La ciudad sagrada (53 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Misterio, Intriga

BOOK: La ciudad sagrada
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Nora miró a Smithback y vio su propio horror reflejado en los ojos del periodista.

—Lo utilizan los hechiceros para matar a sus víctimas —prosiguió Aragón—. Hoy todavía se conoce la sustancia de cadáver entre algunas tribus indias.

—Lo sé —murmuró Nora, recordando el rostro ajado de Beiyoodzin bajo la luz de las estrellas, hablándoles de los lapapieles.

—Cuando examiné el polvo bajo el microscopio, lo encontré repleto de
Coccidioides
immitis.
Aunque parezca una macabra redundancia, se trata de una sustancia de cadáver que mata de verdad.

—¿Y crees que Holroyd fue asesinado con ella?

—Teniendo en cuenta la elevada dosis que debió de recibir para morir tan rápidamente, yo diría que sí; aunque seguramente su enfermedad empeoró debido a la constante exposición al polvo. Estuvo excavando durante mucho tiempo en la parte posterior de la ciudad en los días previos a su muerte. Bueno, lo cierto es que todos nosotros hemos estado expuestos.

—Desde luego, yo cavé lo mío —señaló Smithback con voz temblorosa—. ¿Cuánto tardaremos en caer enfermos los demás?

—No lo sé. Depende del sistema inmunológico de cada uno y del grado de exposición. Estoy convencido de que las concentraciones más altas del hongo se hallan en la parte trasera de la ciudad, pero independientemente de eso, es vital que salgamos de aquí y nos pongan en tratamiento lo antes posible.

—Entonces, ¿existe una cura? —preguntó Smithback.

—Sí. El Ketoconazole, o en casos más avanzados en que el hongo ha invadido el sistema nervioso central, la anfotericina B inyectada directamente en el fluido cerebroespinal. Lo más irónico del caso es que la anfotericina B es un antibiótico común; por cierto, incluso estuve a punto de traer un poco.

—¿Estás seguro de esto? —preguntó Nora.

—Todo lo seguro que puedo estar sin contar con un equipo más completo. Necesitaría un microscopio mejor que éste para estar absolutamente seguro, porque en tejido las esférulas sólo miden alrededor de cincuenta micrones de diámetro. Sin embargo, no hay otra causa que explique los síntomas: la cianosis, la disnea, el esputo mucopurulento… la muerte súbita. Y la sencilla prueba que acabo de realizar en el tejido pulmonar de Peter confirmó la presencia de anticuerpos de coccidioidina. —Lanzó un suspiro y añadió—: No logré encajar todas las piezas hasta ayer mismo. Anoche, ya muy tarde, di un paseo por las ruinas y encontré otras muestras de sustancia de cadáver en vasijas, así como varios tipos de útiles extraños. Con todo esto y los huesos destrozados del osario, comprendí que los habitantes de Quivira estaban
fabricando
de hecho la sustancia de cadáver. Como consecuencia, la ciudad entera está contaminada con ella. Todo el subsuelo de las ruinas está lleno de esporas, y su densidad aumenta hacia la parte de atrás, lo que nos lleva a la conclusión de que la mayor concentración se encuentra en el callejón que conduce al osario y especialmente en la cueva de la Kiva del Sol que descubrió Black. —Hizo una pausa. Respiró hondo y luego prosiguió—: Ya os he contado mi teoría de que en realidad esta ciudad no era anasazi, sino de origen azteca. Esa gente trajo el sacrificio humano y la brujería a los anasazi. Tengo la certeza de que ellos fueron los criminales, los conquistadores, los causantes de la desaparición de la civilización anasazi y del abandono de la meseta del Colorado. Son ellos los misteriosos enemigos de los anasazi que los arqueólogos llevan buscando todo este tiempo. Estos enemigos no mataron ni impusieron su dominio mediante una guerra abierta, razón por la cual nunca hemos encontrado pruebas de violencia alguna. Sus métodos de control y conquista eran más sutiles: la brujería y el uso de la sustancia de cadáver, que apenas deja rastros. —Bajó el tono de voz—. Cuando analicé por primera vez la cripta funeraria que descubrió Sloane, creí que era un resultado del canibalismo que practicaban aquellas gentes, pues las marcas de los huesos parecían apuntar en ese sentido. De hecho, las protestas de Black aduciendo lo contrario demostraban que era la deducción obvia que cabía hacer: el canibalismo anasazi es hoy día una teoría muy extendida, aunque sea polémica. Sin embargo, ahora ya no creo que sea el canibalismo lo que se esconde detrás de todo esto, sino que estoy convencido de que esas marcas en los huesos delatan una historia de crímenes aún más terrible. —Miró a Nora con ojos angustiados—. Creo que los sacerdotes de la ciudad infectaban a los prisioneros o a los esclavos con la enfermedad, esperaban a que muriesen y luego utilizaban sus cuerpos para fabricar sustancia de cadáver. Los restos de tan cruenta operación reposan en la parte posterior de la cueva. Con la sustancia, estos conquistadores mantenían el control sobre la población a través de los rituales y sembrando el terror. Sin embargo, al final probaron un poco de su propia medicina y el hongo se volvió contra ellos. El leve terremoto que abrió grietas en las torres y provocó el desprendimiento debió de levantar una nube tectónica micótica en el valle, igual que en San Joaquín. Sólo que aquí, en el reducido espacio del cañón, la nube de polvo no tenía sitio adonde ir. Invadió el hueco de Quivira por completo y envolvió la ciudad en su manto mortal. Todos esos esqueletos, arrojados en lo alto de los huesos rotos en la parte trasera de la cueva, fueron sus víctimas, los sacerdotes aztecas.

Aragón dejó de hablar y apartó la mirada de Nora. Ésta pensó que nunca había visto el rostro de aquel hombre tan demacrado, tan sumamente exhausto.

—Ahora me toca a mí contarte algo —dijo Nora con voz queda—. Puede que sean unos hechiceros modernos quienes tratan de echarnos del valle. —Le resumió con breves palabras la agresión en el rancho y la reciente conversación con Beiyoodzin—. Nos siguieron hasta aquí —concluyó—, y ahora que han encontrado el yacimiento, están tratando de echarnos para saquearlo.

Aragón guardó silencio unos instantes y luego hizo un gesto de negación con la cabeza.

—No —repuso—, no creo que estén aquí para saquear la ciudad.

—Pero ¿qué dices? —inquirió Smithback—. ¿Y por qué si no iban a tratar de echarnos?

—No, no pongo en duda que traten de echarnos, pero no para saquear la ciudad. —Miró a Nora una vez más—. Habéis dado por sentado todo este tiempo que los lapapieles querían encontrar la ciudad. ¿Y si lo que querían era protegerla?

—No lo entiendo… —susurró Smithback.

—Espera un momento —lo interrumpió Nora, tratando de ordenar sus ideas.

—¿Cómo si no iban a habernos localizado tan rápidamente? —preguntó Aragón—. Y si de veras mataron a Holroyd con sustancia de cadáver, ¿de dónde podrían haberla sacado si no es de Quivira?

—Así que no buscaban la carta para saber dónde estaba Quivira —murmuró Nora—. Lo que querían era destruir la carta para que no llegásemos hasta aquí.

—Es la única explicación que tiene algún sentido —expuso Aragón—. Antes pensaba que Quivira fue una ciudad de sacerdotes, pero ahora creo que era una ciudad de hechiceros.

Permanecieron sentados unos minutos más, las tres figuras alrededor de la forma inmóvil de Holroyd. Luego una súbita brisa, fría y húmeda, meció el flequillo de Nora.

—Será mejor que nos pongamos en marcha —anunció levantándose—. Hay que sacar el cuerpo de Peter del cañón.

En silencio, empezaron a envolver el cuerpo en la bolsa desgarrada.

48

C
uando John Beiyoodzin espoleó a su caballo para que bajase por la senda hacia el valle de Chilbah, el corazón le dio un vuelco. Desde la primera revuelta, divisó los caballos de la expedición, pues la recua estaba abrevando en el arroyo. El minúsculo riachuelo se escurría por el centro de un enorme cauces eco, lleno de surcos y baches, y jalonado por rocas lisas por la erosión y troncos de árbol. Levantó la mirada con ansiedad, pero la tormenta se hallaba fuera de la vista, oculta tras las paredes de piedra.

Sabía muy bien que aquel valle servía de cuello de botella para la vasta cuenca de Kaiparowits. La riada, recorriendo los kilómetros que lo separaban de la meseta de Kaiparowits, aumentaría su caudal a medida que los cañones fuesen confluyendo en las cuencas altas del valle de Chilbah. La zona estaba deshabitada, desde Kaiparowits hasta el río Colorado, salvo por los arqueólogos que habían acampado en el valle, un poco más allá, justo en medio de la zona de paso del agua.

Miró a la derecha, donde el valle se dividía en una serie de desfiladeros y barrancos. El agua procedente de la meseta de Kaiparowits penetraría en el valle de Chilbah a través de aquellos cañones largos y tortuosos. Luego recorrería el valle inferior en una masa imparable. Sería colosal, cubriría el valle entero y puede que incluso arremetiese contra las tradas de roca. Si no se llevaban a los caballos de la llanura y los trasladaban a las franjas de tierras altas a cada lado del valle, el agua los barrería a su paso. Muchos de los caballos de su gente habían muerto en riadas. Era algo terrible, y si había personas en los dominios del valle posterior, o aún peor, en el cañón secundario que comunicaba los dos valles…

Espoleó a su caballo por el sendero lleno de escombros. Con un poco de suerte, le daría tiempo a llegar hasta los caballos y asustarlos para que subiesen a cotas más altas.

Al cabo de cinco minutos, llegó al final del sendero. El caballo estaba agotado y sudoroso, y dejó que abrevase en el arroyo mientras escuchaba atentamente, a la espera de oír un sonido que conocía demasiado bien: la peculiar vibración que señalaba la proximidad de una riada.

Sin ver los nubarrones de la tormenta, el caballo es‐aba más sereno y bebía con fruición. Cuando hubo saciado su sed, Beiyoodzin condujo al animal al otro lado del cauce seco del valle y luego lo fustigó para que subiera por las empinadas cuestas. Una vez en la franja rocosa, lejos del arroyo, apretó el paso del caballo. Si permanecían en las cotas altas, estarían a salvo.

Mientras corría al galope, sorteando los enormes pedruscos y los afloramientos de roca, Beiyoodzin pensó de nuevo en las personas que se hallaban en el segundo valle, un poco más pequeño, y se preguntó si oirían la inminencia de la riada. Sabía que había una franja de tierra elevada a cada lado del arroyo y supuso que aquella gente habría sido lo bastante sensata para instalar el campamento allí arriba. Le había parecido que la mujer, Nora, tenía nociones de la vida en el desierto. Sobrevivirían si eran listos… y si tenían en cuenta las advertencias.

De pronto, detuvo el caballo con brusquedad. Cuando la polvareda provocada por los cascos cedió, Beiyoodzin se quedó quieto, aguzando el oído.

Estaba a punto de llegar. Hasta entonces, sólo había sido una vibración en el suelo, un inquietante hormigueo en sus huesos. Pero ahora era inconfundible.

Chascó la lengua y arreó al caballo. Al galope, el alazán recorrió como una flecha el terreno arenoso, saltando por encima de las rocas y los arbustos, sorteando álamos y corriendo hacia los caballos que pastaban encalma. En ese momento el anciano oyó el terrible sonido reverberar en todo el valle, ahogando incluso el ruido de su propio caballo galopante. Era un sonido sin dirección, pues venía de todas partes y de ninguna al mismo tiempo, incrementando velozmente el tono hasta convertirse en una especie de alarido. Venía acompañado de un viento que comenzaba como una brisa amable y se intensificaba con rapidez, haciendo temblar las hojas de los álamos.

Una vez más, tuvo la visión de un mundo en desequilibrio. Dieciséis años atrás, parecía algo del todo inofensivo, una auténtica nimiedad. No hagáis caso, había dicho todo el mundo. Si éstas eran las consecuen‐cias de aquella acción, eran verdaderamente terribles.

Llegó a la orilla de la franja de tierra. Abajo, en el cauce seco, vio los caballos de la expedición. Habían dejado de pastar y permanecían con los oídos alerta ylas orejas tiesas, mirando corriente arriba. Sin embargo, ya era demasiado tarde para salvarlos. Bajar en ese momento a la orilla del valle sería un suicidio. Gritó y agitó su sombrero en el agua, pero sus gritos no eran lo bastante potentes para competir con el bramido creciente, y la atención de la manada estaba en otra parte.

El suelo tembló. A medida que el ruido seguía intensificándose, Beiyoodzin se veía cada vez más incapaz de distinguir los relinchos aterrorizados de su propió caballo de los aullidos del agua. Miró corriente arriba, hacia las fauces de un viento aún más fuerte que destrozaba los matorrales de orzaga y aplastaba los sauces casi horizontalmente contra el suelo.

Luego la vio asomar por el recodo: una pared vertical de seis metros de altura que avanzaba a gran velocidad e iba precedida de un viento huracanado.

Pero no era una pared de agua, sino que Beiyoodzin distinguió una furibunda muralla de troncos, raíces,rocas y escombros de toda clase; una enorme masa revuelta, impulsada por la riada a ciento veinte kilómetros por hora. El anciano luchó por no perder el control de su caballo.

Los animales de abajo empezaron a agitarse con desesperación y salieron huyendo. Mientras Beiyoodzin contemplaba la escena con una mezcla de asombro,horror y temor reverencial, la monstruosa pared se abatió sobre ellos sin piedad. En rápida sucesión, los caballos fueron absorbidos con violencia y despedazados por la masa hambrienta. Los estremecedores estallidos de color escarlata, los trozos de carne y las patas hechas pedazos desaparecieron en el torbellino de troncos y rocas.

Tras la feroz y asesina pared de escombros, venía el gran motor de toda su fuerza, un maremoto de agua dedoscientos metros de anchura, bullendo de extremo a extremo del valle en una corriente que, por el momento, era mayor que el mismísimo río Colorado. Se abría paso a trompicones por el valle, levantando almiares de agua y provocando olas de tres metros de altura. La riada arrasaba las orillas de la llanura como una motosierra, arrancando parcelas de tierra de cien toneladas y succionando los álamos que encontraba a su paso. Al mismo tiempo, Beiyoodzin sintió una ola de intensa humedad pasar por encima de él. De pronto, el aire se preñó del rico aroma a tierra húmeda y vegetación lacerada. A pesar de la distancia a la que se encontraba, hizo retroceder instintivamente a su caballo mientras las paredes de la franja de tierra empezaban a sucumbir ante él.

Desde su posición bajó la vista y observó la parte trasera, encorvada y retorcida, del maremoto mientras relampagueaba valle abajo en dirección a la oscura garganta secundaria de la pared de roca del otro extremo. Cuando la riada golpeó la abertura del cañón, el anciano percibió el impacto brutal en el temblor del suelo bajo sus pies. Se produjo una enorme onda expansiva que empezó a dar sacudidas hacia atrás a través del torrente, deteniendo momentáneamente el avance imparable de la riada, atomizando el agua. Una extensa cortina de espuma marrón hizo erupción por toda la pared rocosa, levantándose por encima de los cien metros de precipicios con una velocidad aterradora antes de volver a caer poco a poco.

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