—¿Que hice qué?
Nora optó por no contestar. Hacía demasiado calor y estaba demasiado cansada para seguir aquella discusión.
Siguieron avanzando despacio mientras el sol apuntaba a mediodía. A pesar de que el rastro era relativamente fácil de seguir, continuaba siendo una tarea agotadora. Las huellas los llevaron a través de un singular territorio de rocas fracturadas, bultos de piedra y montículos de arenisca. Las huellas parecían seguir un imperceptible sendero muy antiguo. Después de montar de nuevo, Nora avanzó con la máxima rapidez posible sin perder el rastro. El sol meridiano caía a plomo, implacable, abrasando la deslumbrante arena blanca, destiñendo y drenando el color del paisaje. No había señal de agua por ninguna parte cuando de pronto, inesperadamente, se internaron en un valle exuberante, lleno de arena cubierta de hierba y chumberas que florecían en todo su esplendor.
—¡Esto es como el jardín del Edén! —exclamó Smithback al atravesar el exiguo terreno verdeante—.¿Qué está haciendo aquí en medio del desierto?
—Probablemente es el resultado de unas lluvias torrenciales —contestó Nora—. La lluvia aquí no es como en la costa Este. Está muy localizada. Puedes ver cómo cae un fuerte aguacero en un sitio y al cabo de kilómetro y medio ver una franja de terreno todavía reseco y agostado.
Abandonaron el lozano valle y se adentraron de nuevo en el desierto de piedra.
—¿Y el almuerzo? —preguntó Smithback.
—¿Qué le pasa al almuerzo?
—Bueno, es que son casi las dos. Me gusta comer tarde, pero mi estómago tiene sus limitaciones.
—¿De verdad es tan tarde? —Nora consultó el reloj, incrédula, y luego se desperezó en lo alto de la silla—. Debemos de haber recorrido casi veinticinco kilómetros desde la falda de la montaña. —Guardó silencio unos instantes con aire pensativo—. Muy pronto llegaremos a territorio indio. La reserva deNankoweap empieza un poco más arriba.
—Bueno, ¿y qué quieres decir con eso? ¿Es que hay posibilidades de encontrar una máquina de coca‐cola?
—No, el poblado todavía está a dos días de camino de aquí y no tiene electricidad. Me refiero a que estaremos sometidos a sus leyes. No creo que los indios que nos encontremos se muestren muy amables con un par de forasteros paseando por su territorio para acusarlosde ser unos asesinos de caballos. Debemos tener mucho cuidado con el modo en que hacemos esto.
Smithback reflexionó unos instantes sobre aquellas palabras.
—Pensándolo bien, quizá no tengo tanta hambre.
El sutil sendero parecía no tener fin, zigzagueando entre una confusa maraña de arroyos, valles escondidos, barrancos oscuros y dunas. Nora tuvo la vaga idea de haber cruzado ya hacia territorio indio, pero no había vallas ni, por supuesto, ningún cartel. Se trataba de la clase de tierras que el hombre blanco había entregado a los indios por todo el territorio del Oeste, tan sumamente remotas e inhóspitas que resultaban inútiles para casi todo.
—Y dime, ¿qué he hecho exactamente para haber estado a punto de cargarme la expedición? —le preguntó Smithback de improviso.
Nora se volvió para mirarlo.
—¿Qué?
—Cuando estábamos al pie de la cordillera, dijiste que por poco me cargo la expedición. He estado dándole vueltas y no sé qué he hecho que no estuvieras haciendo tú ya.
Nora espoleó a
Arbuckles
para obligarlo a seguir adelante.
—Temo que cualquier cosa que diga vaya a aparecer publicada en tu libro.
—No lo haré, te lo prometo. —Nora siguió avanzando sin mirarle—. De verdad, Nora. Lo digo en serio. Sólo quiero saber qué te pasa.
Una vez más, Nora se sintió extrañamente complacida por su interés.
—¿Qué sabes acerca de cómo descubrí Quivira? —le preguntó, sin apartar la mirada del camino.
—Sé que Holroyd te ayudó a localizar con exactitud el emplazamiento. El doctor Goddard me contó que fue tu padre el descubridor original de la ciudad. Quería preguntarte más cosas sobre eso, pero… —La voz de Smithback se quebró.
Pero sabías que te habría cortado la cabeza sólo por preguntar, pensó Nora con cierto sentimiento de culpa.
—Hace dos semanas —empezó a explicarle—, un par de hombres me agredieron en el viejo rancho de mi familia. Bueno, al menos creo que fueron dos hombres disfrazados de animales. Me exigieron que les diese una carta. Al final, mi vecina los asustó con su rifle. En aquel momento no tenía idea de qué iba todo aquello, pero luego encontré una carta que mi padre le había escrito a mi madre hace muchísimos años. Alguien la envió por correo hace poco, no sé quién ni por qué, y es algo que no logro quitarme de la cabeza. En fin, el caso es que en la carta mi padre decía haber descubierto Quivira y daba instrucciones sobre cómo llegar… Eran muy imprecisas, pero con la ayuda de Peter, bastaron para conducirnos hasta allí. Creo que aquellos tipos también querían saber el lugar donde se hallaba Quivira, supongo que para poder saquearla y llevarse todos sus tesoros. —Hizo una pausa y se humedeció los labios, dolorosamente resecos bajo el sol de justicia—. Así que intenté mantener lo de la expedición en secreto. Todo estaba saliendo bien hasta que apareciste en el puerto deportivo, con tu libreta en una mano y un megáfono en la otra.
—Vaya. —Aun sin volverse, Nora percibió la nota de vergüenza en la voz del escritor—. Lo siento. Sabía que el propósito de la expedición era un secreto, pero ignoraba que la expedición en sí también lo era… —Se interrumpió un momento—. Pero no dije nada, lo sabes, ¿verdad?
Nora suspiró y comentó:
—Puede que no, pero lo cierto es que armaste cierto revuelo. En fin, olvidémoslo, ¿de acuerdo? Mi reacción fue un tanto exagerada. Estaba un poco tensa… por razones obvias. —Siguieron cabalgando en silencio durante un rato—. Bueno, ¿y qué piensas de mi historia? —le preguntó Nora al fin.
—Que me arrepiento de haberte dicho que no la publicaría. ¿Crees de veras que esos tipos todavía andan tras de ti?
—¿Por qué crees que insistí tanto en realizar yo misma esta pequeña excursión? Estoy casi segura de que las personas que mataron a los caballos y las que me atacaron son las mismas. Si es así, eso significa que han descubierto el paradero de Quivira.
Bruscamente la senda abandonaba la exótica maraña de piedras y coronaba una estrecha meseta alargada. Se hallaban rodeados.por unas vistas espectaculares, con decenas de cañones superpuestos en capas que desaparecían en los abismos de color violeta. Los picos nevados de las montañas Henry aparecieron ante sus ojos al este, azules e indescriptiblemente solitarios en la inmensa lejanía. En el extremo opuesto de la meseta una serie de rocas ocultaban a la vista el paisaje que se extendía más allá.
—No me había dado cuenta de que estábamos ganando tanta altitud —comentó Smithback, deteniendo el caballo para contemplar el entorno.
En ese momento Nora percibió un leve aroma a humo de madera de cedro e hizo señas a Smithback de que desmontase sin hacer ruido.
—¿Hueles eso? —le susurró—. Estamos cerca de una fogata. Dejemos los caballos aquí y sigamos a pie.
Tras atar las caballerías a unas artemisas, echaron a andar por la arena.
—No estaría nada mal encontrarnos con una bañera llena de hielo y cervezas al otro lado, ¿no crees? —murmuró Smithback mientras se acercaban al cúmulo de rocas. Nora se arrodilló para mirar a través de un hueco que había entre las piedras. Smithback la imitó, agachándose junto a ella.
En la punta desnuda de la meseta, bajo un enebro muerto de formas retorcidas, había una pequeña fogata que humeaba débilmente. Junto a ella, colocada entre dos palos ahorquillados, vieron lo que parecía una liebre despellejada y ensartada en un pincho, lista para ser asada. Un viejo saco de dormir del ejército aparecía desenrollado al abrigo de las rocas, junto a varios fardos de gamuza. A la izquierda del minicampamento, la meseta se deslizaba hacia abajo en pendiente, y Nora vio un caballo pastando, atado a una cuerda de unos quince metros.
La vista desde aquel punto de la meseta era espectacular. El terreno se derramaba en un vasto panorama de erosión para convertirse en un paisaje crispado y violento, seco, inerte, plagado de barrancos de piedra alcalina, disolviéndose en tierras desérticas jalonadas de grandes megalitos de roca que proyectaban sus largas sombras. Un poco más lejos se extendía la meseta de Acuario, densamente arbolada, una línea negra e irregular en el horizonte. Un saltamontes entonaba su canto triste en el calor de la tarde.
Nora dejó escapar una lenta exhalación. Era una tierra yerma, y sabía que debía de sentirse un poco ridicula, subiendo la cordillera, contemplando dramáticamente el paisaje a escondidas. Entonces recordó las gigantescas figuras peludas del rancho desierto, y las entrañas de los caballos muertos, llenas de moscas y abrasándose bajo el sol.
Los rastros del caballo desherrado que habían estado siguiendo rodeaban las rocas y se dirigían directamente al campamento.
—Parece que no hay nadie en casa —susurró Nora. Su voz resonó con claridad en sus propios oídos y sintió cómo la piel se le erizaba por el miedo.
—Sí, pero no pueden andar lejos. Mira ese conejo. ¿Qué hacemos ahora?
—Creo que deberíamos montar y acercarnos, como si tal cosa. Y luego esperar a que vuelvan.
—Sí, claro, y dejar que nos vuelen la tapa de los sesos.
Nora se volvió hacia él e inquirió:
—¿Es que tienes una idea mejor?
—Sí. ¿Por qué no volvemos y vemos qué nos ha preparado Bonarotti para cenar?
Nora meneó la cabeza y dijo:
—Entonces iré yo sola, a pie. No creo que disparen a una mujer sola.
—No te lo aconsejo —añadió Smithback—. Si son los mismos tipos que te atacaron, recuerda que el hecho de que fueras una mujer no les detuvo la primera vez.
—Y entonces, ¿ qué hacemos ?
Smithback lo pensó antes de responder:
—Tal vez deberíamos escondernos y esperar por aquí hasta que vuelvan. Podríamos sorprenderles.
Nora miró al escritor y preguntó:
—¿Dónde?
—Ahí detrás, en esas rocas. Desde allí veremos e lfinal de la meseta y podremos sorprenderlos cuando regresen.
Volvieron junto a los caballos, los apartaron de la senda y borraron sus huellas. Luego subieron por detrás del campamento y esperaron en un pequeño rincón situado entre dos rocas grandes. Cuando estaban escondiéndose, Nora oyó un intenso e inquietante zumbido. A unos cincuenta metros, en la sombra de una roca, una serpiente de cascabel se había erguido ante ellos, balanceando ligeramente la cabeza.
—Ahora tienes la ocasión de demostrar tu buena puntería —dijo Smithback.
—¡No! —replicó Nora al instante.
—¿Por qué no?
—Ese arma va a hacer mucho ruido. ¿De verdad quieres alertar a quienquiera que ande merodeando pora quí?
Smithback dio un respingo y repuso:
—Creo que ya es demasiado tarde para eso.
En uno de los cerros laterales que había tras ellos Nora vio la silueta de un hombre solo recortada contra el cielo, con la cara en penumbra. Llevaba un arma colgando de la cadera derecha. Ignoraban cuánto tiempollevaba allí, observándolos.
Un perro apareció detrás del hombre y, al verlos, empezó a ladrar. El desconocido le espetó una orden y el animal se agachó detrás de sus piernas.
—Oh, Dios mío… —murmuró Smithback—. Aquí estamos, escondidos en las rocas. Creo que no va a gustarle.
Nora esperó sin hacer nada, indecisa. Notaba el peso de su propia arma en las caderas. Si era uno de lostipos que la habían atacado, que habían matado a los caballos…
El hombre permaneció inmóvil mientras avanzaba la media tarde.
—Tú nos metiste en esto —dijo Smithback—.¿Qué hacemos ahora?
—No lo sé. ¿Saludar?
—Eso sí que es una idea brillante. —Smithback levantó la mano tímidamente y, al cabo de unos segundos, el hombre hizo un ademán similar.
A continuación bajó del cerro y echó a andar hacia ellos con paso extraño, mientras el perro trotaba detrás de él.
De pronto, en un instante terroríficamente veloz, Nora lo vio detenerse en seco, desenfundar su arma y disparar.
I
nstintivamente Nora se llevó la mano a la cintura en busca de su propia arma, cuando de repente la cabeza de la serpiente estalló en una lluvia de sangre y veneno. Su mirada fue de la serpiente a Smithback, que tenía el rostro lívido y, al igual que ella, también había desenfundado el arma.
El hombre se acercó a ellos con paso lento y parsimonioso.
—Menudo susto, ¿no? —dijo al tiempo que guardaba su arma—. Esas jodidas culebras… Ya sé que se comen a los ratones, y eso está muy bien, pero cuando salgo a mear por las noches, tengo mucho cuidado de no pisar la cola de esos bichos.
El aspecto de aquel hombre era insólito. Tenía el pelo largo y blanco, y lo llevaba recogido en un par de trenzas según el estilo tradicional de los indios norteamericanos. Llevaba un pañuelo atado alrededor de la cabeza, formando un moño a un lado. Los pantalones, extremadamente viejos pero muy limpios, le iban unos veinte centímetros cortos. Debajo, unas piernas delgadas y cubiertas de polvo calzaban, sin calcetines, unas zapatillas de deporte de caña alta fuertemente atadas y que parecían nuevas. Lucía una bonita camisa de gamuza curtida, decorada con tiras de abalorios, y un hermoso collar de turquesas le rodeaba el cuello. Sin embargo, era su cara lo que de veras fascinaba a Nora. Había gravedad y dignidad en aquel rostro, una gravedad que parecía contradecirse con la vivacidad fresca y divertida de sus ojos negros.
—Parecen estar muy lejos de su casa —dijo el hombre con voz débil y aflautada, y el peculiar tono entrecortado pero melodioso de muchos hablantes nativos del Sudoeste—. ¿Han encontrado lo que buscaban en mi campamento?
Nora miró a aquellos ojos vivos y respondió:
—No hemos tocado nada del campamento. Estamos buscando a la persona que mató a nuestros caballos.
El hombre le sostuvo la mirada, entrecerrando ligeramente los ojos. Su buen humor pareció esfumarse de golpe. Por un momento Nora se preguntó si iba a desenfundar el arma de nuevo y notó cómo su mano derecha se flexionaba involuntariamente.
Luego la tensión pareció ceder y el desconocido dio un paso hacia adelante.
—Eso es duro, me refiero a perder a tus caballos —comentó—. Tengo un poco de agua fresca ahí abajoen el campamento, además de una liebre asada y unos chiles. ¿Por qué no vienen conmigo? —les sugirió.