Sólo Bonarotti continuó con sus tareas como de costumbre, depositando un pedazo de salami duro sobre la mesa de servir y colocando barras de pan recién hecho junto a él. Al ver que nadie parecía dispuesto a atacar el embutido, el cocinero cruzó una pierna sobre la otra, se apoyó hacia atrás y encendió un cigarrillo.
Nora se humedeció los labios.
—Enrique —musitó, tratando de no imprimir a su voz emoción alguna—, ¿qué puedes decirnos?
Aragón alzó la vista, pero sus ojos negros eran impenetrables.
—Ni mucho menos tanto como desearía. No esperaba tener que desempeñar mi labor de forense, y mis instrumentos de diagnóstico son limitados. He realizado un cultivo de su sangre, saliva y orina, y también he seccionado un poco de tejido. Además, he tomado restos de supuración de las lesiones en la piel, pero hasta ahora los resultados no son concluyentes.
—¿Qué puede haberlo matado tan deprisa? —preguntó Sloane.
Aragón volvió su mirada oscura hacia ella.
—Eso es lo que hace tan difícil el diagnóstico. En sus últimos minutos de vida daba síntomas de cianosis y disnea aguda. Eso significaría neumonía, pero una neumonía no se presentaría tan rápido. Además, también había parálisis aguda… —Se interrumpió un momento—. Sin posibilidad de acceso a un laboratorio, ni siquiera puedo hacer un lavado gástrico, conque mucho menos una autopsia…
—Lo que me gustaría saber —intervino Black— es si se trata de algo infeccioso. Si otros podrían estar expuestos a la misma enfermedad.
Aragón lanzó un suspiro y miró al suelo.
—Es difícil de precisar, pero hasta ahora la evidencia no apunta en esa dirección. Puede que el cultivo que he hecho o las pruebas de anticuerpos nos proporcionen más información. He dejado algunos cultivos en placas ante la remota posibilidad de que se trate de un agente infeccioso. En realidad, no me gusta especular… —Se le quebró la voz.
—Enrique, creo que debemos oír tus especulaciones —dijo Nora con calma.
—Muy bien. Si me preguntáis por mi impresión inicial… sucedió tan rápido que parecía más bien un envenenamiento agudo que una patología.
Horrorizada, Nora miró a Aragón.
—¿Envenenamiento? —exclamó Black, visiblemente impresionado—. ¿Y quién querría envenenar a Peter?
—Quizá no haya sido ninguno de nosotros —intervino Sloane—. Pueden haber sido los mismos que mataron a los caballos y que nos destrozaron el equipo de comunicaciones.
—Como ya he dicho, sólo es pura especulación. —Aragón separó las manos y luego miróa Bonarotti—.¿Comió Holioyd algo que no comiéramos los demás?
Bonarotti negó con la cabeza.
—¿Qué me dices del agua?
—Es la del arroyo —informó Bonarotti—. Siempre la filtro. Todos hemos estado bebiéndola.
Aragón se restregó la cara.
—No dispondré de los resultados de las pruebas hasta dentro de varias horas.
Supongo que tendremosque trabajar con la hipótesis de que se trate de algo infeccioso.
Como precaución, deberíamos sacar el cuerpo del campamento lo antes posible.
El silencio se abatió sobre el cañón y se oyó un rumor de truenos distantes procedentes de la meseta de Kaiparowits.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Black.
Nora lo miró.
—¿Tú qué crees? ¿Acaso no es obvio? Tenemos que marcharnos de aquí cuanto antes.
—¡No! —gritó Sloane.
Nora se volvió hacia ella, sorprendida.
—No podemos irnos de Quivira así, sin más. Es un yacimiento demasiado importante. Quienquiera que haya destrozado nuestro equipo de comunicaciones lo sabe muy bien. Es evidente que están tratando de echarnos para saquear la ciudad. Eso sería seguirles el juego.
—Es cierto —convino Black.
—¡Pero un hombre acaba de morir! —exclamó Nora—. Posiblemente de una enfermedad infecciosa, puede que incluso haya sido asesinado. En cualquier caso, lo cierto es que no tenemos elección. Hemos perdido todo contacto con el mundo exterior. Las vidas de los miembros de la expedición son mi responsabilidad prioritaria.
—Éste es el descubrimiento más importante en la arqueología moderna —insistió Sloane, con su voz ronca ahora más grave y apremiante—. No hay ni una sola persona aquí que no estuviese dispuesta a arriesgar su vida para realizar este descubrimiento. Y ahora que alguien ha muerto, ¿vamos a empaquetar nuestras cosas y largarnos de esta forma? Eso no haría justicia al sacrificio de Peter.
Black, que había palidecido un poco durante el discurso de la mujer, consiguió pese a todo expresar su apoyo a Sloane.
—Eso vale para ti, para mí y para el resto del equipo científico —repuso Nora—, pero Peter era un civil.
—Conocía los riesgos —le recordó Sloane—. Tú se los explicaste, ¿verdad? —Miró fijamente a Nora. Aunque no dijo nada más, el comentario implícito no podía haber sido más claro.
—Sé que, en parte, la presencia de Peter aquí era responsabilidad directa mía —explicó Nora, tratando de hablar con entereza—. Eso es algo con lo que tendré que vivir el resto de mi vida, pero no cambia en nada las cosas. El hecho es que todavía tenemos a Roscoe, Luigi y Bill Smithback con nosotros. Ahora que conocemos los riesgos, no tenemos ningún derecho a seguir poniendo en peligro su integridad física.
—Eso, eso —murmuró Smithback.
—Yo opino que deberían decidir por sí mismos —dijo Sloane, con los ojos oscuros bajo la luz tormentosa—. No son simples
sherpas
a sueldo. También tienen la palabra en esta expedición. Nora miró a Black y luego al resto de los miembros del grupo. Todos la observaban en silencio. Descubrió con una mezcla de hastío y asombro que se enfrentaba a un crítico desafío a su liderazgo. Una voz en su interior masculló que no era justo, no ahora, cuando debería estar llorando la muerte de Peter Holroyd. Trató de pensar racionalmente. Como directora de la expedición, tal vez podía ordenarles que se mancharan, pero parecía haber surgido una nueva dinámica dentro del grupo, tras la muerte de Holroyd; una impredecible necesidad de que todo el mundo opinase. Aquello no era una democracia, pero aun así sintió que debía jugarse el tipo y actuar como si lo fuera.
—Todo lo que hagamos debemos hacerlo juntos, como grupo —anunció en voz alta—. Lo decidiremos por votación.
Dirigió la mirada a Smithback, que dijo con voz pausada:
—Estoy con Nora. El riesgo es demasiado grande.
Acto seguido, Nora miró a Aragón. El médico le devolvió la mirada y luego se volvió hacia Sloane.
—No tengo la más mínima duda —aseguró—. Tenemos que largarnos.
Le llegó el turno a Black, que estaba sudando amares.
—Estoy con Sloane —dijo con tono agudo y crispado.
Nora se vofvió hacia Swire.
—¿Roscoe?
El vaquero levantó la vista al cielo.
—En mi opinión —soltó con brusquedad—, nunca deberíamos haber entrado en este condenado valle, con ruinas o sin ellas. Y ahora las lluvias ya han llegado, y esa garganta es nuestra única salida. Es hora de que nos larguemos cagando leches de aquí.
Bonarotti agitó la mano con expresión ausente, arrojando una voluta de humo al aire. Luego dijo:
—Lo que vosotros digáis. A mí me da igual. Lo que digáis.
Nora volvió a mirar a Sloane.
—Yo he contado cuatro contra dos, con una abstención. Doy el asunto por zanjado. —Suavizando el tono de voz, agregó—: Escuchad, no nos marcharemos de cualquier manera. Dedicaremos el resto del día a terminar las tareas más imperiosas, clausurar la excavación y tomar una serie de fotografías documentales. Nos llevaremos una pequeña selección de objetos representativos. Mañana partimos a primera hora.
—¿El resto del día? —repitió Black, escandalizado—. Para clausurar este yacimiento como es debido se necesita muchísimo más que eso.
—Lo siento, pero tendremos que hacer lo que podamos. Sólo nos llevaremos los útiles esenciales para el viaje. El resto lo dejaremos aquí, para ahorrar tiempo.
Todos guardaron silencio. Sloane seguía mirando a Nora con una máscara impenetrable de emociones en su rostro.
—¡Vamos, en marcha! —exclamó Nora al tiempo que se volvía con aire cansino—. Nos queda mucho por hacer antes de que anochezca.
S
mithback se arrodilló junto a la tienda y levantó la portezuela de lona con sumo cuidado, asomando la cabeza en el interior con una mezcla de repulsión y pena. Aragón había envuelto el cadáver de Holroyd en dos capas de plástico y luego lo había cerrado en el interior de la bolsa impermeable de mayor tamaño de la expedición, una bolsa amarilla con rayas negras. Apesar de las precauciones del médico, la tienda apestaba a yodo, alcohol y otros hedores. Smithback se echó hacia atrás y empezó a respirar por la boca.
—No sé si voy a ser capaz de hacerlo —musitó.
—Acabemos de una vez por todas —replicó Swire, cogiendo un poste y asomándose al interior de la tienda.
No hay avance editorial que merezca esto, pensó Smithback. Hurgando en el bolsillo en busca de su pañuelo rojo, se lo ató en la boca con cuidado. A continuación, se enfundó un par de guantes encima de los guantes de lona que le había dado Aragón, cogió un trozo de cuerda y siguió a Swire al interior de la tienda de campaña.
En silencio, Swire colocó el poste junto al cadáver. Luego lo ataron al poste lo más rápidamente posible, enrollando la cuerda sin cesar, una y otra vez, hasta que quedó bien sujeto. Swire hizo dos nudos en los extremos y, agarrando cada extremo, sacaron el cadáver de la tienda.
El cuerpo de Holroyd era algo enclenque, de modo que Smithback se cargó uno de los extremos del poste al hombro con relativa facilidad. Apuesto a que pesa setenta kilos, setenta y dos como mucho, pensó. Eso significa que cada uno de los dos lleva treinta y seiskilos… Es curioso el modo en que, en situaciones de máxima tensión, el cerebro se obstina en concentrarse en los detalles más triviales, y más cotidianos. Smithback sintió una punzada de compasión por aquel hombre joven, simpático y sin pretensiones. Tan sólo tres noches antes, bajo su pertinaz interrogatorio periodístico junto al fuego, Holroyd por fin se había decidido a abrir su concha, hablando durante un rato asombrosamente largo sobre su profunda devoción por las motocicletas. A medida que había ido lanzándose, la timidez lo había abandonado y todo su cuerpo parecía arrebatado por el entusiasmo. Ahora aquel cuerpo estaba rígido. Demasiado rígido, de hecho. A Smithback no le gustaba el modo implacable en que los rígidos pies de Holroyd, envueltos en la bolsa, chocaban contra su hombro conforme avanzaban hacia elcañón.
Recordó la discusión acerca de lo que había que hacer con el cuerpo. Tenían que llevarlo a un lugar seguro, lejos del campamento, los elementos y los animales depredadores, hasta que pudieran recuperarlo más adelante. Nora había dicho que no podían enterrarlo en el suelo, pues los coyotes lo desenterrarían. Se mencionó la posibilidad de colgarlo en la copa de un árbol, pero después de años de riadas llevándose por delante las ramas inferiores, la mayoría de los árboles eran inaccesibles. En cualquier caso, Aragón había dicho que era importante llevarse el cuerpo lo más lejos posible del campamento. Entonces Nora recordó el pequeño refugio de roca situado cerca del camino del cañón, por encima de la marca que señalaba la máxima crecida y accesible mediante un saliente escalonado. Era un lugar perfecto para esconder el cadáver. Además, era imposible pasar de largo: el refugio se hallaba a seis metros del fondo del cañón, justo encima del tronco de un álamo gigantesco que una riada anterior había dejado atragantado entre las paredes de piedra. La amenaza de lluvia había pasado —Black había comprobado la previsión meteorológica en lo alto del precipicio— y la garganta secundaria podía considerarse un lugar seguro, al menos por el momento…
La mente de Smithback regresó al presente. Había una razón que explicaba sus divagaciones. Se conocía lo bastante para comprender qué estaba sucediendo: trataba de pensar en otra cosa —en cualquier otra cosa—,para apartar de su cabeza la tarea que tenía entre manos. Muy en el fondo, por algún motivo que no alcanzaba a comprender del todo, Smithback se percató de que estaba profundamente asustado. No era la primera vez que había vivido situaciones de máximo peligro, como cuando tuvo que vérselas con un asesino en un enorme museo y, más adelante, cuando se jugó la vida en un laberinto de túneles subterráneos bajo la ciudad de Nueva York. Sin embargo, allí, en la agradable luzde la tarde, se sentía más amenazado que en cualquier otro momento de su vida. Había algo en la difusa y vaga naturaleza del mal que imperaba en aquel valle que lo inquietaba hasta lo indecible.
Una vez más, el pie rígido de Holroyd tocó el hombro de Smithback. Un poco más adelante, Swire se había detenido y estaba mirando hacia arriba, observando la entrada de la garganta secundaria. Smithback siguió su mirada hasta la abertura estrecha y recortada en picos.«Cielos despejados», había dicho Black; Smithback esperaba que el maldito parte meteorológico hubiese acertado.
Una vez en el cañón, lograron poner a flote el cuerpo —con ayuda de la bolsa, que actuaba como boya— en los tramos de aguas mansas. Sin embargo, al llegar al final de cada trecho, tenían que arrastrar y empujar el cadáver de Holroyd hasta el próximo charco. Al cabode veinte minutos de empujar, vadear, nadar y arrastrar el cuerpo, los dos hombres se pararon para recuperar el aliento. Un poco más arriba del tortuoso pasadizo, Smithback atisbo el gigantesco tronco de álamo que señalaba la ubicación del refugio rocoso. Se apartó unos cuantos metros de la bolsa que contenía el cadáver, se quitó el pañuelo de la boca, lo sacudió en el aire y lo metió en el bolsillo de la camisa.
—Así que no crees que el indio que visteis tuviese nada que ver con el asesinato de mis caballos —dijo Swire. Eran las primeras palabras que pronunciaba desde que habían dejado la tienda de Holroyd.
—Nada en absoluto —respondió Smithback—. Sobre todo teniendo en cuenta que quienes mataron a los caballos deben de ser los mismos que destrozaron el equipo de comunicaciones. Y estábamos con el pastor cuando eso ocurrió.
Swire asintió.
—Eso mismo he pensado yo.
Smithback reparó en que Swire todavía estaba observándolo. Hacía ya mucho tiempo que aquellos ojos marrones habían perdido la chispa alegre que Smithback recordaba de los primeros días de la expedición.En las mejillas hundidas del vaquero, en su cara huesuda y su mandíbula firme, Smithback vio un gesto de gran dolor y pena.