—¡Oh, querido! Es maravilloso. Mi Lou resolviendo el caso… ¿Te darán una recompensa?
—¿Y por qué? Piensa en lo que me he divertido…
—¡Oh, bueno…!
Se apartó un poco, y pensé que iba a dormirse, supongo que tenía ganas. Pero quería algo peor.
—Lo siento, Lou. Tienes todo el derecho a estar enfadado conmigo.
Se volvió a tumbar, boca abajo esta vez, brazos y piernas extendidos. Luego se estiró, expectante, y susurró:
—Muy, muy enfadado…
—Ya sé. No insistas. Dile a un drogadicto que no debe drogarse. Dile que la droga le llevará a la tumba, y verás si eso le detiene.
Amy cobró lo que le correspondía.
Le iba a costar caro, y se lo devolví con creces. El Honrado Lou, ése era yo. Deja Que Lou Te Excite Donde Tú Sabes.
Supongo que con tanto ejercicio debí de sudar mucho, y como iba desnudo pillé un catarro espectacular. Oh, no fue muy grave, nada que me pusiera realmente enfermo. Pero me impidió salir. Tuve que guardar cama durante una semana. Y fue una suerte, por decirlo así.
No tuve que hablar con mucha gente ni aguantar preguntas imbéciles ni palmaditas en la espalda. No tuve que asistir al funeral de Johnnie Pappas. No tuve que visitar a sus padres, como hubiera tenido que hacer en otro caso.
Vinieron a casa de visita un par de compañeros de la oficina del
sheriff
, y el propio Bob Maples vino dos veces. Continuaba con mala cara, parecía haber envejecido diez años. Evitamos los dos el tema de Johnnie, limitándonos a hablar de cuestiones generales… y las visitas fueron muy bien. Sólo hubo un detalle que me preocupó un poco. Era la primera vez… no, la segunda vez que venía a verme.
—Lou, ¿por qué demonios no te marchas de este pueblo?
—¿Marcharme? —me quedé pasmado. Habíamos estado sentados tranquilamente, intercambiando alguna frase de vez en cuando, y ahora me salía con eso—. ¿Y por qué tengo que marcharme?
—¿Por qué te has quedado tanto tiempo aquí? —dijo—. ¿Por qué has querido llevar una placa? ¿Por qué no intentas ser médico, como tu padre, llegar a ser alguien?
—Meneé la cabeza y me puse a mirar las sábanas.
—No lo sé, Bob. Creo que soy muy perezoso.
—Pero tu pereza es un poco especial. Nunca tienes tanta como para rechazar algún trabajo suplementario. Trabajas más horas que ninguno de mis hombres. Y te conozco lo suficiente como para saber que no te gusta trabajar. Ni nunca te gustó.
Aquella apreciación no era exacta, pero comprendí a qué se refería. Había muchos otros oficios que me habrían gustado mil veces más.
—No lo sé, Bob. Creo que hay dos clases de pereza. La del «no quiero hacer nada» y la del «ve por el camino trillado». Tomas un trabajo, creyendo que va a ser por poco tiempo, pero se va alargando cada vez más. Hace falta dinero para prosperar. No puedes decidir qué quieres. Y luego das un paso, escribes unas cuantas cartas, y entonces te preguntan qué experiencia tienes… qué has hecho antes. Y es probable que no quieran saber nada de ti, y en caso contrario, has de empezar por abajo, porque no tienes experiencia. De modo que te quedas donde estás, porque no puedes hacer otra cosa, y trabajas mucho porque eres consciente de ello. Ya no eres joven, y no hay otra posibilidad.
Bob asintió con la cabeza, lentamente.
—Si… Ya sé lo que pasa. Pero en tu caso no tenía por qué pasar, Lou. Tu padre podía darte estudios. Y ahora serías médico.
—Bueno —vacilé—, teníamos el problema de Mike, papá no quería quedarse solo y, además… bueno, creo que no estoy hecho para la medicina. Bob, hay que estudiar mucho, ¿sabes?
—Pero podrías hacer otras cosas, y no puedes decir que seas pobre. Podrías sacar una pequeña fortuna por esta propiedad.
—Sí, pero… —al fin lo solté—. Bueno, te he de decir la verdad, Bob, a veces he pensado liar el petate, pero…
—¿Amy no quiere?
—Ni se lo he preguntado. Nunca hablamos de eso. Pero no creo que quisiera.
—Bueno, es una lástima. Porque supongo que tú no… No, no lo harías. No creo que ningún hombre en su sano juicio renunciase a Amy.
Incliné la cabeza, como respondiendo a un cumplido y admitiendo que no podía dejar a Amy. Y a pesar de lo que sentía por ella, no me costó ningún esfuerzo ese asentimiento. A primera vista, Amy tenía todas las cualidades y más. Era lista y de buena familia… factor fundamental en nuestro ambiente. Pero eso sólo era el principio. Cuando Amy salía a la calle meneando su pequeño trasero redondo, con la barbilla hundida y los senos prominentes, todos los hombres de menos de ochenta años se exaltaban. Se les enrojecía la cara, se olvidaban de respirar, y dejaban escapar murmullos: «Amigo, si pudiese probarla un poco…»
Mi odio por ella no me impedía sentirme orgulloso.
—¿Quieres librarte de mí, Bob? —pregunté.
—Eso parece, ¿verdad? Creo que he pensado más de la cuenta mientras estuve encerrado en casa. En asuntos que no son de mi competencia. Reflexioné sobre lo mucho que me irrita tener que hacer cosas que no me gustan, pero, diablos, no sé qué hacer más que lo que hago; y creo que esto tiene que resultar más duro para un hombre como tú —soltó una risita triste—. El hecho es que fuiste un poco tú quien me incitaste a pensar en eso. Yo diría que lo provocaste tú.
Quedé desconcertado, y opté por sonreír.
—No hagas caso. Estaba bromeando.
—Claro —replicó inmediatamente—. Todos tenemos nuestras pe-cu-lia-ridades. Pensé que quizás empezabas a sentirte harto, y…
—Bob —pregunté—. ¿Qué te dijo Conway en Fort Worth?
—¡Oh, maldita sea! —se levantó y sacudió el sombrero en los pantalones—. Si ni siquiera lo recuerdo ya. Bueno, creo que será mejor que me…
—Algo te dijo. Dijo o hizo algo que no te gustó en absoluto.
—¿Tú crees? —arqueó las cejas. Volvió a bajarlas, rió y se puso el sombrero—. Olvídalo, Lou. No tenía importancia, ni la tiene ahora.
Se fue. Ya he dicho que quedé un rato preocupado. Pero después de darle vueltas llegué a la conclusión de que me inquietaba sin ningún motivo. Todo parecía salirme bien.
Estaba ansioso por irme de Central City; llevaba tiempo pensándolo. Pero Amy era demasiado importante para contrariar sus deseos. No haría nada que disgustase a Amy.
Sin embargo, si le ocurría algo a ella —desde luego, algo iba a ocurrirle—, no quería seguir arrastrando en tal caso recuerdos familiares por más tiempo. Era más de lo que podía soportar una persona sensible como yo, y no habría razón alguna pare ello. Entonces me largaría, y a todo el mundo le parecería muy natural. Nadie se sorprendería.
Amy venía a verme todos los días… por la mañana antes de ir a la escuela, y otra vez por la noche. Siempre me traía un pastel o bombones, cualquier cosa que su perro no pudiera comer (podenco nada aristocrático, por cierto, capaz de cazar al vuelo los excrementos de un caballo), y nunca se quejaba de nada, que yo recuerde. No me contó ningún problema. Estaba como ruborizada, tímida, casi diría que avergonzada. Y tenía que ir con cuidado al sentarse.
Dos o tres noches llenó la bañera de agua caliente, y se metió en ella a remojarse. Yo me sentaba a mirarla pensando en el gran parecido que tenía con
ella
. Luego, se echaba en mis brazos… sólo eso, porque ninguno de los dos estaba en condiciones de hacer más. Casi llegué a imaginar que en realidad era
ella
.
Pero no lo era, y aunque lo hubiese sido, no tenía importancia. Me encontraba exactamente en el mismo lugar que al principio. Tenía que recorrer de nuevo todo el camino.
Tenía que matarla por segunda vez…
Me alegré de que Amy no volviese a hablar de matrimonio; supongo que por miedo de provocar una pelea. Yo ya me había visto involucrado en tres asesinatos, y un cuarto ahora sería demasiado. Tenía que esperar un poco. Además, aún no había ideado un medio seguro de matarla.
Comprenden ya por qué tenía que matarla, supongo. ¿O no? La situación era la siguiente: no había ninguna prueba contra mí. Y aunque hubiese alguna, un pequeño indicio, resultaría muy difícil colgarme nada. No era yo esa clase de persona, ¿saben? Nadie creería que yo fuese el culpable. Demonio, conocían a Lou Ford desde hacía años, y nadie iba a hacerles creer que el bueno de Lou fuera capaz de…
Pero Lou sí era capaz, capaz de inculparse a sí mismo. Bastaba con dejar plantada a una chica que sabía sobre él casi todo cuanto debía saberse… que aun prescindiendo de aquella noche insensata, podía haber atado una serie de cabos con malos resultados… y aquello sería el fin de Lou. Todo encajaría perfectamente, incluso desde los tiempos de nuestra niñez, la de Mike y la mía.
Tal como estaban las cosas ahora, no era fácil que ella continuara sospechando. Ni que pensara nada. Estaba demasiado distraída ahora para ponerse a pensar. Yo iba a ser su marido, y todo estaba en regla. Todo tenía que estar en regla… pero si yo huía de ella… bueno, conocía bien a Amy. La barrera mental que se había impuesto se desvanecería. En seguida daría con la explicación… y no se la callaría. Le pertenecería sólo a ella, o a nadie.
Sí, creo que ya lo dije antes: Amy y Joyce se parecían mucho.
Bueno, de todas formas…
De todas formas había que hacerlo, tan pronto como no hubiera riesgos. Con aquella idea fija, procuré no buscarme complicaciones suplementarias. Procuré ser más complaciente con ella. Su presencia constante me ponía nervioso. Pero no iba a vivir ya mucho tiempo, y me dije que era necesario ser tan cariñoso con ella como pudiera.
Me puse enfermo un miércoles. El miércoles siguiente ya estaba mejor, y pude acompañar a Amy a un servicio religioso. Como era maestra, de vez en cuando debía hacer acto de presencia en esas reuniones, y a mi me agradaban. Algunas de mis mejores frases me las proporcionaban los servicios religiosos. Le pregunté a Amy qué tal le sentaría un poco de maná en su panal de miel. Se ruborizó y me dio una patada en el tobillo. Le pregunté al oído si, como Moisés, yo podría penetrar en su zarza ardiente. Le dije que iba a penetrar en su seno, y a ungirla.
Se fue poniendo colorada y las lágrimas le humedecieron los ojos, pero así parecía más linda. Era como si la viese por primera vez con la barbilla saliente y los párpados entornados. Luego se inclinó, ocultando el rostro en su libro de cánticos; empezó a estremecerse y a toser y el ministro se puso de puntillas frunciendo el ceño, intentando averiguar de dónde venía el ruido.
Fue uno de los mejores servicios religiosos a los que he asistido.
De vuelta a casa, me detuve a comprar un helado, y ella estaba de muy buen humor. Mientras yo hacía café, preparó el helado; tomé un poco con la cuchara y la perseguí por la cocina. Finalmente la atrapé y le metí el helado en la boca, y no por el escote como había prometido. Le quedó una mota de helado en la punta de la nariz y se la limpié con un beso.
De repente, me echó los brazos al cuello y empezó a llorar.
—Cariño. No llores. Sólo estaba jugando. Quería divertirme un rato.
—Eres… un gran…
—Ya lo sé —reconocí—. Pero no lo digas más. Se acabaron las peleas entre nosotros.
—¿No…? —sus brazos me oprimieron y levantó los ojos, que sonreían empapados en lágrimas—. ¿No te das cuenta? ¡Soy tan feliz, Lou! No puedo soportar tanta felicidad…
Y se puso a llorar otra vez.
Ni siquiera pudimos terminar el helado y el café. La cogí en volandas, me la llevé al despacho de papá, y nos sentamos en el viejo sillón. Estuvimos allí, a oscuras, con ella en mis rodillas… hasta que tuvo que irse a casa. No deseábamos nada más; estar allí los dos parecía suficiente. Y lo era.
Fue una velada estupenda, a pesar de una pequeña discusión.
Me preguntó si había visto a Chester Conway, y contesté que no. Me dijo que era muy raro que no se hubiese dignado siquiera pasar por casa a saludarme después de lo que yo había hecho por él, y que en mi lugar, ella se lo haría observar.
—Si yo no hice nada… —protesté—. Y no quiero hablar de eso.
—Bueno, no te enfades, querido. Entonces él debió pensar que sí le habías hecho un favor… ¡te puso una conferencia porque no podía esperar! Y ahora que lleva casi una semana en la ciudad, está demasiado ocupado para… A mi me tiene sin cuidado, Lou. Ese para mí no significa nada. Pero…
—Pues ya somos dos.
—Eres demasiado perezoso, ése es tu problema. Dejas que todo el mundo se aproveche de ti. Tú siempre…
—Ya lo sé. Lo sé todo muy bien, Amy. Al pie de la letra. El problema es que no te escucho… y eso siempre lo intento. Llevo escuchándote casi desde que aprendiste a hablar, y creo que podré seguir haciéndolo un tiempo más. Si eso te hace feliz… Pero no creo que consigas hacerme cambiar.
Se incorporó muy seria y envarada. Luego se dejó caer sobre mi otra vez, un poco rígida aún. Guardó silencio el tiempo de contar hasta diez.
—Bien, de todos modos, yo…
—¿Qué? —pregunté.
—No, no te preocupes. Cálmate, no diré nada.
Y se puso a reír. Así que la velada acabó bien.
Pero la actitud de Conway era extraña, efectivamente.
¿Hasta cuándo debía esperar? Esa era la cuestión. ¿Hasta cuándo podría esperar? ¿Hasta cuándo no estaría a salvo?
Amy no se metía conmigo. Continuaba tímida y discreta, intentando retener en la boca su lengua de víbora… aunque no siempre lo conseguía. Yo imaginaba que podría aplazar la boda indefinidamente, pero Amy… bueno, no era sólo Amy. Había algo que yo no podía palpar claramente, pero tenía la sensación de que me cercaban y no podía quitarme de encima ese presentimiento.
Cada día que pasaba, esa sensación se hacía más intensa.
Conway no había ido a verme ni había dado señales de vida, pero eso no significaba nada. Nada en absoluto. Estaría ocupado. Nunca se había preocupado de nadie, a excepción de él mismo o de Elmer. Era el clásico individuo que se olvida de ti una vez que le has hecho un favor, hasta que vuelve a necesitarte.
Había vuelto a Fort Worth, y aún seguía allí. Pero eso también era normal. Conway Construction tenía unas grandes oficinas en Fort Worth. Siempre pasaba largas temporadas allí.
¿Bob Maples? No le veía muy distinto de otras veces. Le observé a medida que pasaban los días y no noté nada alarmante. Parecía viejo y enfermo, pero el caso es que era viejo y había estado enfermo. No se mostraba muy comunicativo conmigo, pero al hablarme era amable y cordial… parecía incluso poner un empeño particular en ello. Y eso que nunca había sido muy hablador. A veces tenía días en que era difícil sacarle una palabra.