Dejando el motor en marcha, salió del vehículo, pulsó el único botón rojo que había bajo el altavoz del interfono y esperó. Pasaron un par de minutos, y cuando se disponía a regresar al coche, el altavoz cobró vida emitiendo un crujido.
—¿Sí? —preguntó una voz—. ¿Quién es?
Con cierta sorpresa, Skip advirtió que aquella no era la voz de una gobernanta, un chófer o un mayordomo, sino que se trataba de la autoritaria voz del propietario, Ernest Goddard en persona.
Se acercó al interfono y dijo:
—Soy Skip Kelly. —No hubo respuesta—. Soy el hermano de Nora Kelly —añadió.
Se produjo un leve movimiento en la vegetación que había junto a la verja y Skip se volvió para ver una cámara hábilmente oculta que lo enfocaba. Luego ésta siguió girando para enfocar al automóvil. Skip se estremeció.
—¿Qué pasa, Skip? —preguntó la voz con tono no muy amigable.
El joven tragó saliva.
—Necesito hablar con usted, señor. Es muy importante.
—¿Y por qué ahora? Trabaja usted en el instituto,¿no es así? ¿Es que no puede esperar al lunes?
Skip no mencionó que había pasado todo el día debatiéndose entre realizar aquel viaje o no.
—No, no puede esperar —replicó—. Al menos, yo no lo creo.
Esperó, consciente de que la cámara lo observaba todo el tiempo preguntándose qué diría el anciano a continuación. Sin embargo, el interfono permaneció mudo y en su lugar se oyó el fuerte chasquido de un cerrojo al correrse, y la vieja reja empezó a abrirse.
Skip volvió al coche, metió primera y atravesó la verja. El camino de entrada serpenteaba a lo largo de un caballón. Al cabo de medio kilómetro, se hundía hacia abajo, daba un brusco revuelo y luego se alzaba de nuevo. Una vez en lo alto, Skip divisó una magnífica finca que se extendía ocupando la totalidad del terreno, con su fachada de adobe teñida de un rico carmesí vespertino bajo las montañas de Sangre de Cristo. Pese a la urgencia de aquella visita, detuvo el coche un momento para contemplar el paisaje a través del parabrisas, embobado. Luego siguió conduciendo despacio el resto del camino y aparcó el Escarabajo entre un viejo Chevy y un Mercedes Gelaendewagen.
Salió del vehículo y cerró la puerta tras él.
—Tú quédate ahí —le ordenó a
Teddy Bear.
Era una orden del todo inútil pues, a pesar de que las ventanillas estaban bajadas, el perro no habría podido pasar por aquel hueco.
La entrada a la casa estaba compuesta por una serie interminable de zaguanes del siglo XVIII, provienen de alguna hacienda de México, de eso estoy seguro, pensó Skip a medida que avanzaba. Con un libro bajo el brazo, buscó el timbre de la puerta, no lo encontró y optó por golpearla.
Casi de inmediato, la puerta se abrió y tras ella apareció un largo pasillo magníficamente decorado pero con una escasa iluminación, al fondo del cual se entreveía un jardín con una fuente de piedra. Skip tenía ante sí a Ernest Goddard en persona, vestido con un traje cuyos colores sobrios parecían hacer juego con los del pasillo. El pelo largo y blanco y la cuidada barba servían de marco para un par de ojos azules muy vivarachos pero bastante irritados. Se volvió en silencio y Skip siguió su figura enjuta por el pasillo, oyendo el taconeo de sus propios zapatos sobre el mármol.
Después de pasar por varias puertas, Goddard condujo a Skip a una enorme biblioteca de dos pisos, con sus altas hileras de libros encajonadas en estanterías de caoba. Una escalera de caracol de hierro forjado llevaba a una pasarela del segundo piso y a más libros todavía, hilera sobre hilera. Goddard cerró una pequeña puerta que había al otro lado de la habitación y le indicó a Skip una vieja silla de cuero junto a la chimenea de piedracaliza. Sentándose frente a él, Goddard cruzó las piernas, tosió un poco y le miró con aire interrogador.
Ahora que estaba allí, Skip cayó en la cuenta de que no tenía una idea exacta sobre cómo empezar. Se removió en la silla con inusitado nerviosismo y luego, acordándose del libro que llevaba bajo el brazo, se lo enseñó al anciano.
—¿Ha oído usted hablar de este libro? —le preguntó.
~¿Que si he oído hablar de él? —exclamó Goddard con cierta irritación—. ¿Y quién no? Es un clásico de los estudios antropológicos.
Sentado allí, en los silenciosos dominios de la biblioteca, lo que Skip creía haber descubierto de repente empezó a parecerle ridículo. Decidió que lo mejor sería relatarle lo ocurrido, sin más.
—Verá, hace unas semanas mi hermana fue víctima de una agresión en nuestro viejo rancho de la carretera de Buckman.
—¿Ah, sí? —repuso Goddard, inclinándose.
—Fue atacada por dos personas, dos personas que iban vestidas únicamente con pieles de lobo. Era de noche y no pudo verlos bien, pero dijo que también tenían manchas blancas en la piel y lucían joyas indias.
—Lapapieles —sentenció Goddard—, o al menos, gente disfrazada de lapapieles.
—Sí —convino Skip, sintiéndose aliviado al no percibir ningún atisbo de burla en sus palabras—. También entraron en el apartamento de Nora y le robaron el cepillo para el pelo para conseguir muestras de su cabello.
—Cabello… —repitió Goddard—. Eso parece coincidir con el patrón de un lapapieles. Necesitan muestras corporales de un enemigo para poner en práctica sus conjuros.
—Eso es justo lo que dice este libro —asintió Skip. A continuación le resumió lo ocurrido en los últimos días, explicándole que el pelo que había en el cepillo era suyo y no de su hermana, y que había estado a punto de morir al fallar misteriosamente los frenos de su coche.
Goddard lo escuchó en silencio.
—¿Qué cree usted que querían? —le preguntó cuando Skip hubo terminado.
Skip se humedeció los labios.
—Estaban buscando la carta que encontró Nora. La que escribió mi padre.
De pronto, el cuerpo de Goddard se puso en tensión, denotando la sorpresa que aquellas palabras habían producido en él.
—¿Por qué no me habló Nora de todo esto? —La voz que antes había mostrado un leve interés estaba ahora visiblemente enfurecida.
—No quería estropear los planes de la expedición. Supuso que necesitaría la carta para encontrar el valle y que si abandonaba la ciudad cuanto antes y sin armar revuelo, aquellos tipos la dejarían en paz y no podrían seguirla. —Goddard lanzó un suspiro—. Pero eso no es todo —continuó Skip—. Hace unos días nuestra vecina, Teresa González, fue asesinada en el rancho. Tal vez haya oído hablar de ello.
—Recuerdo haber leído algo en alguna parte.
—¿Leyó también que el cuerpo había sido mutilado?
Goddard negó con la cabeza.
Skip pasó la mano por la cubierta del libro y aclaró:
—Mutilado exactamente según las prácticas que aparecen descritas en este libro. Los dedos de las manos y los pies arrancados, el remolino de pelo de la nuca seccionado… Un disco de cráneo cortado un poco más abajo… Según este libro, la fuerza de la vida penetra en el cuerpo por ahí.
Los ojos azules de Goddard brillaron de excitación.
—La policía le habrá interrogado con respecto al asesinato. ¿Les ha dicho algo de todo esto?
—No —repuso Skip, vacilando—. No exactamente. Bueno, ¿cómo cree usted que reaccionarían si les contase una historia sobre hechiceros indios? —Dejó el libro a un lado—. Pero eso es lo que eran. Querían esa carta y estaban dispuestos a cualquier cosa con tal de conseguirla.
De pronto, la mirada de Goddard parecía hallarse muy lejos de allí.
—Sí —murmuró—. Ya entiendo por qué ha venido usted. Están interesados en las ruinas de Quivira.
—Desaparecieron hacia la misma fecha en que partió la expedición, puede que un par de días más tarde. En cualquier caso, no he visto ni oído ninguna señal de ellos desde entonces. Y he estado vigilando el apartamento de Nora muy de cerca. Me preocupa que puedan haberles seguido.
El rostro demacrado de Goddard se ensombreció al comentar:
—Ayer perdimos el contacto por radio.
Una punzada de miedo azuzó de repente del corazón de Skip. Aquello era precisamente lo último que quería oír.
—¿Podría tratarse de problemas técnicos con el equipo de comunicaciones?
—No lo creo. El sistema contaba con numerosos programas de refuerzo y, según su hermana, ese técnico de imagen, Holroyd, es capaz de montar un transmisor con un par de latas y una cuerda.
El anciano se levantó y se acercó a un ventanuco que había entre las estanterías para contemplar las montañas, con las manos metidas en los bolsillos. En la biblioteca reinaba un silencio sepulcral, interrumpido únicamente por el tictac regular de un viejo reloj de pie.
—Doctor Goddard —dijo Skip de improviso, incapaz de contenerse por más tiempo—, por favor… Nora es la única familia que tengo en el mundo.
Por un momento, Goddard no pareció haberle oído. Luego se volvió y Skip vio en su rostro una repentina y férrea determinación.
—Sí —musitó, acercándose a un teléfono que había sobre un escritorio—. Y la única familia que me queda a mí está con ella.
A
quella noche, una lluvia fina pero persistente fustigó las tiendas de campaña de la expedición de Quivira, pero cuando llegó la mañana, el cielo estaba limpio y despejado, de un azul nítido, y no se veía una sola nube en el horizonte. Tras una noche larga y agotadora durante la cual había montado guardia junto a Smithback, Nora agradeció con toda el alma poder salir al fresco mundo de la mañana. Los pájaros llenaban las copas de los árboles con su canto, y por las hojas no dejaban de deslizarse gotas de agua que atrapaban y rompían en mil pedazos los cegadores rayos del sol naciente.
Al salir de la tienda sus botas se hundieron en arena blanda y húmeda. Vio que el caudal del arroyo había crecido un poco, pero no demasiado: aquellas primeras lluvias habían sido lo bastante suaves para penetrar en la arena sin llegar a desbordarla y empezar a fluir por ella, pero la tierra estaba saturada. Tenían que salir del cañón antes de que comenzasen las lluvias fuertes, si no querían quedarse atrapados por la crecida del agua o…algo peor.
Echó un vistazo al montículo con el equipo que habían guardado la noche anterior, listo para su traslado fuera del desfiladero. Sólo iban a llevarse consigo lo necesario para regresar al puerto deportivo de Wahweap: alimentos, las tiendas de campaña, los instrumentos esenciales y los registros documentales. Habían escondido el resto en una cámara vacía de la ciudad que haría las veces de almacén.
Bonarotti se había levantado inusitadamente temprano, había atizado el fuego y ahora la cafetera exprés indicaba que había cumplido su cometido con un breve murmullo. El cocinero levantó la vista al ver llegar aNora, que estaba restregándose los ojos para despejarse un poco.
—¿Café? —le preguntó Bonarotti. Nora le dio las gracias con un gesto cuando el cocinero le ofreció una taza humeante—. ¿De verdad hay oro en esa kiva? —inquirió Bonarotti.
Nora se sentó en un tronco y bebió un sorbo de café. A continuación negó con la cabeza.
—No, no hay oro. Los anasazi no tenían oro.
—¿Cómo puedes estar tan segura?
Nora suspiró y respondió:
—Confía en mí. En siglo y medio de excavaciones no se ha encontrado una sola pepita.
—¿Y Black? ¿Cómo explicas entonces lo que dijo?
La mujer volvió a negar con la cabeza. Si no los saco hoy mismo de aquí no los sacaré nunca, se dijo.
—Lo único que puedo decirte es que Black se equivoca.
El cocinero volvió a llenarle la taza y luego se volvió para ocuparse del fuego, silencioso e insatisfecho. Mientras Nora se tomaba el café, el resto del campamento empezó a despertar. A medida que acudían uno a uno a la fogata, la arqueóloga no tuvo ninguna dudade que la tensión vivida la noche anterior no se había disipado, sino que, por el contrario, había ido en aumento. Black se sentó junto al fuego y se concentró en su café, con gesto hosco e indignado. Smithback sonrió a Nora cansinamente, le apretó el hombro y luego se retiró a una roca para escribir unas notas en su cuaderno. Aragón parecía distante y ensimismado. Sloane fue la última en hacer acto de presencia y cuando lo hizo, evitó la mirada de Nora. Un silencio absoluto se apoderó del campamento. Nadie parecía haber dormido esa noche.
Nora era consciente de que debía tomar la iniciativa y hacer que las cosas se desarrollasen según lo previsto, prepararlo todo para una marcha inminente sin darles tiempo de pensar. Apuró la taza de café, tragó saliva y carraspeó antes de hablar.
—Voy a explicaros cuál es el plan —dijo—. Enrique, por favor, prepara el equipo médico que vamos a necesitar. Luigi acabará de empaquetar las provisiones. Aaron, quiero que subas a lo alto del precipicio y escuches la previsión meteorológica.
—Pero si el cielo está despejado… —objetó Black, lanzando una mirada asqueada a la escalera de cuerda.
—Aquí sí está despejado —explicó Nora—, pero la estación de las lluvias ya ha empezado y todo lo que caes obre Kaiparowits va a parar a este valle, de modo que si está lloviendo allí, podría sorprendernos una riada como si estuviera lloviendo aquí mismo. Nadie atravesará el desfiladero hasta que tengamos el parte meteorológico. —Miró a Sloane, que no parecía haber escu‐chado sus palabras—. Si está despejado —prosiguió Nora—, realizaremos los últimos preparativos para marcharnos. Aaron, cuando acabes con la previsión meteorológica, quiero que selles la entrada a la Kiva del Sol. Fuiste tú quien irrumpió allí, así que déjalo todo como lo encontraste. Sloane, tú y Smithback llevaréis las bolsas impermeables que quedan hasta la cámara donde va a quedarse el resto del equipo. En cuanto Aaron nos traiga el parte, haré un primer viaje con parte del equipo a través del cañón y me aseguraré de que el camino es seguro. —Miró alrededor y preguntó—: ¿Todo el mundo tiene claro cuáles son sus tareas? Quiero a todos fuera de aquí dentro de dos horas.
Todos asintieron con la cabeza excepto Sloane, que permaneció sentada con el semblante sombrío e inexpresivo. Nora se preguntó qué ocurriría si, en el último momento, Sloane se negaba a ir con ellos. Estaba segura de que Black no la apoyaría y al final optaría por marcharse —en el fondo, era un cobarde—, peroSloane era harina de otro costal. Bueno, ya resolveremos ese problema cuando se presente, pensó Nora.
Justo cuando estaba poniéndose en pie, sus ojos captaron un destello de color: era Swire, que salía por la entrada del cañón y estaba bajando por el valle. Algo en el modo en que se movía le hizo tener un mal presentimiento. Más caballos no, por favor? imploró en silencio.