La ciudad sagrada (51 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Misterio, Intriga

BOOK: La ciudad sagrada
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Swire cruzó el arroyo y corrió hacia ellos.

—Alguien ha encontrado el cuerpo de Holroyd —masculló al llegar, tratando de recobrar el aliento.

—¿Alguien? —preguntó Aragón con brusquedad—. ¿Estás seguro de que no han sido animales?

—A menos que un animal sepa cómo arrancar la cabellera a un hombre, cortarle los dedos de las manos y de los pies y perforarle un trozo de cráneo, no lo creo. Está tendido ahí arriba en el arroyo, no muy lejos de donde lo enterramos.

Los miembros del grupo intercambiaron miradas de horror. Nora miró a Smithback y comprendió por la expresión de su rostro que también él recordaba las palabras de Beiyoodzin.

—Peter… —A Nora se le quebró la voz. Tragó saliva y logró preguntar—: ¿Has ido a ver cómo están los caballos?

—Los caballos están bien —respondió Swire.

—¿Están listos para sacarnos de aquí?

—Sí —respondió.

—En ese caso, no hay tiempo que perder —continuó Nora, poniéndose de pie y dejando su taza en la mesa—. Yo llevaré esa primera carga al otro lado del cañón y recogeré el cuerpo de Peter por el camino. Sólo tendremos que subirlo a uno de los caballos, pero necesitaré a alguien que me eche una mano.

—Yo lo haré —se ofreció Smithback de inmediato.

Nora le dio las gracias con un movimiento de la cabeza.

—Yo también iré —dijo Aragón—. Me gustaría examinar el cadáver.

—Tienes muchas cosas que hacer aquí… —Se interrumpió al ver una significativa expresión en su rostro—. Está bien. No nos vendrá mal un poco más de ayuda con el cuerpo. Y escuchad todos con atención: id en parejas. No quiero que nadie vaya a ninguna parte solo. Sloane, será mejor que tú vayas con Black.

Nadie se movió y Nora observó aquellos rostros. La tensión que había estado crispando sus nervios, así como el miedo y la repugnancia que sentía ante la idea de que el cuerpo de Peter hubiese sido profanado de aquella forma, de pronto se convirtió en pura exasperación.

—¡Joder! —exclamó Nora—. ¿Qué diablos estáis esperando? ¡Moveos de una puta vez!

45

E
n silencio Aaron Black siguió a Sloane hacia la escala. Su conversación a solas la noche anterior no había aclarado las cosas en nada. En el último momento, Sloane se negaría a marcharse de allí; Black estaba seguro de que lo haría, pero cuando la había interrogado al respecto, ella se había mostrado muy impaciente y le había contestado con evasivas. Aunque era incapaz de confesárselo, el propio e intenso deseo de Black de quedarse allí se había visto atenuado por el miedo, el miedo a lo que había matado a Holroyd y, aún peor, a quienes habían atacado a los caballos y destrozado el equipo. Por si fuera poco, había que añadir el miedo a quienes habían mutilado el cuerpo de Holroyd.

Al llegar al pie de la escala Sloane se agarró al primer travesaño y empezó a trepar. Black, molesto porque no hubiese esperado a verlo sujeto al arnés, se colocó las tiras de refuerzo alrededor de la cintura y la entrepierna, comprobó la cuerda de seguridad y empezó a subir. Odiaba escalar por allí; con o sin arnés, le aterraba columpiarse a ciento cincuenta metros del suelo en un precipicio, aferrado únicamente a una endeble cuerda de nailon.

Sin embargo, mientras trepaba por la escalera, despacio, travesaño a travesaño, el terror empezó a ceder. Desde que descubrió la Kiva del Sol, no dejaba de repetirse una frase, incrustada en su cabeza como una pegadiza cantinela. Al subir, recitó el pasaje entero, primero en silencio y luego entre dientes.

—Y entonces, después de agrandar un poco el agujero, introduje la vela y miré en el interior. Cuando mis ojos se acostumbraron a la luz, los pequeños detalles que poblaban la habitación empezaron a asomar lentamente entre la neblina, extraños animales, estatuas y oro… vi por todas partes el brillo del oro.

«Vi por todas partes el brillo del oro.» Más que cualquier otra, aquella frase final no dejaba de repetirse en su cabeza como un mantra.

Retrocedió en la memoria hasta su infancia, hasta el momento en que, con doce años, leyó por primera vez la crónica de Howard Cárter del descubrimiento de la tumba de Tutankamón. Recordaba aquel momento con la misma claridad con que recordaba el pasaje: entonces decidió que quería ser arqueólogo. Obviamente la universidad dio al traste con sus sueños de llegar a descubrir otra tumba como la del faraón, y lo cierto es que había encontrado grandes recompensas profesionales en algo tan simple como los vertederos. Nunca había sentido la más mínima insatisfacción con su carrera… Hasta ese momento.

Siguió trepando mano sobre mano, subiendo por la escala y deteniéndose de vez en cuando para comprobar la eficacia del arnés. De pronto los hallazgos de lo svertederos se le antojaban un pobre sustituto del oro. Pensó en todo el oro que Cortés había fundido en barras y enviado a España, su país de origen, y en las espléndidas obras de arte convertidas en lingotes, perdido para siempre su disfrute por parte de la humanidad. En el interior de aquella kiva se hallaba un tesoro equivalente a todo aquello.

La fiebre que había sentido a los doce años, leyendo aquella crónica por vez primera, regresó con toda su fuerza. Sin embargo, una vez más estaba dividido en su interior: era consciente de que corría verdadero peligro, pero la idea de abandonar el valle sin haber visto el interior de la Kiva del Sol le parecía del todo inconcebible.

—¡Sloane, hablame! —gritó—. ¿Es que de veras piensas marcharte y dejar esa kiva ahí, como si tal cosa?

Sloane no respondió.

Haciendo un gran esfuerzo, siguió trepando por la escala, sudando a mares y gruñendo todo el tiempo. Arriba, vio a Sloane prepararse para el tramo final alrededor del terrorífico saliente de roca que había bajo la cima. Allí la arenisca todavía estaba veteada por la humedad de la lluvia y emitía un sangriento reflejo carmesí.

—Sloane, dime algo, por favor —imploró jadeando.

—No tengo nada que decir —repuso ella lacónicamente.

Black meneó la cabeza con gesto resignado.

—¿Cómo pudo tu padre cometer el error de ponerla a ella al frente de esto? Si tú estuvieses al mando, ahora mismo estaríamos escribiendo la historia.

Por toda respuesta, Sloane se limitó a desaparecer alrededor del saliente. Respirando hondo, Black la siguió por el último tramo. Al cabo de dos minutos, se encaramó a la cima entre jadeos y se arrojó encima de la arena, exhausto, enojado y completamente abatido. Volvió a respirar hondo, tratando de recobrar el resuello. El aire era mucho más fresco allí arriba y soplaba una fuerte brisa. La escasa vegetación olía a pinos y enebros. Se incorporó y se deshizo del incómodo arnés.

—Todo esto —empezó a decir de nuevo—. Todo este esfuerzo… sólo para que en el último momento te impidan realizar el mayor descubrimiento de todos.

Sin embargo, Sloane no respondió. Black era consciente de su presencia, de pie a un lado, callada e inmóvil. «Vi por todas partes el brillo del oro…» De pronto sintió cierta curiosidad de saber por qué Sloane seguía allí de pie, sin hacer nada. Profiriendo una maldición entre dientes, se incorporó y la miró.

La expresión de Sloane le resultaba tan enigmática e inesperadamente dramática, que se limitó a contemplarla en silencio. La mujer había palidecido. Permanecía inmóvil, mirando el horizonte que se extendía por encima de los árboles, con los labios ligeramente separados. Por un extraño efecto de la luz, Black vio cómo el color ambarino de sus ojos se transformaba en caoba, como si una sombra acabase de proyectarse sobre ellos. Por fin, sin apartar los ojos de aquel rostro femenino,se volvió lentamente para seguir su mirada.

Una masa oscura se cernía por encima y mucho más allá de la cordillera, tan monstruosa y terrible que Black tardó unos momentos en asimilar su verdadera naturaleza. Sobre la altanera proa de la meseta de Kaiparowits avanzaban implacables nubarrones que presagiaban la inminencia de una tromba de agua cuyas dimensiones era incapaz de imaginar. Parecía más bien una explosión nuclear que una tormenta, pensó con cierto distanciamiento. La avanzadilla de nubes ocupaba al menos cincuenta kilómetros a lo largo de la columna vertebral de la meseta, transformando la cordi‐llera en una zona de opacidad mortal. Detrás de la avanzadilla se percibía el grueso de la tormenta, levantándose e hinchándose quizá hasta unos doce mil metros de altura. Se aplastaba sobre sí misma a la altura del a tropopausa y terminaba en una cabeza con forma de yunque de al menos ochenta kilómetros de ancho. Una tupida y tenebrosa cortina de agua se derramaba desde su base, opaca como el acero, oscureciéndolo todo salvo el pequeño punto de la distante meseta con su velo de lluvia. En el interior de la masa de nubes tenía lugar un monstruoso espectáculo de relámpagos, un juego de parpadeos rápidos y furibundos impregnados de luz, inquietantemente silencioso en la distancia. Mientras Black los observaba, fascinado y aterrorizado al mismo tiempo, los nubarrones proseguían su implacable avance, extendiendo sus sucios tentáculos por el cielo azul. Allí, en lo alto del precipicio, hasta el aire parecía estar cada vez más cargado de electricidad, y el aroma de la violencia se paseaba por los pinos como si viniese de un lejano campo de batalla.

Black permaneció inmóvil, perplejo ante el horrible espectáculo, mientras Sloane echaba a andar despacio, como una sonámbula, hacia el raquítico árbol que contenía el receptor meteorológico. Se oyó el clic de un interruptor y luego los sonidos de unas suaves interferencias. Cuando la unidad localizó la longitud de onda predeterminada, las interferencias dieron paso a la voz monótona y nasal de un locutor del tiempo de Page, Arizona, que estaba dando una letanía de detalles, estadísticas y números. A continuación, Black oyó con claridad la previsión:

«Cielos despejados y temperaturas más altas para el resto del día, con menos de un cinco por ciento de posibilidad de precipitaciones.»

La mirada de Black se desplazó desde los nubarrones de la tormenta hasta el cielo que había justo encima de sus cabezas: brillante, de un azul impecable. Luego contempló el valle de Quivira, tranquilo y silencioso, con el campamento bañado en la luz de la mañana. La dicotomía era tan extrema que, por un momento, fue incapaz de comprenderla.

Volvió a mirar a Sloane cuyos labios, aún separados, parecían un tanto salvajes.

Todo su ser estaba en tensión, como si experimentara alguna epifanía interna. Black esperó, súbitamente sin aliento, mientras la mujer apagaba la unidad.

—¿Qué…? —inquirió Black, pero la expresión en el semblante de Sloane lo hizo enmudecer.

—Ya has oído a Nora. Hay que desmontar esto y llevarlo al campamento —dijo Sloane con voz seria y neutral. Se encaramó al enebro y en un abrir y cerrar de ojos desenrolló la antena, bajó el receptor y lo guardó en una bolsa de redecilla. Miró a Black y lo instó—. Vamos.

Sin añadir nada más, se echó la bolsa al hombro y se acercó a la escalera. Al cabo de un momento desapareció en el espacio azul.

Confuso, Black empezó a abrocharse el arnés, se encaramó a la escala y siguió a la mujer.

Diez minutos más tarde, Black llegó al pie de la escalera de cuerda. Estaba tan absorto en sus pensamientosque no supo que había llegado abajo hasta que hundió el pie en la arena blanda. Se quedó allí unos segundos, con aire indeciso, y volvió a mirar hacia arriba. Por encima de su cabeza, el azul del cielo se extendía con nitidez. No había ni un solo indicio del cataclismo que estaba produciéndose a treinta kilómetros de allí, al comienzo de la cuenca. Se desprendió del arnés y echó a andar hacia el campamento con paso acartonado. Aun con el peso del receptor, Sloane se había deslizado hábilmente por la pared del precipicio y ya se hallaba en el campamento, dejando el equipo junto al último montón de bolsas impermeables.

La voz de Nora despertó a Black de su ensimismamiento.

—¿Cuál es el parte? —preguntó a Sloane, que no respondió—. Sloane, no tenemos tiempo. ¿Me das el parte meteorológico, por favor? —insistió Nora con tono más apremiante.

—Cielos despejados y temperaturas más altas para el resto del día —contestó Sloane con voz monótona—. Menos de un cinco por ciento de posibilidad de precipitaciones.

Black observó cómo el gesto crispado en la cara de Nora daba paso a una expresión de alivio. Todo el recelo y la preocupación se esfumó de los ojos de la arqueóloga.

—Eso es fabuloso —dijo con una sonrisa—. Gracias a los dos. Quiero que todo el mundo ayude a transportar las últimas bolsas impermeables hasta la habitación donde está el resto del equipo. Aaron, luego puedes subir y sellar la entrada a la cueva secreta.

Roscoe, quizá deberías acompañarle. No os separéis. Volveremos dentro de hora y media para ayudaros con el resto del equipo.

Una extraña sensación, desconocida para Black, le recorrió la espina dorsal. Con una creciente impresión de irrealidad, se acercó a Sloane y vio a Nora dar voces y llamar a Smithback con señas. Aragón se reunió con ellos de inmediato. A continuación, los tres se aproximaron a los fardos de provisiones, se echaron al hombro las mochilas impermeables y se encaminaron hacia la boca del cañón.

Al cabo de un momento, Black volvió a la realidad y se dirigió a Sloane.

—¿Se puede saber qué estás haciendo? —inquirió con voz crispada.

Sloane lo miró de hito en hito.

—¿Qué estoy haciendo? No estoy haciendo nada, Aaron.

—Pero vimos… —empezó a decir Black, pero se interrumpió.

—¿Qué vimos? —repuso Sloane entre dientes, encarándose con él—. Lo único que hice fue escuchar el parte meteorológico y dárselo a Nora, como ella había ordenado. Si

viste algo, dilo ahora, pero si no, cierra la boca y calla para siempre.

Black la miró a los ojos: su cuerpo estaba temblando y tenía los labios blancos por la emoción. Levantó la vista hacia el cañón, a tiempo de ver al trío cruzar el arroyo, subir con esfuerzo por el pedregal de la ladera y desaparecer en la terrible hendidura de roca.

Luego volvió a mirar a Sloane. Al leer la expresiónde sus ojos, la tensión en el cuerpo de la mujer empezó a remitir. Y entonces, muy despacio, asintió.

46

J
ohn Beiyoodzin detuvo su caballo en la cima de la cordillera escarpada y bajó la vista para contemplar el valle de Chilbah. El caballo había subido por el sendero sin mucha dificultad, pero todavía estaba tembloroso y empapado en sudor. Beiyoodzin esperó unos minutos, susurrándole palabras tranquilizadoras al oído y dándole tiempo para que se recobrase. El último sol de la mañana lucía sobre el plácido hilillo de agua que serpenteaba por el fondo del valle, una cinta de azogue en la exuberante vegetación. En las elevadas gradas de piedra el viento peinaba los álamos y los bosquecillos de robles. El aire olía a salvia y ozono. Se produjo una súbita ráfaga de aire que le empujó por la espalda, como exigiéndole que se apartase a un lado. Beiyoodzin reprimió el impulso de volverse para mirar, pues sabía muy bien qué era lo que se alzaba tras él.

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