De pronto vio otra luz, muy débil, apenas discernible en la penumbra. Iba acompañada por un sonido susurrante. Su pulso se aceleró con renovada esperanza. Sloane por fin había vuelto.
La luz se hizo más intensa. Y entonces lo vio, a través del velo de su propia enfermedad: un fuego, inexplicablemente incorpóreo, moviéndose por la oscuridad de la kiva y lanzando chispas a su paso. Transportando una antorcha ardiente, asistió a una espeluznante aparición: una sola figura, mitad hombre, mitad animal.
Black sintió cómo la desesperación se apoderaba de él. No era un rescate, sino sólo otra alucinación. Empezó a gemir y a llorar, pero ni una sola lágrima se derramó de sus ojos, y su cuerpo permaneció flexionado e inmóvil.
La aparición se encaminó hacia él. El aire olía a humo de enebro, mezclado con el aroma dulzón de las campanillas y, bajo la luz temblorosa, distinguió el brillo negro de un puñal de obsidiana.
Atónito, se preguntó de dónde podía surgir una imágen semejante, un olor tan sumamente inesperado. Sin duda de algún rincón grotesco de su mente; quizá alguna horripilante ceremonia que hubiese leído en un libro cuando iba a la universidad, ya olvidada, había regresado ahora, en el extremo de su delirio, para asustarle.
La figura se acercó un poco más y Black vio su máscara de gamuza teñida de sangre y un par de ojos encendidos tras las rendijas recortadas. Parecía asombrosamente real. El hedor del puñal sobre su garganta también parecía increíblemente real. Sólo una persona que estuviese tan enferma como él podía sufrir aquella clase de alucinaciones tan…
Y entonces sintió cómo el implacable filo del puñal trazaba una dura línea a través de su garganta; escuchó el abrupto resuello de su propia agonía; sintió cómo el chorro de sangre caliente le inundaba la tráquea y descubrió, con total desconcierto, que en realidad no se trataba de una alucinación.
S
loane seguía esperando, con los músculos en tensión, atenta a cualquier ruido. La tormenta había concedido una tregua, y la lluvia había amainado hasta convertirse en una llovizna ocasional. Tapándose la esfera del reloj para ocultar el brillo, lo encendió un instante: eran casi las diez y media. El cielo se había deshilachado en parches de luz, y unas nubes hechas jirones pasaban por delante de una luna contrahecha. Pese a todo, seguía estando oscuro, lo suficiente para que una persona creyese poder entrar a hurtadillas en un campamento sin ser descubierta.
Se removió en el suelo y se frotó los codos. Una vez más, se preguntó qué les habría pasado a Swire y Bonarotti. Nadie había aparecido en la entrada de la ciudad y obviamente no estaban en el campamento. Tal vez no hubiesen llegado a salir de Quivira y puede que incluso hubiesen regresado a la kiva y estuviesen cuidando de Black. En cualquier caso, era mejor que no apareciesen por allí. Nora no podía permanecer escondida para siempre. Muy pronto volvería en busca de Smithback.
Sloane dirigió de nuevo la mirada a la tienda y su débil brillo de luz, como una pantalla de lona en el centro del oscuro paisaje. El campamento permanecía en silencio. Concentrándose en descartar cualquier ruido irrelevante, siguió esperando, lista para distinguir los pasos de Nora al acercarse desde el lejano torrente del arroyo crecido. Pasaron diez minutos, y luego quince. La luna se ocultó tras los jirones de las nubes. La lluvia volvió a hacer acto de presencia acompañada de un trueno distante. Esperar allí, con el arma en la mano, era más duro de lo que había supuesto. Sintió un acceso de rabia, en parte contra Nora, pero también contra su padre. Si hubiese confiado en ella, si la hubiese puesto al frente de la expedición, nada de aquello habría sucedido. Borró de su mente el sentimiento de miedo que se apoderó de ella al pensar en lo que iba a ocurrir… en lo que estaban obligándole a hacer.
Trató de pensar de nuevo en las infinitas maravillas que aguardaban en la ciudad secreta y se recordó que era la única salida. Aunque consiguiese rebatir de algún modo las acusaciones de Nora, su carrera estaría arruinada para siempre. Y en el fondo de su corazón, su padre sabría que…
Lo oyó al fin: el crujido de una rama, la suave y sigilosa pisada de un pie sobre la arena húmeda. Y luego otra, o al menos le pareció oír otra entre el murmullo distante del río y el leve golpeteo de la lluvia.
Alguien estaba acercándose a la tienda, alguien que medía sus pasos con un sigilo excepcional.
Sloane vaciló unos instantes, pues ignoraba que Nora fuese capaz de caminar tan sigilosamente. Sin embargo, sabía que no podía tratarse de nadie más.
Respiró hondo y abrió la boca, dispuesta a decir algo. Por un momento pensó en llamar a Nora, en darle una última oportunidad, convencerla de que se olvidase de Aragón, del parte meteorológico… de todo, pero entonces recordó la expresión de su rostro y la palabra «asesina» pronunciada entre dientes. Guardó silencio.
Con una ligera presión sobre los pulgares y el dedo corazón, levantó la boca del revólver, relajando las manos para luego detener el retroceso del arma. Tenía buena puntería y, desde aquella distancia, no había posibilidad de errar el tiro. Sería rápido, y probablementei ndoloro. En cuestión de minutos, tanto Nora como Smithback estarían en el río, avanzando inexorablemente hacia el estrecho cañón del otro extremo. Si alguien le hacía preguntas, diría que le había disparado a una serpiente.
Siguió esperando y sujetando el cañón con mano firme. Los pasos eran tan silenciosos y espaciados que no estaba segura de si avanzaban o retrocedían, hasta que al fin una sombra se interpuso entre ella y la tienda.
Sloane respiró lentamente por la nariz. La sombra era demasiado alta para tratarse de Swire, y demasiado baja para que fuese Aaron o Bonarotti. Sólo podía ser Nora. La sombra se oscureció un poco al deslizarse por el lateral de la tienda y llegar hasta la entrada.
Con cuidado, Sloane apuntó el arma, centrándose en la sombra. Había llegado el momento. Contuvo la respiración, sincronizó el disparo con el intervalo entre los latidos de su corazón y apretó el gatillo.
El arma de cañón corto dio una violenta sacudida hacia atrás en sus manos mientras el disparo retumbaba por el cañón. Se oyó un grito ahogado, el sonido de un pataleo espasmódico y unos pasos breves batiéndose en retirada. Cuando se despejaron sus ojos, la silueta había desaparecido de la tenue luz de la tienda y todo quedó en silencio.
Sloane se apartó de los chamizos y se puso de pie. Objetivo cumplido, se dijo. Advirtió que su cuerpo temblaba, pero no hizo ningún esfuerzo por evitarlo. Encendiendo la linterna y sin soltar el arma, avanzó unos pasos. Vaciló al llegar junto a la tienda, reacia a contemplar las consecuencias que había provocado su acción. Tras un hondo suspiro, dio un paso hacia adelante.
En el lugar donde debía estar el cuerpo tendido deNora, inerte y ensangrentado, no había nada.
Consternada, Sloane tuvo que hacer un gran esfuerzo para no soltar el arma. Miró a la arena que había ante sus pies, horrorizada. ¿Cómo podía haber fallado un blanco tan fácil? Prácticamente era un disparo a quemarropa. Iluminó el terreno con la linterna en busca de algo, cualquier cosa que pudiese darle una explicación, pero no encontró nada.
Y de pronto, en la arena del extremo opuesto de la tienda, el cono de luz capturó algo. Era una gota espesa de sangre y, junto a ella, una huella ensangrentada sobre la tierra húmeda.
Sloane la examinó más de cerca. La huella no pertenecía a Nora ni, según todos los indicios, a ningún otro ser humano. De hecho, parecía la huella de las garras de algún animal.
Retrocedió unos pasos y miró alrededor, sin dejar de enfocar con la linterna. Allí, atrapada en el haz de luz que la perseguía, estaba Nora, corriendo por el valle hacia ella y el campamento. Cuando la luna se asomó unos instantes a través de las nubes, Nora vio a Sloane y se paró en seco, para luego girar sobre sus talones y dirigirse hacia la escalera de cuerda que conducía a la ciudad. El disparo la había hecho salir de su escondite, pero con las peores consecuencias posibles.
Sloane levantó el arma apuntando hacia ella, pero la bajó de nuevo. Nora no se había acercado a la tienda. Así pues, ¿a qué demonios le había disparado?
Cuando iluminó de nuevo el campamento con la linterna, algo se movió en la última hilera de tiendas. Sloane se tambaleó, incapaz de creer lo que veían sus ojos.
La fría luz había descubierto una aterradora aparición. Estaba de pie, encorvada y desfigurada, mirándola en silencio: unos ojos rojos como dos puntos incandescentes a través de unos agujeros perforados en una máscara de gamuza. Unos dibujos de trazo irregular y color blanco sobre los brazos y las piernas estaban teñidos de carmesí por los regueros de sangre. La piel de la figura despedía un halo de vapor en el aire húmedo.
Instintivamente Sloane retrocedió mientras el pánico y la incredulidad se apoderaban de su ser. Le había disparado a
aquello…
Vio una enorme herida en el estómago de aquel engendro, cuya sangre oscura brillaba bajo la luz de la luna. Y pese a todo, seguía allí de pie. Más aún: por el movimiento de su pecho vio que seguía milagrosamente vivo.
Aunque la revelación se había producido en escasos segundos, a Sloane le pareció como si el tiempo se hubiese detenido. Oía cómo su propio corazón palpitaba con una cadencia frenética en sus costillas.
Y entonces, con una malevolencia aterradora y parsimoniosa, la criatura dio un paso hacia ella.
El pánico se apoderó de Sloane al instante. Dejando caer la linterna al suelo, la mujer se volvió y echó a correr. Por un momento, olvidó la kiva, la riada y todo lo demás en su deseo de escapar de aquella monstruosa visión.
Aquello
era lo que había descuartizado a los caballos y profanado el cuerpo de Holroyd… Pensó en Swire y Bonarotti, y trató de correr aún más rápido, mientras el aire de la noche entraba y salía frenéticamente de sus pulmones.
Apenas veía a Nora, que estaba llegando a lo alto del precipicio donde se ocultaba la ciudad. En su desesperada carrera, Sloane cambió de dirección para seguirla, sin dejar de mirar a la escalera, intentando con todas sus fuerzas ignorar los espeluznantes ruidos que las pieles de aquella bestia hacían mientras la perseguía a través de la oscuridad.
N
ora hizo un último esfuerzo para alcanzar la cima del precipicio, se puso de pie y se alejó corriendo. Después de saltar por encima del muro de contención, atravesó la plaza central y se adentró en la oscuridad que se extendía bajo las sombras de los bloques de adobe.
Se detuvo y se apoyó contra una pared, jadeando y respirando con dificultad. Oyó el clamor de la lluvia a lo lejos, pero no le prestó atención alguna. Una sola imagen ocupaba su mente: Sloane, de pie junto a la tienda de Smithback tras el estruendo de aquel horrible disparo. Había encontrado a Bill y lo había matado. Por un momento, el dolor y la desesperación eran tan abrumadores que Nora pensó en quedarse de pie en medio de la plaza y dejar que Sloane la matara.
Se oyó el estallido de un trueno, que retumbó una y otra vez bajo la inmensa bóveda. El solo hecho de estar en la ciudad la ponía enferma. Dirigió primero la mirada hacia el muro opuesto de la plaza y luego de nuevo hacia los bloques de adobe y los graneros. Allí, oscuras como la boca del lobo, se abrían las fauces del callejón. Se encaminó hacia la parte posterior de la plaza, con cuidado de no levantar nubes de polvo bajo sus pies. Tal vez pudiese atraer a Sloane hasta el callejón, tenderle una emboscada, arrebatarle el arma y…
Se detuvo en seco, sin dejar de jadear: Aquello era absurdo; el pánico estaba apoderándose de ella y no podía pensar de forma razonable. El callejón no sólo era una trampa potencialmente mortal, sino que además estaba lleno de polvo micótico.
Se produjo un nuevo destello de luz y se volvió; para ver a Sloane encaramarse por encima de la escalera de cuerda, con la pistola en la mano.
—¡Nora! —oyó a Sloane gritar a pleno pulmón—. ¡Nora! ¡Por el amor de Dios, espera!
Nora se volvió, alejándose de la plaza y regresando al muro posterior de la ciudad.
Un nuevo relámpago rasgó la línea del horizonte,iluminando por unos instantes la antigua ciudad en un claroscuro añil. Al cabo de unos segundos, se oyó el estruendo del trueno seguido de otro sonido, demasiado estridente en el reducido espacio: se trataba de un disparo.
Ocultándose entre las sombras y moviéndose lo más rápido posible, Nora se deslizó por la pared de piedra hacia el viejo vertedero. Tratando de no tropezar con las lonas de Black, bordeó la orilla de la ciudad, acercándose a la oscura figura de la primera torre.
El correr de unos pasos retumbó en la piedra Nora se agachó rápidamente tras la escalera de poste que había apoyada en la torre, tratando de pasar inadvertida. En la oscuridad era imposible saber de donde de procedían aquellos pasos. Necesitaba tiempo para pensar, para decidir un plan de acción. Ahora que Sloane estaba en la ciudad, tal vez hubiese una forma de llegar hasta la escalera, bajar al valle, recoger a Smitback y…
Se oyeron más pasos, esta vez más cerca, el ruido de una respiración entrecortada y entonces, asomando por la fachada principal de la torre, apareció Sloane.
Desesperada, Nora miró alrededor: el vertedero, el callejón trasero que conducía al osario, el sendero que conducía al estrecho circuito por encima del valle. Todos eran un callejón sin salida. No le quedaba ningún sitio adonde poder escapar. Se volvió lentamente hacia Sloane, preparándose para enfrentarse a lo inevitable: el estruendo del arma, el súbito impacto y el dolor.
Sin embargo, Sloane estaba agazapada al pie de la torre, de espaldas a Nora, examinando cautelosamente la parte frontal del edificio. Tenía la mano izquierda pegada al costado, como si le doliese después de la carrera, y con la derecha sostenía el arma, que no apuntaba a Nora sino a la oscuridad de la plaza.
—Nora, escucha —dijo Sloane entre jadeos—.Algo nos está persiguiendo.
—¿Algo? —repitió Nora.
—Algo
horrible.
Nora miró a la mujer. ¿Qué clase de trampa es ésta?, se preguntó.
Sloane permaneció agachada, sin dejar de apuntar hacia la plaza con el arma. Se volvió un momento para mirar a Nora y, a pesar de la oscuridad, ésta vio en sus ojos almendrados el brillo del miedo, la incredulidad y un pánico incipiente.