno a cada lado del río. Allí tenía que haber comida, o por lo menos algo comestible (en los huertos, caso de no conseguir nada mejor). Si poníamos mucho empeño en acercarnos a la orilla, utilizando los palos como zaguales, e intentáramos, como mejor pudiéramos, llevar la balsa a tierra cuando viéramos el siguiente indicio de presencia humana…

BOOK: La ciudad de oro y de plomo
5.42Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Bittersweet by Susan Wittig Albert
Scum by James Dekker
My Secret Life by Leanne Waters
The Ice People by Maggie Gee
Tamburlaine Must Die by Louise Welsh
Through the Night by Janelle Denison
A Wicked Choice by Calinda B