Dirigieron la mirada hacia las pálidas siluetas que había alrededor de la fogata.
Varias tiendas de campaña, apenas perceptibles en la penumbra, acordonaban el campamento. Había un buen número de sacos de dormir extendidos junto al fuego, colocados, al parecer, sin seguir un orden ni un criterio concretos. Con las tiendas cerradas y a oscuras, resultaba imposible contar el número de personas que formaban aquel grupo. Se quedaron observando el conjunto largo rato, completamente inmóviles, y a continuación empezaron a deslizarse por el saliente de roca.
Con gran sigilo, avanzaron por lo alto del cañón, deteniéndose de vez en cuando para observar a la expedición dormida. Se oían ruidos ocasionales provenientes de más abajo: el ululato de un buho, el arrullo del agua, el crujido de las hojas en la brisa nocturna… Tan sólo una vez el cinturón de conchas plateadas que rodeaba el vientre de una de las dos figuras tintineó, pero salvo por esa excepción, no hicieron ningún ruido en el tiempo que tardaron en alcanzar la parte superior de la escala de cuerda.
En este punto las figuras se detuvieron y examina‐ron el equipo de comunicaciones con sumo interés. Pasaron un par de minutos sin moverse. Entonces una de las figuras se deslizó hasta el borde de la pared rocosa,miró abajo, al pie de la escala, y desapareció de nuevo bajo el saliente de roca. La figura miró hacia adelante, hacia el valle; ahora estaba casi justo encima del campamento y el brillo del fuego, doscientos cincuenta metros más abajo, parecía hallarse inquietantemente cerca,un furioso brochazo de rojo en la oscuridad. Un grave sonido gutural salió de su ser más profundo y se extinguió en un gemido que dio paso a un canto débil y monótono. Luego volvió junto al equipo de comunicaciones.
Al cabo de diez minutos, ya habían terminado su tarea.
Escabullándose por la orilla de roca, prosiguieron hasta el extremo del cañón. La antigua ruta secreta reptaba hacia abajo a través de una sima en la roca y descendía en dirección a la estrecha garganta que había en el otro extremo del valle de Quivira. La senda quedaba oculta a la vista entre dos bloques de piedra y era terriblemente escarpada. El débil rumor de la cascada retumbaba bajo los pies de las misteriosas criaturas, y el agua del arroyo proseguía su camino, fluyendo y rebullendo en el largo trayecto hacia el río Colorado.
Al cabo de unos minutos, las figuras llegaron al suelo arenoso. Atravesaron furtivamente la cortina nebulosa, dejaron atrás el desprendimiento de rocas y nose apartaron de la intensa oscuridad que ofrecía la sombra de la luna. Se detuvieron al acercarse al primer miembro de la expedición, un cuerpo que se hallaba más allá del campamento, durmiendo bajo las estrellas,con la cara pálida como un muerto, iluminada tan sólopor aquella media luz grisácea.
Hurgando entre las pesadas pieles que cubrían su espalda, una de las figuras extrajo una pequeña bolsa, hecha de piel humana curtida. Bajo la luna despedía un brillo translúcido, casi como de otro mundo. Después de aflojar la lengüeta de piel que recubría la bolsa, la figura rebuscó en su interior y, con extremo cuidado, sacó un disco de hueso y un viejo tubo de madera de sauce, pulido por el uso y marcado con el grabado de una larga espiral invertida. Al volverlo el disco relució débilmente bajo la luz de la luna, y luego una vez más. A continuación, llevándose uno de los extremos del tubo a los labios, se inclinó sobre el rostro de la figura dormida. Se produjo un súbito soplo de aire y una leve nube de polvo se formó bajo la luna. Luego, como si fueran dos espectros, ambas figuras se retiraron de nuevo hacia la pared rocosa y desaparecieron una vez más entre las tenebrosas sombras.
T
osiendo, Peter Holroyd despertó de golpe de un desagradable sueño. Una brisa pasajera debía de haberle arrojado arenilla al rostro, aunque era más probable que se tratase del polvo acumulado a lo largo de la jornada anterior, pensó, todavía algo confuso por el sueño. Se limpió la cara y se incorporó.
No había sido sólo el polvo lo que le había despertado. Antes había oído un ruido, un extraño grito, muy débil, que el viento había arrastrado hasta allí, como si la mismísima Tierra estuviese gimiendo. Podría haber pensado que había soñado con aquel ruido, sólo que nada parecido habría existido nunca en su imaginación. Era consciente de que el corazón le palpitaba con fuerza.
Agarrando el embozo de su saco de dormir, echó un vistazo alrededor. La media luna derramaba franjas recortadas de luz plateada sobre el campamento. Miró las tiendas y los bultos todavía oscuros de los sacos de dormir. Todo estaba quieto y en silencio.
Su mirada se detuvo en un punto situado encima de un pequeño montículo, a veinte metros escasos de la fogata. Normalmente era Nora quien ocupaba ese sitio, pero aquella noche se había ido… con Smithback. Muchas veces durante aquellas noches desérticas Holroyd se había sorprendido mirando hacia ella, preguntándose qué pasaría si se acercase a Nora para hablarle, para decirle lo mucho que aquello significaba para él… lo mucho que
ella
significaba para él. Y siempre, invariablemente, acababa preguntándose por qué nunca tenía las agallas de hacerlo.
Holroyd se echó hacia atrás, lanzando un suspiro. Pese a todo, aunque Nora hubiese estado allí, esa noche no deseaba hacer nada más que descansar. Estaba exhausto, nunca en su vida se había sentido tan agotado como entonces. En ausencia de Nora, Sloane le había encomendado la tarea de eliminar un maremoto de arena y polvo que se había formado contra el muro posterior de las ruinas, no muy lejos del osario de Aragón. No entendía por qué tenía que cavar ese lugar en particular, pues había numerosos puntos clave en la parte delantera de la ciudad que todavía debían explorarse. Sin embargo, Sloane había rehuido sus protestas dándole una rápida explicación acerca de que solían encontrarse muchas pictografías importantes en la parte posterior de los yacimientos anasazi. Le había sorprendido la celeridad y el aplomo con que Sloane había asumido el mando tras la marcha de Nora, pero Aragón había estado trabajando a su aire en un apartado rincón de la ciudad, con gesto grave y sombrío; al parecer, había realizado otro inquietante descubrimiento y estaba demasiado concentrado como para prestar atención a otra cosa. En cuanto a Black, parecía perder por completo el sentido crítico en presencia de Sloane, y estaba de acuerdo con todo cuanto la mujer decía. Así pues, Holroyd había estado desde la mañana hasta la noche con una pala y un rastrillo en la mano, y ahora tenía la sensación de que aunque pasase un mes entero dentro de una bañera, no lograría quitarse todo aquel polvo del pelo, la nariz y la boca.
Contempló el cielo nocturno. Tenía un regusto extraño en la boca y le dolía la mandíbula. Un dolor de cabeza incipiente empezaba a martillearle las sienes. No sabía muy bien cuáles eran sus expectativas antes de emprender la expedición, pero sus ideas vagamente románticas sobre descubrir tumbas y descifrar inscripciones secretas no acababan de concordar con la penosa y extenuante tarea que había estado realizando hasta entonces. Por todas partes había fantásticas ruinas de una misteriosa civilización esperándoles, mientras ellos se limitaban a ubicar esto y catalogar aquello. Y por supuesto, a mover montones de arena, no había que olvidarlo. De pronto decidió que estaba harto de cavar. Y tampoco le gustaba trabajar para Sloane. Aquella mujer era demasiado consciente de su perfección y de la influencia que ejercía sobre los demás, estaba demasiado dispuesta a utilizar su encanto para conseguir sus propósitos. Desde la confrontación con Nora en Ruina Pete, él mismo se ponía a la defensiva cada vez que la tenía cerca.
Suspiró de nuevo y cerró los ojos por la presión que le oprimía la cabeza. No era propio de él ser tan cascarrabias. Por lo general, sólo se mostraba así cuando se ponía enfebrecido. En el fondo, Sloane no era mala persona, sino solo una mujer franca y directa, acostumbrada a salirse con la suya; no era su tipo, sencillamente. Además, no le importaba tener que cavar o romper rocas, lo importante es que estaba
allí,
en Quivira, en aquel lugar maravilloso y mítico. Lo demás no tenía importancia.
De repente, se irguió y abrió los ojos desorbitadamente. Ese ruido de nuevo… pensó.
Apartando la manta a un lado, se puso de rodillas con el máximo sigilo. Fuese lo que fuere aquel ruido, había cesado. No, ahí estaba otra vez… un murmullo, un gemido suave.
Sin embargo, era distinto del que lo había despertado. El tono era más bajo, y ahora se oía más cerca.
Bajo la palidez de la luz, buscó a tientas un palo, una navaja… cualquier cosa que pudiese utilizar como arma defensiva. Cerró la mano en torno a una pesada linterna. La levantó, pensó en encenderla y luego decidió no hacerlo. Se levantó con paso vacilante antes de recuperar el equilibrio y a continuación, en silencio, avanzó hacia el lugar de donde procedía el ruido. La quietud volvía a reinar en la noche, pero el ruido parecía haberse producido un poco más allá de la alameda que había junto al arroyo.
Sorteando sigilosamente varias cajas y bultos envueltos, Holroyd abandonó el campamento y se dirigió al arroyo. Una nube había acuchillado la luna y ensombrecido el paisaje hasta convertirlo en una oscuridad impenetrable. Tenía calor y estaba incómodo, desorientado en la noche cerrada. El dolor de cabeza había empeorado al levantarse y parecía como si llevase un velo en los ojos. Con total indiferencia, atisbo lo que parecía ser una enorme concentración de setas venenosas a escasos metros de distancia. En lugar de examinarlas más de cerca, las observó con una falta de interés inaudita. Debería estar durmiendo en mi saco y no dando vueltas por ahí como un tonto, se dijo.
Cuando se disponía a volver, oyó otro ruido: un gemido, el suave golpear de una piel contra otra piel.
Acto seguido, la luna reapareció. Con sumo sigilo,siguió avanzando sin dejar de mirar a ambos lados. Los ruidos se oían ahora con mayor claridad. Agarró la linterna con fuerza, se acercó al tronco de un álamo y echó un vistazo a través de la cortina de hojas iluminadas por la luna.
Al principio, vio un montón de ropa en el suelo, un poco más lejos. Por un momento pensó que habían atacado a alguien y habían arrastrado su cuerpo hasta allí. Luego miró más allá.
Tendido en la arena blanda detrás de la alameda, estaba Black. Tenía la camisa subida hasta las axilas y las piernas separadas, con las rodillas flexionadas hacia el cielo, los ojos cerrados. De pronto dejó escapar un débil gemido. Sloane estaba sentada a horcajadas sobre sus caderas, recorriendo el pecho de Black con las manos abiertas y el sudor de su espalda desnuda brillando bajo la luz de la luna. Holroyd se inclinó instintivamente, fascinado y perplejo por la imagen. De repente notó cómo se ruborizaba, ya fuese por la vergüenza o por su propia ingenuidad, no estaba seguro. Black dio un bufido por la mezcla de placer y esfuerzo al encajarse bajo el cuerpo de la mujer, tensando los músculos de los muslos. Sloane se inclinó sobre él y unos mechones sueltos de pelo negro le cayeron sobre la frente, mientras sus pechos se balanceaban pesadamente con cada embestida. Holroyd observó con atención aquel cuerpo femenino. La mujer estaba mirando a Black a los ojos, con una mirada de concentración más que de placer. Había algo casi depredador en aquella mirada y por un momento le recordó a un gato, jugando con un ratón.
Sin embargo, esa imagen se desvaneció cuando Sloane se desplomó para encontrarse con Black, y luego otra vez, y otra… embistiéndole con una precisión implacable, sin tregua.
D
ando un tirón a la cuerda, Nora hizo detenerse a
Arbuckles.
Se quedó de pie junto al caballo y bajó la vista desde la cima de la Espalda del Diablo para contemplar el valle que el viejo indio había llamado Chilbah. Estaba exhausta, sin fuerzas tras la nueva escalada hacia lo alto de la montaña, y
Arbuckles
estaba temblando y empapado en sudor por la tensión; sin embargo, lo habían logrado: sus cascos, liberados de nuevo de las herraduras, se habían agarrado sin problemas a la dura arenisca.
El viento soplaba con fuerza por la garganta de piedra y los jirones de varios nubarrones estaban agolpándose en la cima de las lejanas montañas hacia el norte, aunque el valle seguía siendo una vasta superficie luminosa.
Smithback se detuvo junto a la mujer, pálido y en silencio.
—Así que esto es Chilbah, la guarida del demonio —dijo al cabo de unos minutos. Pretendía hablar con tono suave, pero su voz todavía contenía un matiz tenso a causa del aterrador ascenso por la abrupta cordillera.
Nora no le contestó de inmediato, sino que se arrodilló para herrar de nuevo a los caballos, dejando que sus extremidades recuperasen por completo la sensación de control sobre sus músculos. Acto seguido se puso en pie, se sacudió el polvo de la ropa y hurgó en la mochila en busca de los prismáticos, con los que escudriñó el fondo del valle, buscando a Swire y los caballos. Los álamos y las extensiones de hierba conformaban una vista sumamente agradable tras el largo y arduo camino desde el campamento de ovejas. Era ya la una y media de la tarde. Localizó a Swire en el arroyo, sentado sobre una roca y viendo pastar a la recua. Mientras lo observaba, vio cómo éste alzaba la vista para mirarlos a ellos.
—La gente es mala —susurró Nora al fin, bajando los prismáticos—, pero los paisajes no.
—Es posible —contestó Smithback—, pero desde el principio intuí que había algo extraño en este lugar. Algo que me ponía los pelos de punta.
Nora miró al escritor.
—Y pensar que creía que era yo quien te ponía los pelos de punta —repuso ella.
Montaran en los caballos y avanzaron un trecho, realizándo el descenso al valle en silencio. Guiaron a los animales directamente hasta la ribera cubierta de césped del arroyo y permanecieron sobre la montura cuando los caballos se adentraron en el agua para beber, con el agua borboteando alrededor de sus patas. Con el rabillo del ojo, Nora vio a Swire acercarse a ellos al trote, cabalgando a pelo, sin brida ni riendas.
Se detuvo en el extremo opuesto del arroyo.
—Así que habéis traído de vuelta a los dos caballos —dijo, mirando a Nora con mal disimulado alivio—.¿Y los hijos de puta que mataron a mis caballos? ¿Habéis dado con ellos?
—No —contestó Nora—. La persona que viste en lo alto de la montaña era un viejo indio que está acampado un poco más al norte.