Siempre me había tranquilizado entrar allí, desde que sólo levantaba dos palmos del suelo. Era como pasar de la oscuridad a la luz del sol, de la tormenta a la calma. Era como si me hubiese perdido y me encontraran.
Me levanté y recorrí los estantes de la biblioteca, hileras interminables de literatura psiquiátrica, enormes volúmenes de psicopatología. Krafft Ebing, Jung, Freud, Bleurer, Adolf Meyer, Kretschmer, Kraepelin… Todas las respuestas estaban allí, al alcance de quien quisiera leerlas. Sin que nadie sintiese sorpresa o miedo. Salí de aquel escondrijo —donde siempre tenía que esconderme— y empecé a jadear.
Saqué un tomo encuadernado de una edición alemana y leí un rato. Lo volví a dejar en su sitio y cogí otro en francés. Ojeé un artículo en español y otro en italiano. Yo no hablaba ninguno de esos malditos idiomas, pero los entendía. Lo había conseguido con la ayuda de mi padre, del mismo modo que aprendí un poco de matemáticas superiores, de física y química y media docena de cosas más.
Mi padre hubiera querido que yo fuese médico, pero le horrorizaba mandarme lejos para estudiar, así que me enseñó todo lo que pudo en casa. Se enfurecía, sabiendo todo lo que yo había aprendido, al verme hablando y comportándome como cualquiera de los paletos de Central City. Pero, con el tiempo, al comprobar cómo había arraigado en mí
la enfermedad
, me alentaba incluso a imitarles. Ese era mi futuro: vivir y simpatizar con paletos. Nunca conseguiría otra cosa que no fuera un empleo modesto y estable, y debía adaptarme. De conseguirme papá otra cosa para ganarme la vida, yo no hubiera sido ni siquiera
sheriff
adjunto.
Me entretuve fisgando por el despacho, resolví un par de problemas de matemáticas por divertirme. Me aparté del escritorio para mirarme en el espejo colgado de la puerta del laboratorio.
Tenía puesto aún el Stetson, algo echado hacia atrás. Llevaba una camisa rosada, corbata de lazo, y los pantalones del traje azul de sarga quedaban sujetos por la caña de las botas Justin. Enjuto y flexible con una boca indolente. Un vulgar guardián de la paz en un pueblo del Oeste, ése era yo. De aspecto tal vez algo más afable que el término medio. Con un poco más de personalidad, tal vez. Pero en conjunto, francamente vulgar.
Era así y no podía cambiar. Y de precisar un cambio de apariencia dudo que lo hubiera conseguido. Había fingido tanto tiempo, que ahora aquello era como mi segunda naturaleza.
—Lou…
Me volví sobresaltado.
—¡Amy! —tartamudeé—. ¿Qué día…? No tendrías que estar aquí. ¿Dónde…?
—Arriba, esperándote. Vamos, no te enfades, Lou. Vine cuando mis padres estaban ya durmiendo, y ya les conoces.
—Pero alguien podría…
—No me ha visto nadie. Vine por el callejón. ¿No estás contento?
No, no lo estaba, aunque supongo que tendría que alegrarme. Amy no tenía el chasis de Joyce, pero era mucho mejor que lo que podría encontrarse en Central City. Salvo en los momentos en que sacaba la barbilla y entornaba los ojos como desafiándote, era guapa a conciencia.
—Pues claro —contesté—. Muy contento. Volvamos arriba, ¿eh?
La seguí hasta mi dormitorio. Se quitó los zapatos de un puntapié, puso el abrigo sobre una silla junto a sus restantes prendas, y se dejó caer de espaldas sobre la cama.
—¡Oh! —gimió al cabo de un instante. Y empezó a sacar la barbilla—. ¡Vaya un entusiasmo!
—Sí —reconocí, dándome una palmada en la frente—. Lo siento, Amy, estaba pensando en otra cosa…
—¡Pensando en otra cosa! —su voz temblaba—. Me desnudo para él, me olvido por él de la decencia y de mi ropa, y él se queda ahí pensando en «otra» cosa…
—¡Oh, por favor, cariño! Es que no te esperaba y…
—¡Claro! ¿Cómo ibas a esperarme? De la forma en que me esquivas y me das mil excusas para no verme. Si a mí me quedase un poco de amor propio, yo… yo…
Hundió el rostro en la almohada y se puso a sollozar, obsequiándome con una vista panorámica inmejorable del segundo trasero del oeste de Texas. Yo estaba convencido de que fingía. Con Joyce había aprendido a descubrir ciertos trucos de las mujeres. Pero no me atrevía a propinarle los azotes que se merecía. En vez de eso me desnudé yo también y me tendí junto a ella, dándole la vuelta para que me mirase.
—Bueno, ya está bien, encanto —gruñí—. Sabes perfectamente que he estado trabajando como un negro.
—Pues no lo sé, ¿entiendes? Tú no quieres estar conmigo, eso es lo único que sé.
—Vaya, eso es una estupidez, cariño. ¿Por qué no iba a querer estar contigo?
—Porque… ¡Oh, Lou, querido! Me he sentido tan desgraciada…
—Bueno, es absurdo que te tomes las cosas así, Amy —insistí.
Siguió lamentándose, repitiendo lo desgraciada que se había sentido, y yo seguí abrazado a ella, escuchando —con Amy hay que saber escuchar— y preguntándome cómo había empezado todo aquello.
Si he de ser franco, creo que ni siquiera llegó a empezar. Simplemente nos encontramos juntos como se encuentran dos ladrillos en una pared. Nuestras familias vivían en la misma manzana, y nosotros habíamos crecido juntos. Íbamos juntos a la escuela y volvimos de ella, nos ponían siempre juntos. No tuvimos que dar ningún paso, todo nos lo dieron hecho.
Supongo que medio Central City, incluyendo a sus padres, estaba enterado de que nos divertíamos un poco. Pero nadie decía nada, ni siquiera prestaba atención. Al fin y al cabo, íbamos a casarnos… aunque no nos diéramos mucha prisa.
—¡Lou! —me dio un codazo. ¡No me escuchas!
—¿Cómo? ¡Por supuesto que te escucho, cariño!
—Pues entonces contéstame.
—Ahora no —le dije—. Tengo otras cosas en qué pensar.
—Pero… ¡Oh! Querido…
Me imaginaba que no había dejado de parlotear como una cotorra, algo usual en ella, y que ya ni se acordaba de la pregunta que yo debía contestarle. Pero ni fue así. Porque inmediatamente, mientras le alargaba sus cigarrillos, y me quedaba uno para mí, me asestó otra de sus furiosas miradas.
—¿Qué me contestas, Lou?
—Pues no sé qué contestar —declaré, y era exacto.
—¿Quieres casarte conmigo o no?
—Cas… ¡pues claro! —respondí.
—Creo que ya hemos esperado bastante, Lou. Yo puedo seguir dando clases. No tendremos los problemas económicos de muchas parejas jóvenes.
—Pero… pero eso no es gran cosa, Amy. ¡Nunca llegaríamos muy lejos!
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, pues que yo no quiero seguir siendo
sheriff
adjunto toda la vida. Quiero… en fin… ser alguien.
—¿Por ejemplo, qué?
—No sé… No ganamos nada hablando de esto.
—¿Médico, quizá? Sería estupendo. ¿Es eso lo que te preocupa, Lou?
—Ya sé que es una locura, Amy, pero…
Soltó una carcajada, y su cabeza se revolcaba sobre la almohada.
—¡Oh, Lou! Esto es demasiado. Tienes veintinueve años y ni siquiera sabes hablar como es debido y… y ¡Ja, ja, ja!
Rió hasta ahogarse, mientras el cigarrillo me quemaba los dedos y no me di cuenta hasta que olí a carne quemada.
—Perdóname, querido, no quiero herir tus sentimientos, pero… ¿era una broma? ¿Estabas burlándote de tu pequeña Amy?
—Ya me conoces —exclamé—. Lou, el chico bromista.
El tono de mi voz la hizo apaciguarse. Se apartó un poco, se tumbó de espaldas y se puso a pellizcar nerviosamente la colcha. Me levanté, cogí el cigarro, y volví a sentarme en la cama.
—No quieres casarte conmigo. ¿Es eso, Lou?
—No creo que nos convenga casarnos ahora.
—No quieres que nos casemos, ya lo veo.
—Yo no he dicho eso.
Guardó silencio unos minutos, pero su cara hablaba por ella. Observé sus ojos casi cerrados, la tiesa sonrisa de sus labios, y supe lo que estaba pensando. Sabía lo que iba a decirme, casi palabra por palabra.
—Me temo que tendrás que casarte conmigo. Te verás obligado a hacerlo, ¿comprendes?
—No —afirmé—. Nada puede obligarme. No estás embarazada, Amy. Tú nunca te has acostado con otros y no soy yo quien te ha dejado embarazada.
—O sea, que miento, ¿no es eso?
—Por lo menos lo parece —dije—. Yo no podría dejarte embarazada aunque quisiese. Soy estéril.
—¿Tú?
—Estéril no quiere decir impotente. Me hicieron una vasectomía.
—Entonces, ¿por qué nos hemos andado siempre con tanto…? ¿Por qué llevas…?
Me encogí de hombros.
—Para ahorrarme explicaciones. En cualquier caso, y volviendo a lo que importa, no estás embarazada.
—No entiendo nada —murmuró, frunciendo el ceño, como si no le importara que hubiese descubierto su mentira—. ¿Te lo hizo tu padre? ¿Y por qué, Lou?
—Oh, yo estaba muy deprimido y nervioso y pensó que tal vez…
—¡Vamos, eso no es verdad! ¡Tú nunca has estado así!
—Bueno —admití—, mi padre lo creyó.
—¡Lo creyó! ¡Hizo una cosa tan horrible, como impedirte tener hijos, sólo porque creyó algo! Pero eso es terrible. Me pone mala sólo pensarlo… ¿Cuándo fue eso, Lou?
—¿Y qué importa? —murmuré—. Ni me acuerdo. Fue hace mucho.
Debí haber cerrado la boca y callar acerca de su falso embarazo. Ahora no podía volverme atrás con mi historia. Se daría cuenta de que estaba mintiendo y se volvería más recelosa que nunca.
Sonriendo, deslicé los dedos por la tenue ondulación de su vientre. Le estrujé el seno y alargué la mano hasta su cuello.
—¿Qué importa eso ahora? —susurré—. ¿Por qué frunces esa bonita cara?
No dijo nada. Ni me devolvió la sonrisa. Yacía inmóvil como una estatua vigilante, recorriéndome lentamente con la mirada, y me pareció que se apaciguaba en un sentido pero se ponía tensa en otro. Trataba de hallar la respuesta como fuera, y no lo conseguía del todo. Porque yo estaba en medio. La imagen que ella conocía del amable, cariñoso e indolente Lou Ford se lo impedía.
—Creo que será mejor que vuelva a casa —suspiró.
—Tal vez sea mejor —concedí—. Pronto amanecerá.
—¿Nos veremos mañana? Hoy, quiero decir.
—Bueno, el sábado es un día complicado para mí —expliqué—. Creo que podríamos ir juntos a la iglesia el domingo, o cenar juntos, pero…
—Pero estás ocupado el domingo por la noche.
—De veras, cariño. Le prometí a un amigo que le haría un favor y no veo la forma de salir del compromiso.
—Comprendo. Nunca se te ocurre pensar en mí cuando haces planes, ¿no es eso? ¡No, si está claro! Yo no cuento para nada.
—El domingo no estaré ocupado hasta muy tarde —aseguré—, todo lo demás, hasta las once, o así. ¿Por qué no vienes y me esperas como hoy? No sabes como me gustará verte.
Le brillaron los ojos, pero no hizo ningún comentario, aunque le hubiese gustado, y me empujó para poder levantarse. Se puso en pie y empezó a vestirse.
—De veras que lo siento, cariño —aseguré.
—¿De veras?
Se pasó el vestido por la cabeza, se lo ajustó cuidadosamente en las caderas y se abrochó el cuello. Se puso los zapatos apoyándose primero sobre un pie y luego sobre el otro. Me levanté para sostenerle el abrigo y le alisé los hombros después que se hubo metido las mangas.
Se volvió entre mis brazos y me miró de frente.
—Está bien, Lou. Por esta noche no se hable más —dijo, en tono cortante—. Pero el domingo tendremos una larga conversación. Me vas a explicar tu conducta de estos últimos meses. Y sin mentiras ni evasivas, ¿comprendes?
—Sí, señora. Señorita Stanton. Por supuesto, señora —prometí.
—Muy bien —asintió—. Estamos de acuerdo. Ahora será mejor que te pongas algo encima o te vuelvas a la cama antes de que te pilles un resfriado.
Aquel día, sábado, fue bastante movido. La ciudad estaba llena de tíos que se gastaban la paga, como cada quincena, y los borrachos causaban problemas. Todos los adjuntos, los dos agentes y el propio
sheriff
Maples tuvimos que trabajar para mantener el orden.
A mí, los borrachos no me crean problemas. Papá me enseñó que son el demonio, muy cobardes, y si no se les incomoda ni se les alarma, resultan la gente más tratable del mundo. No hay que reprender nunca a un borracho, me decía, porque el pobre ya se ha estado reprendiendo a sí mismo y no puede más. Ni tampoco hay que apuntarle con una pistola ni zarandearle, porque entonces es capaz de creer que su vida corre peligro y obrar en consecuencia.
Por eso me limitaba a pasear con aire tranquilo y cordial y a acompañar a los tipos a su casa, en vez de encerrarlos en el calabozo, y no había agresión alguna por mi parte ni por la suya. Pero resultaba trabajoso. Desde que me incorporé al mediodía hasta las once de la noche, no pude ni pararme a tomar un café. Hacia medianoche, cuando iba a marcharme, me cayó uno de esos trabajitos que el
sheriff
Maples siempre me reservaba. Un mexicano que trabajaba en el oleoducto, exaltado por la marihuana, había matado a un compatriota de una puñalada. Los chicos le habían traído a golpes y empujones, y a pesar de la hierba y todo, el hombre seguía como un energúmeno. Habían conseguido meterle en uno de los calabozos tranquilizantes, pero a juzgar por el modo en que se lanzaba contra las paredes, pretendía echarlas abajo o morir en el empeño.
—No puedo tratar a ese mexicano loco como se merecería —refunfuñó el
sheriff
—, porque es un caso de asesinato. Si no me equivoco, hemos dado ya motivo a cualquier picapleitos para acusarnos de emplear el tercer grado.
—Veré que puedo hacer —dije.
Bajé al calabozo y me estuve allí tres horas, sin un momento de respiro. En cuanto cerré la puerta, el mexicano se me echó encima. Le sujeté los brazos y le empujé hacia atrás, dejándole debatirse y patalear lo que quiso; luego le solté y volvió a abalanzárseme. Le sujeté y le volví a soltar una y otra vez.
En ningún momento le pegué. Ni siquiera le di un puntapié. Dejé que se hiciera daño al revolverse. Dejé que se agotara poco a poco, y cuando se tranquilizó lo bastante para oírme, empecé a hablarle. Por aquí casi todo el mundo habla un poco de español, y yo lo hago mejor que la mayoría. Hablé sin descanso, al notar que se relajaba. Durante todo el tiempo sólo estuve pensando en mí mismo.
Aquel chicano estaba ahora completamente indefenso. Drogado y enloquecido. Llevaba una buena tunda encima, y unos cuantos golpes más no se hubieran notado. Había corrido más riesgos con el vagabundo de unas noches antes. El vagabundo podía crearme problemas. El mexicano, solo, en un calabozo conmigo, no.