Amy Stanton llamó poco después de las ocho, y le pedí que viniese aquella noche. La mejor forma de ganar tiempo, me dije, era no intentar ganarlo; no hacer nada que la contrariase. Si yo dejaba de mostrarme reticente, ella dejaba de importunar. A fin de cuentas tampoco podríamos casarnos de la noche a la mañana. Había muchas cosas que considerar, que discutir… ¡Y por Dios que las discutiríamos! ¡Hasta el tamaño del neceser que llevaríamos en nuestra luna de miel! Antes de que consiguiera tenerlo todo a punto, yo podría irme de Central City.
Después de hablar con ella, me metí en el laboratorio de papá, encendí el quemador Bunsen y puse a hervir una inyección intravenosa y otra hipodérmica normal. Luego, revolví los estantes hasta dar con una caja de hormonas masculinas ACTH, otra de complejo vitamínico B y agua esterilizada. Las medicinas que guardaba mi padre iban quedando inservibles por viejas, naturalmente, pero las casas farmacéuticas seguían mandando muestras. Lo que yo utilizaba eran esas muestras.
Me puse una intravenosa de ACTH, complejo B y agua, en el brazo derecho. (Mi padre tenía la teoría de que las inyecciones nunca debían ponerse al lado del corazón). Luego me inyecté las hormonas en el muslo… y ya estaba preparado para la noche. Esta vez, Amy no quedaría defraudada. No tendría preguntas que plantearse. Tanto si mis insuficiencias tenían una causa psicosomática o física, como si habían sido provocadas por la tensión o por abuso de Joyce, aquella noche todo iría bien. Mi pequeña Amy quedaría tranquila para una semana.
Me fui a dormir. Me desperté a mediodía, cuando las sirenas de la refinería empezaron a sonar; me adormilé de nuevo y no me desperté hasta las dos. Algunas veces, o mejor dicho, la mayor parte del tiempo, puedo dormir ocho o diez horas seguidas sin tener la sensación de haber descansado. Y no es exactamente que esté cansado, sino que no tengo ganas de levantarme. Quiero quedarme como estoy, sin hacer nada ni ver a nadie.
Hoy, sin embargo, era distinto, justo lo contrario. Tenía prisa por lavarme, por salir, por hacer algo.
Me afeité y me duché durante un buen rato bajo el agua fría, porque la inyección hacía sentir claramente sus efectos. Me puse una camisa beige limpia, una corbata negra de lazo nueva, y saqué del armario un traje azul recién planchado.
Me preparé algo de comer y llamé a casa del
sheriff
Maples.
Se puso su mujer. Me explicó que Bob no se encontraba bien y el médico recomendaba que guardase cama uno o dos días. En aquel momento dormía, y ella no quería despertarle. Pero si se trataba de algo importante…
—Sólo quería saber como está —aseguré. Pensaba ir a verle un momento.
—Eres muy amable, Lou. Se lo diré cuando se despierte. Podrías venir mañana, quizá, si no se ha levantado todavía.
—Estupendo.
Intenté leer un poco, pero me resultaba imposible concentrarme. No sabía que hacer con mi día libre. No podía irme a jugar al billar o a los bolos. No estaba bien visto que un poli frecuentase las salas de billar y las boleras. Ni tampoco que se metiese en los bares. Ni que fuera al cine durante el día.
Podía dar una vuelta en el coche. Solo. Y se acabó.
Poco a poco mi euforia comenzó a esfumarse.
Cogí el coche y me fui al juzgado.
Hank Butterby, el encargado de la oficina, leía el periódico con las botas sobre la mesa, mascando tabaco. Me preguntó si no tenía calor y por qué demonios no me había quedado en casa teniendo el día libre. Le respondí que bueno, ya sabes lo que pasa, Hank.
—Esto está muy bien —exclamó señalando el periódico—. Te ponen por las nubes. Ahora mismo pensaba recortarlo para guardártelo.
El maldito hijo de perra siempre hacía lo mismo. No recortaba sólo las notas sobre mí, sino todo. Comics, parte meteorológicos, poemas ridículos y consejos médicos. Lo que encontrase. No sabía leer el periódico sin un par de tijeras.
—Te diré lo que has de hacer —expliqué—. Te firmaré ahí un autógrafo, y lo guardas. Puede tener valor algún día.
—Bueno —me miró fugazmente y apartó en seguida la vista…— no quisiera causarte molestias, Lou.
—Ninguna molestia. Dame eso y verás —garabateé mi nombre al margen y se lo devolví—. Que esto no salga de aquí. Si tengo que firmarles autógrafos a los demás muchachos, perderá valor.
Miró el papel asustado, como si el periódico le fuese a morder.
—¡Oh!, ¿de veras crees que…?
—Te diré lo que has de hacer —le susurré apoyando los codos en la mesa—. Vas a una de las refinerías y dices que te pasen por el vapor un cilindro de acero. Entonces… Oye, ¿conoces a alguien que te pueda prestar una lámpara de soldar?
—Sí —murmuró a su vez—. Creo que podré agenciarme una.
—Bueno, cortas el cilindro en dos, mejor dicho lo cortas dos veces, y tendrás una especie de caja. Luego metes ese recorte con el autógrafo dentro. ¡Es el único que existe, Hank! Y ya puedes soldar las dos partes. Dentro de sesenta o setenta años, puedes llevarlo a algún museo y te pagarán una fortuna.
—¡Caray! —exclamó—. ¿Y no vas a guardar otro cilindro como ése, Lou? ¿Quieres que te consiga uno?
—Oh, no vale la pena —contesté—. No pienso vivir tanto.
Me detuve un momento en el pasillo ante la puerta abierta del despacho de Howard Hendricks; y éste al verme me hizo señas de que entrara.
—Hola, Lou. Pase y siéntese un momento.
Saludé con la cabeza a la secretaria y arrimé una silla a la mesa de Hendricks.
—Acabo de hablar con la mujer de Bob —anuncié—. Parece que no se encuentra muy bien.
—Eso tengo entendido —respondió encendiéndome el cigarro con una cerilla—. Bueno, no importa demasiado. Quiero decir que no podemos hacer nada más en el caso e Conway. Como no sea esperar; estar prevenidos por si a Conway se le ocurre alguna otra historia. Supongo que no tardará mucho en resignarse a esta situación.
—Es una lástima que la chica haya muerto.
—Oh, lo sé, Lou —se encogió de hombros—. No creo que pudiera decirnos nada que no supiéramos ya. Entre nosotros, sentí un gran alivio, francamente, al conocer su muerte. Conway no se habría dado por satisfecho hasta llevarla a la silla eléctrica cargando con todas las culpas. No me hubiera gustado tomar parte en eso.
—Comprendo. No habría sido nada agradable.
—Pero no hubiera tenido más remedio si ella sobrevive, Lou. Quiero decir que la hubiera acusado sin contemplaciones.
Estaba haciendo esfuerzos por ser amable, después de nuestro altercado de la víspera. Yo era su viejo compañero de fatigas, y me confiaba sus sentimientos más íntimos.
—Howard, me pregunto…
—¿Qué, Lou?
—Bueno, será mejor que no lo diga. Quizá tenga usted otro punto de vista.
—En absoluto. Siempre he pensado que había una gran afinidad entre usted y yo. ¿Qué quería decirme?
Apartó un momento la mirada y le temblaron levemente los labios. Me di cuenta que la secretaria le había hecho una seña.
—Bueno, ahí va —declaré—. Siempre he creído que aquí formamos todos una familia unida y feliz. Los que trabajamos para el condado…
—Ajá, una familia unida y feliz, ¿eh? —Sus ojos se desviaron otra vez—. Siga, Lou.
—Somos hermanos de sangre…
—S-sí.
—Estamos todos en el mismo barco y hemos de arrimar el hombro y remar juntos.
Tuve la impresión de que el cuello del fiscal se inflaba repentinamente, sacó un pañuelo del bolsillo, dio media vuelta en la butaca hasta quedar de espaldas a mí y se puso a toser, ahogándose y escupiendo. Oí que su secretaria se levantaba y salía precipitadamente. Martilleó el pasillo con sus tacones, cada vez más deprisa, casi corriendo, en dirección al lavabo de señoras.
Confié en que se mease encima.
Confié en que el trozo de metralla que se encontraba bajo las costillas de su jefe le hubiese perforado un pulmón. Aquél trozo de metralla les había costado una fortuna a los contribuyentes. Howard había conseguido que se le eligiese de oficio hablando de aquel trozo de metralla. No habló de limpiar el condado ni de conseguir justicia para todos. Habló sólo del trozo de metralla. Se irguió por fin, volviéndose hacia mí, y le recomendé que se cuidara ese resfriado.
—Le diré lo que hago yo siempre —continué—. Se hierve una cebolla, y en el agua del caldo se exprime un limón grande. O un limón mediano y otro pequeño si…
—¡Lou! —cortó secamente Hendricks.
—¿Si?
—Le agradezco mucho sus sentimientos… su interés… pero le pido que vaya al grano: ¿Qué quería decirme?
—Oh, no era nada…
—¡Por favor, Lou!
—Bueno, mire, yo me preguntaba…
Y se lo conté. Lo mismo que se había preguntado Rothman. Lo conté a mi manera, muy despacio y con palabras torpes.
Con eso ya tenía el fiscal algo de qué preocuparse. Ya no se trataba de simples huellas de neumáticos. Y lo mejor de la historia era que no podría hacer nada como no fuera morderme las uñas.
—¡Dios mío! —musitó—. Está clarísimo, ¿no? Si lo teníamos delante de las narices. Es una de las cosas que de tan simples y elementales pasan inadvertidas. Se mire como se mire, él tuvo que matarla cuando ya estaba muerto. ¡Cuando ya no podía hacerlo!
—O al revés —puntualicé.
Se secó la frente, excitado pero no muy contento. Atrapar al pobre inocente de Lou con una historia de huellas de neumáticos era una cosa. Estaba dentro de sus posibilidades. Pero esto le desbordaba.
—¿Sabe lo que esto significa, Lou?
—Bueno, no tiene que significar necesariamente lo que usted cree —apunté, ofreciéndole una salida con el repertorio de muertes misteriosas que ya le había recitado a Rothman—. Probablemente, fue así como ocurrió. Una de esas malditas coincidencias que nadie puede explicar.
—Claro —asintió—. Por supuesto. Tiene que ser así. Usted… ¿usted ha hablado de eso con alguien?
Lo negué.
—Se me acaba de ocurrir hace un rato. Naturalmente, si Conway sigue furioso cuando vuelva…
—No creo que sea conveniente, Lou. Realmente en su lugar yo no se lo diría.
—¿Quiere decir que antes tendría que decírselo a Bob? Claro que pensaba hacerlo. No voy a traicionar la confianza de Bob.
—No, Lou —repuso—. No es eso lo que quiero decir. Bob no está bien, Conway ya le dejó muy humillado. Será mejor que no le demos más preocupaciones. Sobre todo por algo que, como usted ha dicho, no puede tener consecuencias.
Insistí.
—Bueno, pero si no tiene consecuencias, no veo por qué…
—Que quede de momento entre nosotros, Lou. Esperemos a ver qué ocurre. Después de todo, ¿qué otra cosa podemos hacer? ¿Qué pruebas tenemos?
—No gran cosa —admití—. De hecho, nada en absoluto.
—¡Exactamente! Yo mismo no lo habría dicho mejor.
—Le diré lo que podríamos hacer —seguí—. No sería muy complicado localizar a todos los hombres que la visitaban. Probablemente no serán más de treinta o cuarenta, porque esa chica era cara. Bob y nosotros, los chicos de la oficina del
sheriff
, podríamos traérselos, y usted…
Tendrían que haberle visto sudar. Detener a treinta o cuarenta ciudadanos conocidos no nos daría ni frío ni calor a nosotros, los de la oficina del
sheriff
. El fiscal es el que tendría que estudiar las pruebas y testimonios e instruir el sumario. Cuando hubiese acabado, el
acabado
sería él. No le volverían a elegir aunque echase trozos de metralla por los ojos.
Bueno, yo tenía tan pocas ganas como él de que mi propuesta se llevase adelante. El caso estaba cerrado. Conway constituía un culpable perfecto, y lo mejor era dejar las cosas como estaban. En estas condiciones, y viendo que ya era tarde me dejé convencer por el fiscal. Le dije que yo no entendía mucho de esas cosas y que le agradecía el haberme abierto los ojos. Y así acabó todo. O casi.
Le di mi receta contra los resfriados antes de irme.
Subí al coche silbando. En conjunto, había sido una tarde estupenda y pensé que sería muy divertido contar lo ocurrido en alguna ocasión.
A los diez minutos estaba en Derrick Road, dando un rodeo hacia la ciudad.
No sé por qué. Bueno, sí lo sé. Ella era la única persona a quien podría contárselo, que me habría comprendido. Pero ella ya no estaba. Sabía que nunca estaría allí, ni allí ni en ninguna otra parte. Se había ido, y yo lo sabía. O sea que… no sé por qué.
Continué hacia la ciudad, hacia el viejo caserón de dos pisos y el establo donde correteaban las ratas.
—Lo siento, querida —le dije en voz alta—. Nunca sabrás lo mucho que lo siento. Pero lo comprendes, ¿no? Unos meses más y nada podría detenerme. Habría perdido completamente el control y…
Una mariposa se estrelló contra el parabrisas y salió despedida. Volvió a silbar.
Había sido una tarde estupenda, sin duda.
Andaba escaso de provisiones, y paré en el supermercado a comprar unas cuantas cosas, incluyendo un bistec para la cena. Al llegar a casa me preparé un auténtico banquete, que devoré rápidamente. El complejo vitamínico estaba surtiendo efecto. Y los demás medicamentos también. Empecé a esperar a Amy con impaciencia. Empecé a desearla desesperadamente.
Lavé los platos y los puse a secar. Fregué el suelo de la cocina entreteniéndome en esta operación cuanto pude. Colgué la bayeta en la galería trasera, y volví a mirar el reloj. Parecía que las manecillas se hubieran detenido. Pasarían al menos dos horas antes de que Amy se atreviese a venir.
No me quedaba más por hacer, de modo que me serví una taza de café y la llevé al despacho de papá. Encendí un puro y empecé a revolver los libros.
Papá siempre decía que le costaba mucho discernir lo que había de ficción en lo que se denominaban hechos, para perder el tiempo leyendo novelas. Decía siempre que la ciencia ya era de por sí bastante confusa sin necesidad de enturbiarla con la religión. Pero también afirmaba que la misma ciencia podía ser una religión en sí misma, y que hasta la mente más amplia corría el peligro de volverse mezquina. Por eso había en sus anaqueles una buena cantidad de novelas y más literatura bíblica de la que probablemente podrían asimilar muchos pastores.
Yo había leído algunas de esas novelas. Del resto había prescindido sin más. Fui a la iglesia y a la escuela dominical, como estaba mandado, pero ahí acabó todo. Porque los chicos son como son; y por más obvio que resulte, muchos pensadores aún no se han dado cuenta. Si un niño te oye soltar tacos constantemente, también él los soltará. Y si le dices que está mal, no lo entenderá. El es leal, y si tú lo haces, tiene que estar bien hecho.