Una de las figuras levantó la mano una vez más, esparciendo polen negro por los cuatro puntos cardinales: norte, sur, este y finalmente oeste. El segundo cráneo se había quedado vacío, pues su contenido arrugado ya había sido ingerido. Uno de los lapapieles levantó la cabeza hacia el cielo mientras un espeso reguero de mucosidad le caía por debajo de la máscara de gamuza, con la palma de la mano levantada. El cántico, ahora airado, incrementó su volumen.
Y súbitamente se hizo el silencio. Las últimas volutas de humo se perdieron entre la pared de piedra y, con una velocidad asombrosa, las figuras se alejaron como sombras, atravesando el paisaje y esfumándose por el extremo de la senda de los Sacerdotes en dirección a la penumbra del valle de Quivira.
R
oscoe Swire se sentó en lo alto de una enorme roca partida por la mitad, manoseando un viejo cabestro y con el cuaderno de poesías olvidado en la roca que había junto a él. Estaba muy nervioso. Cerca de allí, junto a la orilla del arroyo murmurante, se alzaba un enorme álamo que no dejaba de ladearse y balancearse a causa de la presión que el agua ejercía sobre sus raíces. Unos restos flotantes con forma de espiral colgaban de sus ramas más bajas.
Swire sabía perfectamente de qué se trataba: las tripas grises y viscosas de un caballo, de uno de sus caballos… Y a causa de su desarrollado sentido gregario, sabía que si uno había muerto, los demás también.
Él atardecer había caído sobre el valle, pero el cielo en lo alto resplandecía aún con un brillo cegador. El lugar parecía suspendido entre la noche y el día, atrapado en la misteriosa extásis que sólo se producía en los cañones más profundos de Utah.
Swire echó un vistazo a su cuaderno, a la oda a
Huracán
que había intentado escribir en vano. Se acordó del caballo, de los tres días que había tardado en capturarlo, de su magnífico espíritu.
Arbuckles:
de pelaje oscuro, simpático, muy capaz… Pensó en todos los caballos que había perdido en aquel viaje, cada uno de ellos con su propia personalidad, y en las pequeñas cosas que habían ido componiendo su vida con ellos. Pensó en las anécdotas, los hábitos peculiares de cada uno, los senderos que habían recorrido juntos… los recuerdos eran demasiado dolorosos.
Y entonces se acordó de Nora. Lo cierto es que más de una vez lo había sacado de sus casillas, pero al final había llegado a admirar su coraje, la temeridad ocasional de la determinación de aquella mujer. Era una forma terrible de morir. Debía de haber oído cómo se acercaba su propia muerte, consciente de lo que significaba.
Echó un vistazo al valle, un paisaje de púrpuras cada vez más oscuros, verdes y dorados bajo un brillante cielo de color turquesa. Era un hermoso lugar y, pese a todo, malevolente por su belleza en sí.
Dirigió la mirada hacia la ciudad escondida. Sólo de pensar que aquellos tres estaban allí arriba, abriendo la kiva como si nada hubiese ocurrido… Se llevarían todos los reconocimientos y a Nora le dedicarían una placa en su memoria que acabaría clavada en alguna pared del instituto. Escupió en el suelo con gesto asqueado, suspiró y luego se llevó la mano al cuaderno. Sin embargo, en ese instante detuvo sus movimientos y miró alrededor una vez más, hacia el cañón oscurecido. Salvo por el murmullo del agua y el trino ocasional de algún pájaro, todo estaba en silencio.
Pero su instinto le decía que alguien estaba observándolo.
Muy despacio, tendió el brazo para coger el cuaderno. Después de pasar unas cuantas páginas, se recostó hacia atrás con aire indiferente, fingiendo leer las líneas garabateadas.
La sensación seguía presente.
Swire había ido afinando su sexto sentido a lo largo de sus muchos años como vaquero en regiones salvajes, a veces incluso hostiles, pero siempre en condiciones muy duras. Había aprendido a confiar su vida a dicho sentido.
Deslizó la mano derecha a la pistolera y la dejó allí, confirmando la presencia del arma. Luego levantó la mano de nuevo, esta vez para tocarse el bigote con aire pensativo. El rugido del agua, amplificado y distorsionado, retumbaba una y otra vez por las paredes del cañón. La punta de otro nubarrón asomó en el cielo, tiñendo el turquesa de un horrible tono de gris.
Guardó el cuaderno en el bolsillo con toda naturalidad y a continuación, con la misma tranquilidad, quitó el seguro del arma.
Esperó unos minutos, pero no ocurrió nada.
Se puso de pie y aprovechó para, mientras se desperezaba, echar un nuevo vistazo alrededor. Una vez más, no vio nada que le llamase la atención. Sin embargo, su intuición rara vez se equivocaba. Puede que, después de todo, sólo fuesen imaginaciones, pues no todos los días se vivían experiencias como aquélla.
Pese a todo, presentía la presencia de alguien más. O peor aún, sentía que estaban acechándolo.
Swire se preguntó quién o qué podría estar espiando sus movimientos. Desde que habían llegado, no había visto lobos ni pumas por el valle y, desde luego, ninguno había entrado en el mismo ese día, de eso estaba seguro. Tal vez fuese una persona, pero ¿quién? Nora y los demás que habían entrado en el cañón secundario estaban muertos, y el resto estaban muy ocupados abriendo la kiva. Además, ninguno de ellos querría…
—De repente, cayó en la cuenta.— Debía de estar muy confuso, en estado de shock por los sucesos del día, por que de lo contrario lo habría deducido mucho antes. Lo acechaban los mismos que habían matado a sus caballos; los cabrones que habían destripado a sus animales.
Y ahora venían por él.
Una ráfaga de ira borró de un plumazo su creciente aprensión. No podía dar marcha atrás en el tiempo, no podía salvar a sus caballos ni impedir que Nora entrase en aquel cañón, pero desde luego, sí podía hacer algo con respecto a su situación actual.
Aquella roca no era un lugar seguro. Bajó de ella de un salto y echó a andar a campo traviesa, mirando alrededor, buscando un lugar desde el que defenderse. El valle parecía tan tranquilo como siempre pero allí, a campo abierto, sentía la presencia de alguien más con mayor intensidad.
Dirigió la mirada hacia un pequeño robledal cerca del extremo opuesto del valle. Doce horas antes, aquellos mismos árboles estaban a quince metros del agua. Ahora se hallaban justo en la orilla.
El vaquero asintió en silencio. Desde allí, el agua le ofrecería la ventaja de estar a sus espaldas y los robles lo ocultarían a la vista. Entre tantos árboles, no sabrían dónde estaba, pero él sí podría ver la franja de tierra opuesta. Le daría tiempo suficiente para practicar su puntería.
Echó a andar hacia el río, sin librarse de la sensación de que unos ojos ocultos le observaban. A medio camino del robledal, se detuvo, escupió el tabaco en el suelo y se subió la cintura de los pantalones, aflojando al mismo tiempo el arma de la pistolera. Sólo era una Magnum del calibre veintidós y cañón largo, pero tenía la ventaja de una gran precisión en los disparos repetidos. Una buena arma para la clase de trabajito que tenía en mente.
Se detuvo en medio de la oscuridad reinante. Aquélla era su última oportunidad de echar un buen vistazo al valle antes de a dentrarse en el robledal, y quería intuir en qué dirección saldrían sus perseguidores. Durante el día, había muy pocos escondrijos en aquel valle, pero a medida que caía la noche el número aumentaba: concentraciones de álamos y chamizos, áreas oscuras y sombras… Y pese a todo, seguía sin ver ningún movimiento extraño, nada fuera de lugar.
Una vez más, puso en duda su instinto, que seguía gritándole: «¡Corre! ¡Escóndete!» Empezaron a caer unas cuantas gotas de lluvia que chocaron con fuerza contra la arena. El corazón se le aceleró a medida que aumentaba su aprensión. Estaba acostumbrado a plantar cara en las peleas, pero era duro no saber contra quién iba a luchar, o de dónde saldrían o si al final no eran más que imaginaciones. Trató de recordarse que aquéllos eran los cabrones que habían matado a sus caballos, pero al pensar en éstos, los vio una vez más en su cabeza: destripados, con aquellas plumas saliendo de unos ojos vidriosos e inertes y las visceras de color gris azulado retorcidas en espirales. ¿Qué clase de monstruos serían capaces de hacer una cosa así…?, se preguntó.
Poco después llegó al robledal. Moviéndose con rapidez hasta el extremo opuesto, se agachó y se volvió, colocándose de espaldas al agua. Estaba oscuro bajo las ramas, y el agua le goteaba en la cabeza y la espalda. El sonido de la riada parecía amplificarse en el reducido espacio y le llegaba de manera confusa, como si viniese de todas partes. Meneó la cabeza para despejarse al tiempo que retrocedía un paso. En ese momento se hallaba justo en la orilla de la riada, y el agua borboteaba a través de los troncos de los árboles, enroscándose y escurriéndose alrededor de sus botas. Retrocedió un poco más, despacio, y sus botas emitieron un ligero chapoteo al moverse en el agua.
Con un estremecimiento de miedo, descubrió que había sido un error esconderse en aquel robledal. La oscuridad estaba apoderándose del cañón tan deprisa que apenas veía nada más allá del espeso follaje. Esperó, temblando ligeramente y sintiendo cómo el agua fría penetraba en sus botas. Abrió mucho los ojos mientras trataba de separar la silueta de cada uno de los distintos árboles, de distinguirlos en la fría y húmeda penumbra.
Luego desenfundó el arma. Retrocedió otro paso en dirección al torbellino de agua, que creció un poco más, por lo que un rincón distante de su cerebro se percató de que la riada estaba subiendo de nuevo. Su ira ya había dejado de ser un consuelo, pues ahora no sentía más que puro miedo. Estaba demasiado oscuro para ver nada. Si lograse oír algo, tal vez pudiese actuar, pero el sonido del agua era como una pesada capa, que le privaba de su sentido más valioso. De hecho, lo único que le quedaba era el olfato y ni siquiera le funcionaba como es debido: por alguna jugada de su sobrecargado cerebro, le parecía estar rodeado por el delicado y fragante aroma de las campanillas.
Justo entonces, a su izquierda, vio un pavoroso movimiento de las sombras, un violento desgarro de negro sobre negro. Descubrió demasiado tarde que sus perseguidores habían estado entre los robles todo el tiempo, observándole y esperándole mientras era él quien se acercaba a ellos. Levantó el arma lanzando un grito, pero el disparo se perdió en la oscuridad y el arma cayó al agua. Mientras el destello de la bala se extinguía, Swire vio —o creyó ver— la negra y fría hoja de un cuchillo cortando la tela de la noche.
E
n las entrañas de la cueva clandestina Black introdujo cuidadosamente una navaja bajo el sello externo de arcilla, con los brazos temblorosos por el cansancio y la excitación del momento. Giró la mano, intentando hacer palanca sobre el cierre, pero sus dedos doloridos tiraron bruscamente del sello y éste se le quedó en las manos, junto con un trozo de la puerta enyesada.
—Con cuidado —dijo Sloane desde el fondo de la enorme cámara, a unos metros de distancia.
Black estiró el cuello para ver el interior del agujero, pero era demasiado pequeño e irregular para distinguir algo. Fuera, en el valle, se oyó el eco amortiguado y distante de un trueno.
Black empezó a toser y se tapó la boca con la mano. Al apartarla, descubrió salpicaduras de barro en su propia flema. Arrojó aquella mucosidad al suelo con una mueca de asco y volvió a concentrarse en la fachada de piedra. Bonarotti, que había apartado los montones de polvo acumulado alrededor de la puerta de la kiva, se dispuso a ayudarlo.
Al cabo de otra media hora apareció un nuevo sello. Ya habían retirado suficientes rocas como para dejar al descubierto más de noventa centímetros de puerta. Sloane se acercó para tomar una serie de fotografías y a continuación se apartó de la cortina de polvo flotante para escribir unas notas en su cuaderno. Black introdujo la navaja en el segundo sello, lo separó con cuidado de la puerta y lo dejó a un lado. Ahora lo único que lo separaba de la máxima validación de su teoría era un delgado muro de yeso y argamasa. Se agachó para coger un pico, lo colocó entre sus manos magulladas y, con un suave balanceo para tomar impulso, golpeó el muro con él.
Un trozo de yeso cayó al suelo y Black golpeó la pared con el pico una vez más, y otra, hasta agrandar considerablemente el agujero: un rectángulo oscuro e irregular bajo el brillo de las luces. Con nerviosismo, tiró el pico al suelo.
De inmediato, Sloane regresó a su lado. Después de sacarse una linterna del bolsillo, enfocó hacia el interior del agujero con ella y acercó la cara al muro de yeso. Black vio cómo todo el cuerpo de la mujer se tensaba. Permaneció inmóvil un minuto, puede que más, y a continuación retrocedió unos pasos, en silencio, con la cara resplandeciente de entusiasmo. Black le arrebató la linterna de las manos y se acercó hacia el muro.
El débil brillo amarillento de la linterna apenas podía penetrar la oscuridad del interior del agujero, pero al moverla poco a poco, Black sintió cómo su propio corazón palpitaba desbocado. «Vi por todas partes el brillo del oro…» El resplandor amarillo inundaba el interior de la kiva, parpadeando y brillando por doquier, en el suelo, en el banco de piedra que rodeaba su perímetro: el rico y tenue brillo de mil superficies curvilíneas doradas.
Black retiró lá mano con brusquedad.
—¡Hay que romper el muro! —exclamó—. ¡Está repleta de oro!
—Lo haremos según el procedimiento habitual, Aaron —se apresuró a decir Sloane, pero la euforia de su voz se contradecía con la prudencia que quería expresar con sus palabras.
Black recogió el pico y siguió trabajando con la parte superior de la entrada. Cogiendo otro pico, Bonarotti se puso a su lado y golpeó el adobe con furia, sincronizando sus embestidas con las de Black. Muy pronto el boquete se abrió hasta medir más de sesenta centímetros cuadrados. Black detuvo sus golpes para introducir la cabeza en la abertura, empujando los hombros hacia dentro, tratando de meter la totalidad del cuerpo al tiempo que iluminaba el interior con la linterna de Sloane. Sin embargo, los golpes habían levantado tanto polvo que lo único que veía eran débiles destellos dorados.
La linterna se apagó de repente y Black retrocedió de nuevo y la tiró al suelo con gesto enfadado.
—¡Más! —gritó.
En el exterior de la ciudad un nuevo estruendo amortiguado provocado por un trueno salpicó el obligado murmullo de la lluvia. Sin embargo, Black no oía más que el sonido del pico sobre el muro de adobe, y el silbido entrecortado de su resuello en el aire cerrado. La realidad fue convirtiéndose en un sueño. Una extraña sensación se apoderó de su cabeza, y advirtió que ya no sentía los brazos al sostener el pico.