Cautivó a Stanley Kubrick —«la historia más escalofriante que haya leído jamás sobre una mente deformada por el crimen»—, pero será finalmente Michael Winterbottom quien haya conseguido rodar una de las más extraordinarias novelas de Jim Thompson. Dura, afilada, salpicada de frases inolvidables, en ella descubrimos al sheriff Lou Ford, un hombre de apariencia apacible que sucumbe a lo que él llama «la enfermedad»: un espíritu retorcido, criminal, psicópata. En primera persona, como a Thompson le gustaba, Ford se dirige directamente al lector, casi buscando su comprensión: «¿Ha pensado alguna vez que hay muchas formas de morir, pero sólo una de estar muerto?». Thompson sabe introducirse en la mente de criminales pasados de vueltas para dejarse llevar por un realismo crítico y un profundo escepticismo. La máscara de normalidad que envuelve a Ford se va deteriorando, hasta que su dolor, su angustia y su miedo desembocan en una violencia desconcertante y un final asombroso.
Jim Thompson
El asesino dentro de mí
ePUB v1.1
JackTorrance14.03.12
Título original:
The killer inside me
1952, Jim Thompson
Traducción: 1975, Galvarino Plaza
Prólogo de Juan Sasturain
Nacido el 27 de septiembre de 1906 en Anadarko, Oklahoma, hace algo más de un siglo, James Myers Thompson fue siempre Jim. Para usar el «James» ya estaba su padre, corrupto sheriff del condado entonces, borrado en México en los años siguientes, petrolero tramposo en Texas después, figura ambigua y poderosa que, cuando murió en un asilo y comiéndose el relleno del colchón
(sic)
hacia 1941, dejó al hijo que empezaba su primera novela en deuda, culposo y absolutamente referido.
Todo no deja de ser un verdadero picnic psicoanalítico para los críticos que no se han privado de rastrear huellas autobiográficas en una obra —tres decenas de novelas concisas, violentas e inconfundibles— que es sólo y nada menos que la modulación obsesiva de unos pocos temas en unos cuantos escenarios: los lugares y oficios múltiples que conoció, poblados de asesinos cerebrales, alcohólicos y desgraciados marginales sin salida. Un mundo opresivo de personajes determinados por el contexto social y/o la fatalidad de una índole perversa. Nadie podrá olvidar al Lou Ford de
El asesino dentro de mí
, ni al Nick Corey de
1280 almas
, los pavorosos y reflexivos narradores de sus novelas más emblemáticas, psicópatas confesos con el asesino dentro de sí…
Sin embargo, el testimonio de su familia —cuando murió en 1977 dejó mujer y tres hijos— y de quienes lo conocieron de cerca ha coincidido siempre en mostrar a un Thompson amoroso y solidario que sacaba de sí mismo, a la hora de ficcionar, oscuridades sin fondo. Acaso para mostrar la vigencia del postulado tácito en cada una de sus tramas: «Nunca nada es lo que parece». Maltratado por el tabaco y el alcohol precoces, hombre sensible a las inquietudes sociales de su tiempo e incluso adherente fugaz del ordenador en los treinta, el autor de las autobiográficas
Chico malo
y
En bruto
estuvo habituado a ver, desde siempre, la cara de la desgracia. Juan Carlos Onetti, buen lector de policíacas, debe haberlo tenido entre sus favoritos del género.
Una particularidad de la narrativa de Jim Thompson es el soporte que eligió para publicarla. Tras sus tres primeros intentos durante los cuarenta con la tradicional edición de tapa dura dentro y fuera del género criminal, a partir de 1952 y en algo menos de cuatro años, produce por encargo para la editorial Lion una serie impresionante de trece novelas en formato de bolsillo —publicaciones de 25 centavos—, que constituyen el corazón de su obra. Nadie en ese momento, excepto Robert Bloch y algún otro crítico, vio lo que estaba pasando ahí: Hammett ya fuera de juego, Chandler agotado tras
El largo adiós
, algo nuevo y salvaje que no era el fascismo de Spillane irrumpía desde la selva del kiosko.
Las ráfagas de bonanza que significaron para Thompson que el joven Stanley Kubrik primero lo eligiera —se confesó su admirador— para que metiera mano en el guión de la inicial policíaca
Atraco perfecto
(1956) y luego del memorable alegato antibélico de
Senderos de gloria
, con Kirk Douglas, al año siguiente, no alcanzaron para que su carrera despegara. Tenía cincuenta años, viviría veinte más, y mientras escribía ocasionalmente y sin demasiado entusiasmo para la televisión, el cine volvería a reclamarlo con adaptaciones —tardías— de su propia obra. Famosamente, Peckinpah hizo
La huida
con Steve McQueen y Ali McGraw en 1972, y Burt Kennedy —con menos ruido—
El asesino dentro de mi
en 1975. Pero él ya casi no estaba. Tampoco estaba, hacía rato ya, cuando Stephen Frears hizo una obra maestra con
Los timadores
. Le hubiera gustado el papel que hizo Angelica Huston, seguro.
Para leer a Thompson en castellano —para descubrirlo, bah— hubo que esperar más que con otros de su talla. Desde mediados de los setenta empezaron a difundirlo editoriales como Grijalbo y José Batlló. Después, el Club del Misterio de Bruguera. Ya avanzados los ochenta se lo tradujo masivamente, aunque no siempre con prolijidad: Cosecha Roja, de Ediciones B; Etiqueta Negra, de Júcar, y un par de colecciones más monopolizaron los títulos de Thompson. Y es durante esos años —la década inmediata a su oscura muerte en 1977— que se produce, también en Estados Unidos, su redescubrimiento. Él mismo lo había previsto así cuando, antes de morir, no había un solo título suyo en las librerías de su país.
En realidad, la fama de Jim Thompson, como ocurrió con la de David Goodis —con quien tiene muchos puntos en común—, fue un «invento francés». No es casual que el mítico Marcel Duhamel, director de la Série Noire de Gallimard, le tradujera su primera novela dentro del género,
Sólo un asesinato
—una prolija y bien escrita variación sobre el tema de
El cartero siempre llama dos veces
—, ya en 1950, un año después de su publicación original, y que después eligiera
1280 almas
—insólitamente reducida en francés a
1275 âmes
…—, una de las mejores y más emblemáticas de sus novelas, para celebrar el número 1000 de la colección, en 1964. Claro que para entonces lo mejor de Thompson ya estaba escrito.
También de Francia llegaron los tributos mayores y más respetuosos a la hora de ponerlo en la pantalla. En 1978 Alain Corneau hizo
Serie Negra
, su versión de
Una mujer endemoniada
, y el excelente Bertrand Tavernier ambientó en África las sordideces de
1280 almas
en
Coup de torchon
. En los últimos veinte años —me entero por Javier Coma, que de esto sabe demasiado— no han dejado de llevarlo a la pantalla en su país, sobre todo a la chica.
Dice Max Allan Collins —uno que se hizo cargo de los argumentos de
Dick Tracy
a la muerte de Chester Gould y que sabe y suele escribir con autoridad sobre autores de novela policial norteamericana— que acaso Jim Thompson sea a James Cain lo que Chandler fue a Hammett. Si éstos, entres otras cosas, trabajaron sobre la figura del detective, le dieron humanidad, espesor y psicología, Thompson —como Cain— partió del otro lado del relato, de la fatalidad que lleva al crimen. No hay detective ni investigación, y la autoridad suele ser, precisamente, el asesino. Y ahí, paradójicamente, se cruza —en negativo— la sombra de David Goodis. El autor de
Senda tenebrosa
,
El anochecer
o
Viernes negro
contó sus maravillosas historias sombrías «desde la víctima». Y su paranoia tiene mucho en común, es el complemento exacto de los sádicos psicópatas de Thompson. Ambos, en esos coloridos libritos baratos que saturaban los kioskos yanquis hace algos más de medio siglo, contaron como nadie la pesadilla en que devino ese sueño americano postergado sin término.
De todos esos textos feroces, acaso sea
El asesino dentro de mí
, publicado en 1952, su testimonio más elocuente.
JUAN SASTURAIN
Había terminado el pastel y estaba tomando la segunda taza de café, cuando le vi. Pocos minutos antes había llegado el mercancías de medianoche; el sujeto estaba fisgando por una esquina de la ventana del restaurante, la más cercana a la estación, con una mano a guisa de visera y entornando los ojos para que la luz no le cegase. Se dio cuenta de que le observaba y desapareció en la oscuridad. Pero yo sabía que continuaba allí al acecho. Los vagabundos siempre me toman por un tipo fácil de despistar.
Encendí un puro y me levanté. La camarera, una chica nueva de Dallas, me miró mientras me abrochaba el abrigo.
—¡Vaya! Pero si ni siquiera lleva revólver —dijo como si me diese una gran noticia.
—No —sonreí—. Ni revólver, ni porra, ni nada que se le parezca. ¿Para qué?
—Pero usted es un poli… Bueno, el
sheriff
adjunto. ¿Y si algún maleante dispara contra usted?
—Aquí, en Central City, no hay muchos maleantes, señorita —expliqué—. Y además también son personas, aunque no actúen bien del todo. Si uno no les hace nada, ellos tampoco. Se avienen a razones.
Negó con la cabeza, mirándome con ojos temerosos, y me fui hacia la caja. El propietario no quiso aceptar mi dinero, y me lo devolvió junto con un par de cigarros. Volvió a darme las gracias por haberme ocupado de su hijo.
—El chico ya no es el mismo de antes, Lou —dijo, enlazando una palabra con otra, como suelen hacer los extranjeros—. No sale por las noches, le va muy bien en la escuela. Y siempre habla de usted, dice que Lou Ford es una gran persona.
—Yo no hice nada —respondí—. Sólo hablé con él. Me interesé poco. Cualquier otro podría haber hecho lo mismo.
—No. Sólo usted —afirmó—. Con su bondad mejora a los demás.
Lo dijo como despedida, pero yo quería seguir. Apoyé el codo en el mostrador, crucé un pie por detrás del otro y di una larga chupada al cigarro. Me caía bien el hombre —a decir verdad, me caía bien casi todo el mundo—, demasiado bien como para dejarle escapar. Educado, inteligente: un individuo como los que a mi me gustan.
—Bueno, le diré una cosa —anuncié con parsimonia—. Tal como yo lo veo, un hombre no le saca a la vida más que lo que pone en ella.
—¡Mmmm! —asintió con impaciencia—. Creo que tiene usted razón, Lou.
—El otro día pensaba en ello, Max. Y de repente se me ocurrió una idea brillante. Como caída del cielo. El hombre está en germen en el niño. Así, sin más. El niño es un hombre en potencia.
A mi interlocutor se le heló la sonrisa. Oí como crujían sus zapatos al remover los pies con impaciencia. Si hay algo peor que un pelmazo, es un pelmazo sentencioso. Pero ¿cómo librarse de un tipo educado y cordial que está dispuesto a darte hasta la camisa si se la pides?
—Creo que yo tendría que haber sido profesor, o algo parecido —afirmé—. Hasta cuando duermo intento resolver problemas. Como el de la ola de calor que tuvimos hace varias semanas. Mucha gente cree que lo que provoca el bochorno es el calor. Pero no es cierto, Max, no es cierto. La culpa la tiene la humedad. ¿A que no lo sabía usted?
Carraspeó para luego insinuar que le necesitaban en la cocina. Fingí no oírle.