El asesino dentro de mí (3 page)

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Authors: Jim Thompson

Tags: #Novela Negra

BOOK: El asesino dentro de mí
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—Bueno, ¿qué, amigo? —me dijo—. ¿Qué me dices? Lo he pasado muy mal, y por Dios que si no puedo comer algo enseguida…

—¿Quieres algo caliente, verdad? —le pregunté.

—Sí, lo que puedas darme. Yo…

Me saqué el cigarro de la boca con una mano y fingí que buscaba algo en el bolsillo con la otra. De improviso, le tomé de la muñeca y le hundí la punta del cigarro en la palma de la mano.

—¡Maldita sea! —gritó, apartándose con brusquedad—. ¿Qué diablos haces?

Solté una carcajada, mientras le enseñaba mi insignia.

—¿Tú que crees? —dije.

—Claro, amigo, claro —murmuró, apartándose más.

No parecía especialmente indignado ni atemorizado, sino sobre todo sorprendido.

—Será mejor que te andes con cuidado, amigo. Es un buen consejo, ándate con ojo.

Dio media vuelta y se fue en dirección a la vía del tren.

Yo le observé estremeciéndome, me sentía mal. Al fin, subí al coche y me fui a ver a Joe Rothman.

3

La Central Sindical de Central City estaba en una calle pequeña, a dos manzanas de la plaza del palacio de justicia. No era gran cosa, una vieja edificación de ladrillo de un solo piso, con la planta alquilada a una sala de billares, y con las oficinas sindicales y la sala de asambleas en el primer piso. Subí y me metí en un pasillo sombrío, al final del cual una puerta daba a varios de los despachos más elegantes y espaciosos del inmueble. En el cristal se leía:

CENTRAL CITY, TEXAS

Consejo Sindical de la Construcción

Joseph Rothman, Presidente

Rothman abrió la puerta antes de que yo tocase el timbre.

—Vámonos ahí atrás —dijo estrechándome la mano—. Siento haberle hecho venir a estas horas, pero siendo usted de la policía, y todo eso, me pareció lo mejor.

—Sí —asentí.

En realidad hubiera preferido no verle. Aquí, la ley es claramente partidista. Y, además, sabía de antemano de qué iba a hablarme.

Era un hombre de unos cuarenta años, bajo y achaparrado, con incisivos ojos negros y cabeza desmesuradamente grande en proporción al cuerpo que la sustentaba. Fumaba un puro, pero al sentarse tras el escritorio lo dejó y se puso a liar un cigarrillo. Lo encendió y apagó la cerilla con una bocanada de humo, rehuyendo mi mirada.

—Lou —empezó el dirigente sindical, vacilante—, tengo que decirle algo, absolutamente confidencial, ¿comprende?, pero antes querría que me explicase algunas cosas. Probablemente se trata de un tema doloroso para usted, pero… bueno, ¿en qué concepto tenía usted a Mike Dean?

—¿En qué concepto? No sé a qué se refiere usted, Joe —contesté.

—Era su hermano adoptivo, ¿verdad? Su padre lo adoptó, ¿no?

—Sí. Como ya sabe, mi padre era médico…

—Un gran médico, tengo entendido. Perdone, Lou. Siga.

Con que ésas teníamos. Un sinvergüenza por los cuatro costados. Estábamos sondeándonos mutuamente, contándonos cosas que cada uno sabíamos de sobra. Rothman tenía algo importante que explicarme, y al parecer había elegido la forma de decirlo más complicada… y más cautelosa. Bueno, no me importaba; le seguiría la corriente.

—Los Dean y él eran grandes amigos. Cuando murieron en aquella terrible epidemia de gripe, mi padre adoptó a Mike. Mi madre había muerto ya, siendo yo muy pequeño. Mi padre pensó que Mike y yo estaríamos mejor juntos, y que el ama podría hacerse cargo perfectamente de los dos niños en lugar de uno.

—Ajá. ¿Y le afectó esto, Lou? Quiero decir que usted era hijo único, el heredero, y de repente su padre le mete un hermano en casa. ¿No le incomodó?

Me eché a reír.

—¡Caray, Joe! Entonces yo tenía cuatro años, y Mike seis. A esa edad, no se preocupa uno mucho por el dinero, y además mi padre jamás tuvo un centavo. Era demasiado bondadoso como para abusar de sus pacientes.

—O sea, que apreciaba usted a Mike —no parecía muy convencido.

—Apreciar es poco —le respondí—. Mike era la persona más buena y más noble del mundo. No habría podido querer más a un hermano de verdad.

—¿Incluso después de lo que hizo?

—Y eso —silabeé—, ¿qué tiene que ver?

Rothman arqueó las cejas.

—Yo también apreciaba a Mike, Lou. Pero los hechos son los hechos. Toda la ciudad sabe que de haber tenido Mike unos años más habría ido a parar a la silla eléctrica y no al reformatorio.

—Nadie sabe nada. Nunca hubo pruebas.

—La niña le identificó.

—¡Una niña que no tenía ni tres años! Hubiera identificado a cualquiera.

—Y Mike confesó. Y se descubrieron algunos otros casos.

—Mike estaba asustado. No sabía lo que decía.

Rothman sacudió la cabeza.

—Dejémoslo, Lou. No es eso lo que me interesa exactamente, sino sus sentimientos hacia Mike… ¿No se sintió incómodo al volver él a Central City? ¿No habría preferido que él se quedara en cualquier otra parte?

—No —aseguré—. Mi padre y yo sabíamos que Mike era inocente. Quiero decir —vacilé— que, conociendo a Mike, estábamos convencidos de que no podía ser culpable. [
Porque el culpable era yo. Mike había cargado con mi culpa
.] Yo quería que Mike volviese. Y papá también. [
Quería que estuviese aquí para cuidar de mí
.] ¡Por todos los santos, Joe! Mi padre se pasó meses revolviendo cielo y tierra hasta que le consiguió a Mike ese puesto de inspector municipal de la construcción. No fue nada fácil conseguirlo, dada la reputación de Mike, a pesar de lo popular e influyente que era mi padre.

—Todo parece lógico —asintió Rothman—. Y así lo considero yo. Pero tenía que cerciorarme. ¿No se sintió digamos aliviado al morir Mike?

—Fue un golpe definitivo para mi padre. Nunca se recuperó. En cuanto a mí, bueno, todo lo que puedo decir es que habría preferido morir en el lugar de Mike.

Rothman sonrió.

—Muy bien, Lou. Ahora me toca a mí… Mike se mató hace seis años. Caminaba por una viga del octavo piso de New Texas Apartments, una obra a cargo de Conway Construction, cuando al parecer pisó un remache suelto. Se echó hacia atrás, intentando caer en el interior del inmueble, sobre el suelo. Pero los pavimentos no habían sido cubiertos debidamente. No había más que algunos tablones mal repartidos. Y Mike cayó directamente al sótano.

Asentí.

Ya —dije—. ¿Y bien, Joe?

—¿Cómo y bien? —Rothman me echó una mirada fulminante—. Me lo pregunta cuando precisamente…

—Como presidente de los sindicatos de la construcción, sabe muy bien que los operarios montadores dependen de usted, Joe. Su obligación, la de usted, es que se cubra debidamente cada piso conforme se levanta un edificio.

—¡Está hablando como un abogado! —Rothman dio una palmada en la mesa—. Los montadores tienen poca influencia aquí. Conway no quería cubrir los pisos, y nosotros no podíamos obligarle.

—Podían parar la obra.

—¡Ah, bien! —se encogió de hombros—. Me pareció entenderle mal. Creí que lo que quería decir…

—Me ha entendido muy bien —espeté—. Y es mejor que no nos andemos con rodeos; Conway hacía chapuzas para ganar más dinero. Y ustedes se lo consentían también para ganar más dinero. Yo no digo que hayan cometido ustedes un delito, ni que Conway también lo haya hecho. Las cosas son como son.

—Bueno —Rothman dudaba—, está tomando usted una actitud muy curiosa, Lou. Parece que se toma la cosa de forma muy impersonal. Pero ya que lo considera así, tal vez será mejor que yo…

—No —repuse—. Déjeme hablar a mí, y no le parecerá curiosa mi actitud. Cuando Mike cayó, estaba un soldador con él, haciendo horas extras. Trabajaba solo. Pero para soldar se necesitan dos hombres: uno que sujete el metal y otro que maneje la pistola. Me dirá usted que ese tipo no tenía nada que hacer allá arriba, pero creo que se equivoca. No tenía que estar soldando remaches forzosamente. Podía estar recogiendo herramientas, o cualquier otra cosa.

—Pero si no sabe toda la historia, Lou. Ese hombre…

—Sí que la sé. Era un eventual, trabajaba a destajo. Llegó a la ciudad sin un níquel. Y tres días más tarde se fue conduciendo un Chevrolet nuevo pagado al contado. Eso huele mal, pero realmente no prueba nada. Tal vez había conseguido la pasta jugando a los dados.

—Pero no lo sabe todo, Lou. Conway…

—Veamos si no lo sé todo —seguí—. En su empresa Conway era a la vez dueño y contratista. Y no había previsto espacio suficiente para las calderas de la calefacción. Para ponerlas, tenía que introducir unas alteraciones que Mike jamás consentiría, y Conway lo sabía sobradamente. O eso, o perder varios cientos de miles de dólares…

—Continúe, Lou.

—Conway eligió. Le fastidiaba mucho, pero se decidió y lo hizo.

—Rothman lanzó una corta carcajada.

—Con que sí, ¿eh? Mire, yo mismo he trabajado como soldador y… y…

—Bueno —le dirigí una mirada de curiosidad—. Lo hizo, ¿no? Prescindiendo de lo que le ocurrió a Mike, sus sindicatos no hubiesen cerrado los ojos ante una situación peligrosa como ésa. Es usted el responsable. Le pueden procesar. Pueden juzgarle por complicidad criminal. Usted…

—Lou. —Rothman carraspeó levemente—. Tiene toda la razón, absolutamente toda la razón, Lou. Nosotros no podíamos comprometernos en eso a ningún precio, como es natural.

—Claro —sonreí estúpidamente—. Sólo que usted no ha reflexionado lo suficiente sobre la cuestión, Joe. Entonces estaban en excelentes relaciones con Conway, pero ahora se le ha metido en la cabeza no hacer caso de las condiciones sindicales, y, naturalmente, están ustedes indignados. Ya supongo que de sospechar usted que se había producido realmente un asesinato, no habría aguardado seis años para hablar.

—Naturalmente que no, en absoluto —empezó a liar otro cigarrillo—. ¡Humm! ¿Cómo ha descubierto todas esas cosas, Lou, si no le importa contármelo?

—Bueno, ya sabe lo que pasa. Mike era de la familia, y me he ido enterando de muchos detalles. Y todo lo que se cuenta por ahí, yo lo escucho, como es natural.

—Mmm. No sabía yo que se hubiese hablado tanto. Vamos, no creí ni que se hablase siquiera. ¿Nunca pensó en presentar una demanda?

—¿Por qué? —respondí—. Sólo se trataba de murmuraciones. Conway es un gran hombre de negocios… el contratista más importante del oeste de Texas. No iba a estar complicado en un asesinato, ni ustedes hubieran silenciado una cosa así.

Rothman volvió a echarme una mirada sombría, luego fijó intensamente la vista en la mesa.

—Lou —murmuró—, ¿sabe usted cuántos días al año trabaja un especialista en estructuras metálicas? ¿Sabe cuál es su promedio de vida? ¿Ha visto a alguno de los viejos operarios que hacen ese trabajo? ¿Ha pensado alguna vez que hay muchas formas de morir, pero sólo una de estar muerto?

—Bueno, no. Creo que no —admití—. No sé a dónde quiere ir a parar, Joe.

—Déjelo. No tiene nada que ver, en realidad.

—Supongo que esos chicos no se lo pasan muy bien —continué—. Pero yo tengo mi teoría, Joe. No hay ninguna ley que les obligue a hacer un trabajo determinado. Si no les gusta, pueden hacer otra cosa.

—Ya —replicó—. Es cierto, ¿no? Resulta curioso comprobar cómo se ven los problemas desde fuera… Si no les gusta, que hagan otra cosa. Está bien, muy bien.

—¡Oh!, déjelo —le dije—. No tiene importancia.

—No estoy de acuerdo. Resulta muy revelador. Me sorprende usted, Lou. Llevo años viéndole por la ciudad, y, francamente, nunca me pareció que fuese usted una lumbrera… ¿Se le ocurre alguna solución para nuestros problemas más graves, la situación de los negros, por ejemplo?

—Bueno, eso es muy sencillo —afirmé—. Yo les embarcaría a todos para África.

—Ajá. Ya veo —murmuró, poniéndose en pie y tendiéndome la mano—. Lamento haberle molestado para nada, Lou, pero me ha gustado de veras charlar con usted. Espero que nos volvamos a ver alguna otra vez.

—Me encantaría —reconocí.

—Mientras tanto, por supuesto, no nos hemos visto. ¿Comprendido?

—Oh, claro.

Hablamos uno o dos minutos más y luego me acompañó hasta la puerta del pasillo. La contempló preocupado y me miró.

—Oiga —exclamó—. ¿No dejé cerrada esta maldita puerta?

—Eso me pareció —dije.

—Bueno, espero que no haya pasado nada —suspiró—. ¿Me permite que le dé un consejo por su propio bien, Lou?

—Hombre, naturalmente, Joe. Lo que usted quiera.

—Échele esa mierda a otros cerdos.

Inclinó la cabeza sonriéndome; y durante el minuto siguiente se habría podido oír el vuelo de una mosca. Pero yo no iba a decirle nada más. Nunca lo confesaría. De modo que terminé devolviéndole la sonrisa.

—Ignoro el motivo de esto, Lou… no sé absolutamente nada, ¿entiende? Nada de nada. Pero vaya con cuidado. Me gusta su número, pero ojo con pasarse.

—Usted se lo ha buscado, Joe —repliqué.

—Y ahora ya sabe el porqué. Y no soy un lince, porque de lo contrario no sería un pobre sindicalista.

—Ya —dije—. Entiendo lo que quiere decir.

Nos dimos la mano de nuevo y me guiñó el ojo mientras meneaba la cabeza. Y yo me sumergí en la oscuridad del pasillo para llegar a la penumbra de la escalera.

4

Después de la muerte de mi padre pensé en vender nuestra casa. Me hicieron varias ofertas interesantes, porque se hallaba junto a la zona comercial, pero algo me impedía venderla. Los impuestos eran muy elevados y la casa resultaba diez veces más grande de lo que yo necesitaba, pero no me decidía a venderla. Algo me aconsejaba conservarla y esperar.

Tomé la senda que conducía a nuestro garaje. Entré en el coche y apagué los faros. El garaje había sido un establo, y no había cambiado mucho; me quedé sentado al volante aspirando el olor rancio de avena, heno y paja, soñando con los viejos tiempos. Mike y yo teníamos nuestros ponis en los dos pesebres delanteros, y el rincón del fondo era nuestra guarida de forajidos. Colgábamos columpios y trapecios de las vigas, y el abrevadero de los caballos era nuestra piscina. Y arriba, en el sobrado, donde ahora correteaban las ratas, Mike me había sorprendido con la peq…

De repente, una rata soltó un chillido agudo.

Salí del coche, me precipité a la puerta corredera del establo, y salí al patio. Me pregunté si me había quedado en aquella casa para castigarme a mí mismo.

Me metí por la puerta trasera y atravesé la casa encendiendo todas las luces de la planta baja. Volví a la cocina, hice café y llevé la cafetera al viejo despacho de papá. Sentado en su gran sillón de cuero, bebiendo y fumando, me fui relajando poco a poco.

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