Un gesto de escepticismo surcó el rostro del vaquero.
—¿Un viejo indio? ¿Y qué coño estaba haciendo en lo alto de la montaña?
—Quería ver quién había en el valle —le explicó Nora—. Nos dijo que ningún miembro de su tribu viene nunca a este valle.
Swire guardó silencio unos segundos, mascando un poco de tabaco.
—O sea, que habéis seguido el rastro equivocado —concluyó.
—Hemos seguido el único rastro que había ahí arriba. El rastro del hombre que viste.
Por toda respuesta, Swire arrojó un esputo de tabaco al suelo con gran habilidad, formando un pequeño cráter marrón en la arena vecina.
—Roscoe —añadió Nora, tratando de no perder los nervios—, si hubieses conocido a ese hombre, sabrías que no es ningún asesino de caballos.
Swire no dejó de mascar ni un momento. Se produjo un largo e incómodo silencio mientras ambos se miraban fijamente. Luego el vaquero escupió por segundavez y le espetó:
—¡Mierda! No estoy diciendo que tengas razón, pero si la tienes, eso significa que los cabrones que mataron a mis caballos todavía andan por aquí. —Sin añadir una sola palabra, espoleó a su caballo haciendo una presión imperceptible con la rodilla y regresó, trotando, río abajo.
Nora vio alejarse la espalda del vaquero y luego miró a Smithback, que se limitó a encogerse de hombros.
Cuando reanudaron la marcha a través del valle hacia la oscura garganta secundaria, Nora levantó la vista. Al norte, el cielo se había encapotado con sombríos nubarrones. Frunció el entrecejo; las tormentas de verano no solían llegar hasta al cabo de dos semanas, pero con un cielo como aquél, las lluvias podían echárseles encima aquella misma tarde.
Apretó el paso de su caballo y lo hizo andar al trote en dirección a la garganta. Será mejor atravesarla cuanto antes, pensó. No tardaron en llegar a la abertura. Desensillaron los caballos, cubrieron y guardaron las sillas y luego soltaron a los animales para que fueran al encuentro del resto de la manada.
Fue necesaria una hora larga, fatigosa y asfixiante para cruzar la garganta secundaria cargados con el peso del equipo sobre los hombros. Al final, Nora se abrió paso por la maleza del fondo y se encaminó hacia el campamento. Smithback la seguía a escasos metros, respirando con dificultad y quitándose el barro y la arena de las piernas.
De repente, Nora se detuvo. Algo iba mal. El campamento estaba desierto y no había nadie vigilando el fuego, que humeaba sin cesar. Guiada por su instinto levantó la vista a la pared rocosa en dirección a Quivira. Aunque la ciudad permanecía oculta, oyó el débil rumor de una acalorada conversación.
A pesar del cansancio, se deshizo de la mochila que llevaba al hombro, se acercó a la base de la escala y trepó por ella hasta la ciudad. Al encaramarse al saliente vio a Sloane y a Black cerca de la plaza central, hablando con nerviosismo. En el extremo opuesto de la plaza se hallaba Bonarotti, sentado con las piernas cruzadas y observándolos.
Sloane la vio acercarse y se apartó de Black.
—Nora, unos vándalos nos han atacado —le dijo.
Exhausta, Nora se desplomó junto al muro de contención.
—Cuéntamelo todo —le ordenó.
—Debe de haber sido durante la noche —prosiguió Sloane, sentándose junto a ella—. A la hora del desayuno Peter ha dicho que quería subir a comprobar elequipo antes de empezar a trabajar. Lo cierto es que iba decirle que se tomase el día libre porque… la verdad es que no tenía muy buen aspecto, pero insistió y dijo que había oído ruidos durante la noche. Bueno, el caso es que al minuto siguiente estaba llamándonos desde lo alto del precipicio, así que subí a ver qué ocurría. —Hizo una pausa—. Nuestro equipo de comunicaciones, Nora está completamente destrozado, hecho añicos.
Nora la miró con extrañeza. Sloane tenía un aspecto desaliñado, algo insólito en ella; los ojos rojos y el pelo negro alborotado.
—¿Todo? —inquirió Nora.
Sloane asintió.
—El transmisor, la red de intercomunicadores… todo menos el receptor de información meteorológica. Supongo que no se les ocurrió mirar en ese árbol.
—¿Alguien más vio u oyó algo?
Black lanzó una mirada a Sloane y luego se volvió hacia Nora.
—Nada —contestó.
—He estado vigilando todo el día —dijo Sloane—, pero no he visto nada ni a nadie.
—¿Y Swire?
—Se fue con los caballos antes de que lo supiéramos. No he tenido ocasión de preguntarle a él.
Nora lanzó un hondo suspiro.
—Quiero hablar con Peter de esto. ¿Dónde está?
—No lo sé —respondió Sloane—. Bajó por la esca‐era antes que yo. Supuse que habría vuelto a su tienda a echarse un rato. Estaba muy alterado y… en fin, la verdad es que también estaba un poco raro. Se echó a llorar. Supongo que ese equipo significaba mucho para él.
Nora se levantó y se acercó a la escala.
—¡Bill! —lo llamó desde arriba.
—¿Señora? —se oyó la voz de Smithback.
—Registra las tiendas de campaña. Mira a ver si puedes encontrar a Holroyd.
Nora esperó unos minutos, rastreando la cima de las paredes del cañón.
—¡No hay nadie en casa! —gritó Smithback alcabo de un momento.
Nora regresó junto al muro de contención, temblorosa. Cayó en la cuenta de que todavía estaba empapada por el trayecto a través de la garganta secundaria.
—Entonces debe de estar en alguna parte de las ruinas —dijo.
—Es posible —convino Sloane—. Ayer mencionó algo sobre ajustar el magnetómetro. Supongo que le hemos perdido la pista con todo este jaleo.
—¿Y los asesinos de los caballos? ¿los habéis encontrado? —preguntó Black.
Nora vaciló unos instantes. Decidió que no era necesario alarmar a todo el mundo con Beiyoodzin y sus historias de brujería.
—Sólo habíaun rastro de huellas en la cordillera y conducían al campamento de un viejo pastor indio. Saltaba a la vista que no era el asesino. Puesto que nuestro equipo fue destrozado ayer por la noche, eso probablemente significa que los asesinos todavía andan merodeando por aquí, en alguna parte.
Black se humedeció los labios y exclamó:
—¡Estupendo, ahora tendremos que montar guardia!
Nora consultó su reloj.
—Debemos encontrar a Peter. Vamos a necesitarsu ayuda para instalar alguna clase de transmisor de urgencia.
—Yo iré a mirar en los bloques de adobe donde guarda el magnetómetro. —Sloane se alejó, seguida de Black. Bonarotti se aproximó a Nora y sacó un cigarrillo. La arqueóloga abrió la boca para recordarle que no se podía fumar en las ruinas, pero decidió que no tenía fuerzas para discutir con él.
Se oyó una especie de crujido y la cabeza greñuda de Smithback apareció en lo alto de la escala.
—¿Qué pasa? —inquirió avanzando hasta el murode contención.
—Anoche alguien entró a escondidas en el valle —le informó Nora—. Nos han destrozado el equipo decomunicaciones… —Un grito procedente del interior de la ciudad interrumpió sus palabras. Tras una de las estructuras del lado opuesto de la plaza, Sloane apareció agitando el brazo.
—¡Es Peter! —Su voz retumbó por la ciudad fantasmal—. ¡Le pasa algo! ¡Está enfermo!
Nora se incorporó de un salto.
—Ve a buscar a Aragón —ordenó a Bonarotti—.Que traiga su botiquín de urgencia. —Luego echó a correr por la plaza, acompañada de Smithback.
Se agacharon para entrar en el interior de un entramado de construcciones del segundo piso que había cerca de la cripta funeraria. Cuando los ojos de Nora se acostumbraron a la penumbra, distinguió a Sloane de rodillas junto a la figura de Holroyd, que estaba tendido boca abajo. Detrás de ella Black tenía un gesto de horror en el rostro. El magnetómetro yacía en el suelo junto a Holroyd: la caja estaba abierta, con los componentes diseminados alrededor.
Nora respiró hondo y se arrodilló. Holroyd teníala boca abierta y la mandíbula rígida. La lengua, negra e hinchada, asomaba entre unos labios inflados y cubiertos por una pelusilla verdosa. Tenía los ojos abiertos desorbitadamente y un fuerte hedor a cementerio acompañaba cada uno de sus resuellos, débiles y dificultosos. Un lánguido y ligero jadeo escapó de sus pulmones.
Nora advirtió que había movimiento en la entrada y al cabo de unos instantes Aragón se agachó junto aella.
—Aguanta la linterna, por favor —le pidió con calma al tiempo que dejaba dos petates de lona en el suelo y sacaba una linterna de ellos—. Sloane, ¿podrías traer la lámpara fluorescente? Y el resto, salid afuera, porfavor.
Nora acercó la luz a Holroyd, que la miraba con ojos vidriosos. Las pupilas no eran más que dos puntos diminutos.
—Peter, Enrique ha venido a ayudarte —murmuró tomando la mano del técnico entre las suyas—. Todo va a salir bien.
Aragón puso las manos bajo la mandíbula de Holroyd, haciendo un poco de presión. Le exploró el pecho y el abdomen. A continuación extrajo de uno de los petates un estetoscopio y los instrumentos para tomar la presión arterial y empezó a comprobar sus signos vitales. Cuando el médico abrió la camisa de Holroyd para auscultarle el pecho, Nora descubrió horrorizada varias lesiones oscuras en la palidez de su piel.
—¿Qué es? —preguntó Nora.
Aragón se limitó a menear la cabeza y llamó a Black.
—Quiero que traigáis una lona, cuerdas, bastones, palos… cualquier cosa que podamos utilizar como camilla. Y decidle a Bonarotti que ponga un poco de agua a hervir.
Aragón escudriñó de nuevo el rostro de Holroyd y luego examinó la yema de sus dedos.
—Está cianótico —murmuró, hurgando en una de las bolsas para extraer una pequeña botella de oxígeno y un par de cánulas nasales—. Lo pondré en dos litros —dijo al tiempo que entregaba la botella a Nora y acoplaba las cánulas a la nariz de Holroyd.
Se oyó el ruido de unos pasos y Sloane regresó con la lámpara. De pronto la habitación quedó sumida en una luz blanquecina y verdosa. Aragón se quitó el estetoscopio de los oídos y levantó la vista.
—Tenemos que bajarlo al campamento —anunció—. Este hombre necesita ir a un hospital enseguida.
Sloane negó con la cabeza.
—El equipo de comunicaciones está completamente destrozado. Lo único que funciona es el receptor meteorológico.
—¿Podemos improvisar algo? —preguntó Nora.
—Sólo Peter podría contestar a esa pregunta —repuso Sloane.
—¿Y el teléfono móvil? —inquirió Aragón—. ¿A cuánto está la zona de cobertura más cercana?
—Arriba en Escalante —respondió Sloane—. O en la otra dirección, en el puerto deportivo de Wahweap.
—En ese caso, que Swire monte un caballo, dadle el teléfono y que se ponga en marcha. Decidle que pida un helicóptero.
Se produjo un grave silencio.
—No hay sitio para que aterrice un helicóptero —repuso Nora con voz queda—. Los cañones son muy estrechos y las corrientes de aire en la cumbre de los precipicios demasiado fuertes. Lo estudié a conciencia mientras preparaba la expedición.
Aragón miró a Peter y luego volvió a mirar a Nora.
—¿Estás totalmente segura?
—El pueblo más cercano está a tres días de camino de aquí. ¿No podemos llevarlo a caballo?
Aragón observó a Peter de nuevo e hizo un gesto de negación con la cabeza.
—Imposible. Eso lo mataría.
Smithback y Black acudieron a la entrada transportando entre ambos una rudimentaria camilla hecha de trozos de lona atados a un par de palos de madera. Con rapidez, colocaron el cuerpo rígido de Holroyd sobre la camilla y lo sujetaron con unas cuerdas. Luego lo levantaron cuidadosamente del suelo y lo sacaron a la plaza central.
Con el semblante desesperado, Aragón los siguió con el botiquín. Cuando salieron de la sombra que proyectaba el saliente y se acercaron a la escala de cuerda, Nora notó cómo le caía una gota fría en el brazo, y luego otra. Estaba empezando a llover.
De repente, Holroyd soltó una tos ahogada. Tenía los ojos muy abiertos, rojos por el pánico, mirando a todas partes con enloquecido frenesí. Los labios le temblaban, como si tratase de articular unas palabras con su paralizada mandíbula. Sus extremidades parecieron tensarse un poco más, cada vez más rígidas,, Las cuerdas que lo sujetaban crujían sin cesar.
Al instante Aragón ordenó que dejasen la camilla en el suelo. Se arrodilló junto al enfermo mientras rebuscaba en el botiquín. Él instrumental cayó al suelo y Aragón extrajo un tubo endotraqueal, unido a una bolsa negra de goma.
Las mandíbulas de Holroyd se movieron.
—Te he fallado, Nora —farfulló.
Nora tomó su mano una vez más.
—Peter, eso no es cierto. De no ser por ti, ninguno de nosotros habría encontrado Quivira. Tú eres la razón por la que estamos aquí.
Peter hacía grandes esfuerzos por hablar, pero Nora le acercó los dedos a los labios con suavidad.
—Tienes que ahorrar fuerzas —le susurró.
—Voy a tener que entubarlo —anunció Aragón, echando hacia atrás la cabeza de Holroyd con delicadeza e introduciendo el plástico transparente en los pulmones. Confió la bolsa a Nora—. Apriétala cada cinco segundos —le ordenó, acercando el oído al pecho del enfermo. Inmóvil, se quedó escuchando durante largo rato. Un nuevo temblor sacudió el cuerpo de Holroyd, que puso los ojos en blanco. Aragón se incorporó y, con violentos aspavientos, empezó a darle un masaje cardíaco.
Como en un sueño, Nora estaba sentada junto a Holroyd, llenándole los pulmones, ayudándole a respirar, mientras la lluvia arreciaba, empapándole la cara ylos brazos. No se oían más ruidos que el goteo del agua, las embestidas sordas de los puños de Aragón y el suspiro de la bolsa de aire.
De pronto todo terminó. Aragón se incorporó, con el rostro crispado y bañado en sudor y lluvia. Miró un momento hacia el cielo, con la mirada perdida, y luego hundió la cara en las manos. Holroyd había muerto.
A
l cabo de una hora, la expedición al completo se reunió en silencio en torno a la fogata del campamento. Swire se sumó a ellos, empapado por el paso a través del cañón. La lluvia había cesado, pero el cielo de la tarde estaba embadurnado con nubes de colores metálicos. El aire transportaba los aromas mezclados de ozono y humedad.
Nora miró a cada uno de los rostros, demacrados y ojerosos. Sus semblantes revelaban exactamente las mismas emociones que ella sentía: aturdimiento, estupor, incredulidad… Sus propios sentimientos se veían intensificados por una abrumadora sensación de culpa. Había sido ella quien había acudido a Holroyd. Lo había convencido de que se sumase a la expedición y, de forma un tanto inconsciente, se dio cuenta de que había manipulado los sentimientos del hombre hacia ella con el único fin de lograr su objetivo: encontrar la ciudad. Dirigió la mirada hacia la tienda cerrada en cuyo interior ahora yacía su cadáver. Oh, Peter, pensó.Por favor, perdóname…