Frunció el ceño.
—Parece todo tan… ¡oh, tan complicado!… A veces pienso si no podríamos haber conseguido dinero sin meter a Elmer de por medio.
—Bueno… —miré el reloj.
Las nueve y media. No podía entretenerme más. Me senté a su lado, apoyando los pies en el suelo; como por casualidad, me puse los guantes.
—Mira, querida, te lo voy a explicar —anuncié—. Es algo complicado pero no hay más remedio. Probablemente has oído lo que se decía de Mike Dean, mi hermano adoptivo… Bueno, Mike no era el culpable. Pagó por mí. Y si tu quisieras armar un escándalo en el pueblo, sería mucho peor de lo que imaginas. La gente empezaría a atar cabos, y antes de que todo acabe…
—Pero, Lou, si no voy a decir nada. Tú vendrás a buscarme y…
—Es mejor que me dejes terminar —interrumpí—. ¿Te conté que Mike se había caído de aquel edificio en construcción? Pues no se cayó; lo asesinaron. El viejo Conway lo arregló todo y…
—Lou —no comprendía nada—. ¡No permitiré que le hagas ningún daño a Elmer! No debes hacerlo, cariño. ¡Te cogerían y te llevarían a la cárcel! Y… ¡oh, cariño —rió—, ni se te ocurra!
—¡No me cogerán! —exclamé—. Ni siquiera sospecharán de mí. Pensarán que Elmer estaba medio borracho, como de costumbre, que os peleasteis y os matasteis el uno al otro.
Seguía sin entenderlo. Se reía, aunque un poco inquieta.
—Pero, Lou… eso es una tontería. ¿Cómo voy a estar yo muerta si…?
—Muy fácil —dije, y le di una bofetada.
Pero aún seguía sin entenderlo.
Se frotó con lentitud la mejilla.
—No hagas eso, Lou, ahora no. Tengo que salir de viaje y…
—No vas a ninguna parte, preciosa.
Y le volví a pegar.
Al fin lo entendió.
Se puso de pie de un salto, y yo también. La hice girar como una peonza y le di un rápido uno-dos, salió disparada hacia atrás, hasta chocar contra la pared, tambaleándose. Consiguió mantenerse en pie, dando manotazos, farfullando no se qué, para casi caer ante mí. Entonces volví a golpearla.
La estampé contra la pared, pegándole una y otra vez, y era como machacar una calabaza. Dura al principio, para luego ablandarse de repente. Se derrumbó, con las rodillas dobladas, y la cabeza colgando. Luego, lentamente, centímetro a centímetro, logró enderezarse otra vez.
No veía nada: no sé cómo lo consiguió. No sé cómo podía sostenerse ni seguir respirando. Pero alzó la cabeza, tambaleante, levantó los brazos y los extendió hacia mí. Se me acercó, vacilante, al tiempo que un coche entraba en el garaje.
—Ah… ah-diós… bes-s… am-am…
Tomé impulso y le lancé un gancho al mentón. Se oyó un crack seco, y todo su cuerpo fue proyectado hacia arriba, para caer otra vez hecha un guiñapo. Y ya no se movió.
Limpié los guantes en su cuerpo; la sangre era suya y le correspondía por derecho. Saqué el revólver del armario, apagué la luz y cerré la puerta.
Elmer subía los peldaños de la entrada. Fui a la puerta y abrí.
—¡Hola, Lou! Amigo, viejo amigo —saludó—. ¿Puntual, eh? Así es Elmer Conway, siempre puntual.
—Medio borracho —gruñí—. Así es Elmer Conway. ¿Traes el dinero?
Dio unos golpecitos en la cartera marrón que llevaba bajo el brazo.
—¿Y qué crees que es esto? ¿Dónde está Joyce?
—Dentro de su habitación. ¿Por qué no entras? Apuesto a que si quieres meterte en su cama, no va a decirte que no.
—¡Caramba! —farfulló como un tonto—. Caramba, no digas eso. Ya sabes que vamos a casarnos.
—Como prefieras —me encogí de hombros—. Pero apuesto lo que sea a que te la encuentras tendida cuan larga es aguardándote.
Tenía ganas de soltar una carcajada. Tenía ganas de gritar. Tenía ganas de lanzarme sobre él y hacerle pedazos
.
—Bueno, tal vez…
De repente se volvió y se metió por el pasillo. Me arrimé a la pared aguardando a que encendiese la luz de la habitación.
Le oí canturrear.
—¡Hola Joyce! Querida niña, querida niña, que… ri…
Oí un golpe sordo y un estertor ahogado; luego un aullido.
—Joyce… Joyce… ¡Lou!
Entré sin prisas. Estaba de rodillas con las manos llenas de sangre, y tenía una gran mancha en el mentón: debía haberse frotado la cara con la mano. Me miró boquiabierto.
Me eché a reír sin poder contenerme —tenía que reírme o hacer algo peor—, mientras Elmer cerraba los ojos con todas sus fuerzas y se ponía a chillar. Reí sin parar, casi doblado en dos, dándome palmadas en las rodillas. Me retorcía, desternillándome, y soltando pedos como un asno. Hasta que agoté cuanta risa podía haber en mí y en todos. Agoté toda la risa que había en el mundo.
Elmer se puso en pie, ensuciándose la cara con sus manos gordas y fofas, sin dejar de mirarme estúpidamente.
—¿Quién ha sido, Lou?
—Es un suicidio —respondí—. Un caso clarísimo de suicidio.
—Pero no tiene sentido…
—¡Es lo único que tiene sentido! Fue como te digo, ¿me oyes? Un suicidio, ¿me oyes? ¡Suicidio, suicidio, suicidio! Yo no la maté. No digas que yo la maté. SE MATÓ ELLA MISMA.
Fue entonces cuando disparé, dentro de aquella estúpida boca abierta. Vacié todo el cargador.
Me agaché para doblar el dedo de Joyce en torno al gatillo, y dejé caer el arma junto a ella. Salí de la casa, y atravesé de nuevo el campo, sin mirar atrás ni una sola vez.
Recuperé la tabla y la llevé hasta el coche. Si alguien lo había visto, aquella tabla era mi coartada. Había tenido que buscar una tabla para apuntalar el gato.
Puse el gato encima de la tabla y cambié el neumático. Metí las herramientas en el coche, arranqué y di marcha atrás hacia Derrick Road. Normalmente, no daría marcha atrás de noche por una carretera con los faros apagados, del mismo modo que no saldría a la calle sin pantalones. Pero las circunstancias no eran normales. Simplemente no se me ocurrió encenderlos.
Si el Cadillac de Chester Conway hubiese llevado más velocidad, no estaría yo escribiendo esto.
Se apeó del coche soltando juramentos, y al reconocerme, arreciaron sus maldiciones.
—¡Maldita sea, Lou! ¿Qué demonios hace? ¿Quiere suicidarse, maldita sea? ¿Eh? ¿Qué demonios anda haciendo por aquí?
—Tuve que meterme ahí para cambiar una rueda —expliqué—. Lamento que…
—Está bien, vámonos. No puedo estarme toda la noche aquí charlando. Vamos allá.
—¿Ya? —protesté—. Si todavía es temprano.
—¡Un cuerno es temprano! Las once y cuarto, y ese condenado Elmer todavía no ha vuelto a casa. Me prometió que volvería inmediatamente, y todavía lo espero. Estará probablemente metiéndose en otro lío.
—Quizá sea mejor darle un poco más de tiempo —insistí.
Tenía que esperar un poco, no podía volver a aquella casa inmediatamente.
—¿Por qué no se va a casa, señor Conway, y yo…?
—Voy ahí ahora mismo —se apartó de mi coche—. ¡Y usted venga detrás de mí!
Oí la puerta del Cadillac. Arrancó gritándome otra vez que le siguiese. Le grité que de acuerdo, y salió como una exhalación.
Encendí un cigarrillo. Puse el motor en marcha y se caló. Hice otra tentativa y se volvió a calar. Por fin, arrancó sin calarse, y tuve que moverme.
Seguí el camino hasta la casa de Joyce, y aparqué al final. En la entrada no había espacio, estaban los coches de Elmer y de su padre. Paré el motor y me apeé. Subí los peldaños, crucé el porche.
Hallé la puerta abierta. Conway estaba en la salita hablando por teléfono. Parecía como si le hubiesen alisado la cara con una navaja, despojándola de bolsas y mofletes.
No parecía muy excitado. Ni siquiera triste. Su actitud era fría, sencillamente, y eso en cierto sentido era peor.
—Claro, es una desgracia —decía—. No es preciso que me lo repita. Ya sé que es una desgracia. Está muerto y eso no tiene remedio; lo que me interesa es ella… ¡Pues haga lo que le digo! No podemos dejar que se muera, ¿entiende? No puede morir así. Quiero ver como se fríe en la silla eléctrica.
Eran casi las tres de la madrugada cuando terminé de hablar —de responder preguntas, sobre todo— con el
sheriff
Maples y con Howard Hendricks, el fiscal del condado, y mi estado no era excelente. Se me revolvía el estómago y me sentía mal, o, mejor dicho triste y furioso. Las cosas no tendrían que haber salido así. Era una situación completamente estúpida. Y también injusta.
Yo había hecho todo lo posible por librarme de un par de ciudadanos indeseables, sin complicaciones. Y ahora uno de ellos seguía viviendo; y la muerte del otro iba a provocar especulaciones.
Al salir del juzgado fui al bar del Griego a tomar un café que no me apetecía. Su hijo hacía media jornada en una gasolinera, y el hombre no estaba convencido de que el trabajo le conviniese. Le prometí que me pasaría por allí a ver como iba el chico.
No quería volver a casa para contestar a todas las preguntas de Amy. Confiaba en que, si tardaba lo suficiente, se cansaría y se iría.
Johnnie Pappas, el hijo del Griego, trabajaba con Slim Murphy. Al llegar me lo encontré delante del garaje, manipulando el motor de su viejo bólido. Bajé del coche y se me acercó despacio, como receloso, limpiándose las manos con un trapo grasiento.
—Acabo de enterarme de tu nuevo trabajo, Johnnie —le saludé—. Te felicito.
—Ya —era alto y de buena presencia; no se parecía en nada al Griego—. ¿Es mi padre quien le envía?
—Me han dicho que trabajabas aquí y vine —contesté—. ¿Tiene eso algo de malo?
—No… como es tan tarde.
—Tú también trabajas hasta tarde —me reí—. ¿Qué tal si me llenas el depósito y miras el aceite?
Puso manos a la obra y al rato habían disminuido sus recelos.
—Siento no haber estado muy cordial, Lou. Mi padre me ha estado fastidiando… no entiende que un chico de mi edad necesite un poco de dinero propio. Creí que le habían enviado para espiarme.
—Me parece que ya me conoces, Johnnie.
—Claro que sí —sonrió abiertamente—. Mucha gente me ha estado fastidiando, pero usted es el único que intentó ayudarme. El único amigo de verdad que tengo en esta ciudad. ¿Por qué lo hace, Lou? ¿Qué saca con ayudar a alguien a quien nadie aprecia?
—Oh, no lo sé —y no lo sabía, como tampoco sabía por qué estaba allí perdiendo el tiempo con todo lo que tenía yo en la cabeza—. Quizás porque yo también era un chico no hace mucho. Los padres son gente pintoresca. Cuanto mejores son, más insoportables se vuelven.
—Es verdad. Bueno…
—¿Cuántas horas trabajas, Johnnie?
—Sólo desde medianoche hasta las siete, los sábados y domingos. Justo para los gastos. Mi padre cree que estaré demasiado cansado para ir a la escuela el lunes, pero no es verdad, Lou, y lo voy a demostrar.
—Claro que sí —comenté—. Pero hay un detalle, Johnnie. Slim Murphy no tiene muy buena fama. Nunca pudimos probar que estuviese metido en esos robos de neumáticos y accesorios, pero…
—Ya lo sé —pegó un puntapié a la grava del suelo, incómodo. No voy a hacer tonterías, Lou.
—Magnífico —aprobé—. Es una promesa… y sé que siempre cumples lo que prometes.
Le pagué con un billete de veinte dólares. Le cogí el cambio y me fui a casa. Me preguntaba qué tendría yo en la cabeza. Al volante, de vez en cuando, me daba una palmada en la frente. Porque no había hecho una comedia. Me preocupaba de veras por el chico. Me preocupaban sus problemas.
La casa estaba a oscuras cuando llegué, pero eso no significaba que Amy no estuviese. De modo que no quise hacerme ilusiones. Supuse que el hecho de no presentarme habría sido un incentivo más para quedarse a esperarme, justo en el momento en que tenía menos ganas de verla. Y mis presunciones resultaron ciertas.
Estaba en mi dormitorio, metida en la cama. Y vi dos ceniceros llenos de los cigarrillos que se había fumado. ¡Estaba hecha una furia! En mi vida había visto a una mujer tan furiosa.
Me senté en el borde de la cama, me quité las botas y estuve veinte minutos sin decir palabra. No tuve la menor oportunidad. Al fin empezó a calmarse un poco y traté de excusarme.
—Lo lamento, cariño, pero me fue imposible. He tenido una noche terrible.
—¡Apuesto a que sí!
—¿Quieres que te lo cuente, o no? Si no quieres, dilo.
—¡Oh, adelante! Te he oído tantas excusas y mentiras que unas cuantas más no importan.
Le conté lo que había ocurrido. Mejor dicho, lo que en apariencia había ocurrido, y apenas pudo contenerse hasta que termin… Así que hube pronunciado la última palabra, se desató otra vez.
—¿Cómo puedes ser tan estúpido, Lou? ¿Cómo pudiste hacer eso? Liarte con una prostituta asquerosa y con ese cretino de Elmer Conway… Ahora se armará el gran escándalo, y probablemente perderás tu trabajo, y…
—¿Por qué? —interrumpí—. Yo no he hecho nada.
—¡Quiero que me expliques por qué lo hiciste!
—Fue como un favor, ¿entiendes? Chester Conway quería que yo hiciera lo posible para sacar a su hijo de éste lío, así que…
—¿Por qué ha recurrido a ti? ¿Por qué tienes que hacer siempre favores a los demás? ¡Nunca me hiciste un favor a mí!
Estuve un momento silencioso. Pero pensaba: «eso es lo que tú te imaginas, preciosa. Te estoy haciendo ya un favor no partiéndote la cara».
—Contéstame, Lou Ford.
—Está bien —admití—. No debí haberlo hecho.
—¡Lo que no debiste haber permitido es que esa mujer se quedara en el condado!
—No —incliné la cabeza—. No debí haberlo permitido.
—¿Entonces?
—No soy perfecto —exclamé—. Me equivoco a menudo. ¿Cuántas veces tengo que repetírtelo?
—¡Bien! Lo único que voy a decirte…
Lo único que iba a decirme podía durar toda la vida; y yo no estaba de humor para escucharla. Me incliné y le metí la mano entre las piernas.
—¡Lou! ¡No hagas eso!
—¿Y por qué? —pregunté.
—¡No hagas eso! —se estremeció—. ¡No lo hagas o…! ¡Oh, Lou!
Me tumbé sobre ella sin quitarme siquiera la ropa. Tenía que hacerlo porque era la única forma de cerrarle el pico a Amy.
Me estiré y ella me estrechó con fuerza. Cuando Amy estaba así era perfecto; no se podía pedir más de una mujer. Pero yo dejaba mucho que desear. Joyce Lakeland tenía la culpa.
—Lou… —Amy se detuvo un momento—. ¿Qué te pasa, querido?
—Todo este lío —gemí—. Me ha dejado para el arrastre.
—¡Pobrecito mío! Olvídate de todo menos de mí, y yo te acariciaré y te diré algo al oído, ¿mmmm? Te voy a…