Me levanté y empecé a vestirme.
De haber sabido que el abogado amigo de Rothman, Billy Boy Walker, tenía muchos compromisos en el este y no podía acudir en mi ayuda, mi actitud quizá hubiese sido distinta. Quizá me hubiese desmoralizado inmediatamente. Pero, pensándolo bien, no lo creo. Tenía la sensación de estar deslizándome por la pendiente de una pista de dirección única, y que casi estaba llegando al punto de destino. Casi había llegado. ¿Para qué precipitar más las cosas? Hubiera resultado absurdo. Y ya saben que no hago las cosas absurdas. Si no se han dado cuenta aún, ahora lo comprobarán.
El primer día y la primera noche, los pasé en una de esas celdas «aisladas», pero a la mañana siguiente me metieron en la nevera, en el mismo agujero en que yo… en que había muerto Johnnie Pappas. Ellos…
¿Qué cómo es posible? Bueno, ellos te pueden hacer esto, y más. Pueden hacerle a uno todo lo que permite su fuerza y la debilidad de la víctima. No te anotan en el registro e entrada. Nadie sabe dónde estás, y no cuentas con ningún apoyo exterior, con influencia para sacarte. No es legal, pero hace mucho tiempo descubrí que el lugar donde se abusa más fácilmente de la ley es precisamente un juzgado.
Sí, pueden hacer lo que quieran.
Como les decía, pasé el primer día y la primera noche en una de esas celdas aisladas. Dediqué la mayor parte del tiempo a engañarme a mí mismo. Todavía no era capaz de enfrentarme con la verdad, así que trataba de persuadirme de que tenía alguna escapatoria.
Pero en cuanto me trasladaron a la celda donde había muerto Johnnie Pappas, comprendí en seguida el motivo por el que no me hubiesen instalado allí de entrada. Tenían que realizar unas pequeñas reformas. No sé cómo se las ingeniaron para instalar aquel artilugio; lo único claro es que utilizaron el cable de la luz, que antes no se usaba. El hecho es que yo estaba tumbado en el jergón, cuando de repente oí la voz de Johnnie:
—Hola, chicos. Me lo estoy pasando bomba y me gustaría que estuvieseis aquí conmigo. Hasta pronto.
Lo repitió mil veces. Cada quince segundos, más o menos. En cuanto reflexioné un par de minutos, di con la solución. Era uno de esos discos en que por cincuenta centavos te graban la voz, y apenas tienes tiempo de toser cuando ya se acabó. Johnnie se lo había mandado a su familia cuando visitó la Feria de Dallas. Me lo contó al explicarme el viaje. Yo me acordaba porque era amigo de Johnnie. Me lo había contado excusándose por no haberme mandado también unas palabras. Se había quedado sin blanca en una especie de ruleta y tuvo que volver a Central City en auto-stop.
—Hola, chicos…
Intenté imaginar qué cuento le habrían contado al Griego, porque estaba seguro de que de haber sabido para qué querían el chisme, no se lo habría dado. Sabía cómo quería yo a Johnnie y cómo me quería Johnnie a mí.
Pusieron el disco sin parar. Tal vez de cinco de la mañana a medianoche. No puedo precisar las horas, porque me habían quitado el reloj. No siquiera interrumpieron la audición las dos veces que me trajeron comida y agua.
Yo lo escuchaba tumbado, o sentado. De vez en cuando, cuando caía en la cuenta, me levantaba y daba vueltas por la celda. Intentaba simular que el disco me torturaba; naturalmente, no me molestaba en absoluto. ¿Por qué iba a molestarme? Pero quería que lo creyesen así para que no lo quitasen.
Debí de simularlo muy bien, porque lo estuvieron poniendo durante tres días y parte del cuarto. Hasta que se gastó, supongo.
Luego, silencio casi absoluto, interrumpido sólo por el lejano sonido de las sirenas de las fábricas; poca compañía para un hombre.
Me habían dejado sin puros ni cerillas, claro, y el primer día estuve un poco nervioso, porque creí que tenía ganas de fumar. Me lo imaginaba, pero no era cierto. Llevaba fumando cigarros… pues once años. Desde que cumplí dieciocho años y papá dijo que ya estaba haciéndome un hombre, y esperaba que me comportase como tal y fumase cigarros en lugar de andar por ahí con veneno en la boca. Por lo tanto, desde entonces fumé cigarros, y nunca había querido confesarme que no me gustaban. Pero ahora podía reconocerlo. Tenía que admitirlo, y lo admití.
Cuando la vida llega a un momento crítico, el hombre limita sus intereses y necesidades automáticamente.
Menuda frase, ¿no? Si quisiese, podría hablar de esta forma sin parar
. El mundo se convierte en un lugar de preocupaciones inmediatas, del que se han barrido todas las ilusiones.
Solía hablar así continuamente
.
Nadie me había presionado, ni siquiera me habían hecho pregunta alguna desde la mañana en que me detuvieron. Nadie, en absoluto. Yo intentaba convencerme de que eso era buena señal. No tenían la menor prueba; les había enfurecido, y por eso me habían metido en la nevera, como habían hecho con tantos otros. Pronto se cansarían y me soltarían espontáneamente, o bien aparecería Billy Boy Walker y les obligaría a ponerme en libertad… Eso me decía a mi mismo, y no era nada absurdo. Yo siempre razono atinadamente. Lo que ocurre es que eso tenía sentido si miras las cosas desde arriba; cuando te vas cayendo y llegas casi al final del precipicio todo se ve de otro modo.
No habían intentado sonsacarme, ni molerme a palos, por dos razones. En primer lugar, estaban convencidos de que no conseguirían nada: no se le pueden pisar a uno los callos que no tiene. Segundo… la segunda razón era que… no creían que fuera necesario.
Porque
tenían
la prueba.
La habían tenido desde el principio.
¿Por qué no me la habían puesto delante de las narices? Bueno, también por dos razones. Por una parte, no estaban seguros de que fuese una prueba, porque tampoco lo estaban de mí. Con lo de Johnnie Pappas les había despistado. Por otra parte, no podían
utilizar
la prueba… no estaba en condiciones de ser utilizada…
Pero ahora estaban convencidos de mi culpabilidad, aunque probablemente no se explicaban demasiado los motivos. Y pronto podrían echar mano de la prueba. No creía que me soltasen antes de ese momento. Conway estaba decidido a acabar conmigo, y habían llegado ya demasiado lejos para volverse atrás.
Recordé el día en que Bob Maples y yo habíamos ido a Fort Worth; Conway no nos había invitado, pero nos había dado órdenes minuciosas desde el momento en que aterrizamos. ¿Se dan cuenta? No podía estar más claro. Me había revelado sus intenciones desde aquel momento.
Luego, Bob volvió al hotel completamente trastornado por algo que le había dicho Conway, o que le había ordenado. Y no podía contarme de qué se trataba. No hacía más que hablar del tiempo que llevaba conociéndome y de lo buena persona que era yo, y de… ¡Maldita sea! ¿No lo ven? ¿No lo comprenden?
Yo no le había dado importancia porque no tenía otra alternativa. No podía enfrentarme con los hechos. Pero apuesto a que han adivinado la verdad desde el principio.
Luego llevé a Bob a casa en el tren, se había emborrachado, dijo tonterías y se enfureció con alguna de las bromas. Me hizo una observación que era a la vez una advertencia. Dijo… ¿Cómo lo dijo? «Antes del anochecer es cuando hay más luz.»
Estaba disgustado y bebido cuando soltó esa frase. Quería decirme que tal vez no estaba yo tan a salvo como pensaba. Tenía toda la razón, aunque creo que dijo más de lo que pretendía. Su frase quería ser un sarcasmo, sin embargo, resultó la pura verdad. Por lo menos, a mí me lo parecía.
Antes del anochecer es cuando hay más luz, sin duda. Sea cual fuere la amenaza con la que un hombre se deba enfrentar, el hecho de enfrentarse a ella le anima. En cierto modo, a mi me parecía que era así, y tenía una buena experiencia.
Una vez reconocida la base de la prueba, era fácil admitir todo lo demás. Podía ya dejar de inventar supuestas razones para lo que había hecho, de creer en aquellas razones inventadas, y ver la verdad. Tampoco era tan difícil. Cuando estás escalando un risco, o te aferras para no caer, cierras los ojos. Sabes que de lo contrario tendrás vértigo y caerás. En cambio, cuando ya se ha caído al fondo del abismo, vuelves a abrirlos. Y puedes reconstruir paso a paso todo el itinerario que habías seguido para escalar la cima.
Mi punto de partida era el ama, cuando mi padre nos descubrió. Todos los niños hacen tonterías, sobre todo si alguna persona mayor les guía, con lo que esas tonterías no llegan a adquirir importancia. Pero mi padre consiguió que la tuviera. Me hizo sentir que había hecho algo imperdonable… algo que se interpondría para siempre entre él y yo, y él era toda mi familia. Hiciese yo lo que hiciese, dijese yo lo que dijese, aquello ya no tenía remedio. Llevaba encima un pesado fardo de miedo y vergüenza del que nunca me podría librar.
Ella se había ido, y ya no podía castigarla por lo que me había hecho. Ya no podía matarla. Pero poco importa. Era la primera mujer que me había conocido; para mi era la mujer. Todas las mujeres tenían su misma cara. De modo que yo podía pegar a cualquiera de ellas, a cualquier mujer, a la que menos pudiera defenderse, y sería como golpearla a ella. Así lo hice, empecé a golpear… y Mike cargó con la culpa.
Tras aquel hecho, mi padre me ató corto. Apenas podía estar una hora sin verme, en seguida intentaba localizarme y saber qué hacía. Pasaron los años sin que pegase a nadie más, y aprendí a distinguir a las mujeres de la mujer. Mi padre volvió a darme cuerda. Parecía un chico normal. Pero yo me sorprendía de vez en cuando gastando bromas pesadas, que aliviaban la presión insoportable que se iba acumulando en mi interior. Y aun sin eso yo sabía que no estaba curado; aunque me obstinase en no reconocerlo.
Si hubiese podido largarme a otra parte, a algún lugar en que nada me recordase aquello y donde hubiera tenido alguna ocupación atractiva para distraerme, tal vez hubiera sido distinto. Pero no podía irme, ni tenía ilusión por ningún trabajo. De modo que todo siguió igual. Seguía buscando a la mujer. Y cualquier mujer que me hiciese lo que ella me había hecho, sería
ella
.
Rechacé a Amy durante años, no porque no la amase, sino precisamente porque la quería de veras. Me horrorizaba pensar lo que podría ocurrir de estar juntos. Me horrorizaba pensar lo que era capaz de hacer… lo que finalmente hice.
Ahora podía admitir sinceramente que nunca había tenido el menor motivo real para pensar que Amy me podía crear problemas. Era demasiado orgullosa; se habría hecho demasiado daño a sí misma; y, en cualquier caso, me quería.
Tampoco había habido nunca un motivo real para temer que Joyce pudiera perjudicarme. Era demasiado lista para arriesgarse, que yo sepa. Y si en un momento dado, ofendida, lo hubiese intentado, tampoco habría conseguido nada. Al fin y al cabo, no era más que una prostituta, mientras que yo era de buena familia, una persona distinguida. Apenas hubiese abierto la boca contra mí, la habrían echado a patadas de la ciudad.
No, yo no tenía miedo de que empezase a hablar. No tenía miedo de perder el control si seguía con ella. Ese control lo había perdido ya antes de tropezar con ella. Fue una cuestión de azar. Porque cualquiera que me recordase la pesada carga de mi conciencia, cualquiera que hiciese lo que había hecho
la
primera, moriría…
Cualquiera. Amy. Joyce. Cualquier mujer que, aun por un instante, se transformase en
ella
.
Las mataría.
No me daría por vencido. Lo intentaría una y otra vez, hasta matarlas.
Elmer Conway también tenía que sufrir a causa de
ella
. Mike había cargado con mi culpa, y luego le habían asesinado. De modo que el fardo que yo arrastraba, llevaba aparejada una deuda terrible para con Mike que nunca podría pagarle completamente. Nunca podría pagarle lo que había hecho por mí. No podía hacer más que lo que hice… intentar ajustar cuentas con Chester Conway.
Era la razón principal para matar a Elmer, pero no la única. Los Conway formaban parte de aquel círculo, de la ciudad, que me rodeaba y ahogaba. La gente afectada, hipócrita, los que eran más santos que nadie. Todos los imbéciles con quienes tenía que verme día tras día. Tenía que sonreírles y ser educado con ellos, seguramente, gente así la hay en todas partes, pero cuando no puedes librarte de ellos, cuando te están importunando sin cesar y no puedes escapar de ellos, nunca, nunca…
Bueno, ¿y…?
El vagabundo y los demás que maté. Pues no sé…, no estoy muy seguro de qué papel jugaron en esto.
Todos eran gente que no tenía que estar ahí. Gente que aceptaban la suerte que les tocaba porque no tenían suficientes arrestos como para rebelarse. Tal vez fue eso. Posiblemente pensaba que el tipo que no quiere defenderse cuando puede, merece lo peor.
Llevaba ocho días en la cárcel, pero nadie me había interrogado, ni habían intentado otro truco como el de la voz del disco. Ya lo esperaba, porque no estaban seguros de la prueba… ni tampoco de mi reacción ante ella. No tenían la seguridad de que esa prueba me obligara a confesar. Y aunque la hubiesen tenido, sabía que preferían que me desmoralizase y confesase espontáneamente. En tal caso podían mandarme a la silla eléctrica. De lo contrario, no.
Me daba la impresión de que no estaban en condiciones para nuevos trucajes; tal vez no disponían del equipo necesario. Sea como fuere, renunciaron. Y al octavo día, hacia las once de la noche, me trasladaron al manicomio.
Me instalaron en una habitación muy buena, mucho mejor que las que había visto años antes al llevar allí a un detenido. Me dejaron solo. Una simple ojeada me hizo descubrir que me vigilaban por unas pequeñas ranuras que había en lo alto de las paredes. No me habrían instalado en una habitación con cigarrillos, cerillas, un vaso y una jarra de agua, si no hubiese alguien vigilándome.
Me pregunté hasta dónde me dejarían llegar si intentaba degollarme o me envolvía en una sábana y le pegaba fuego, pero no por mucho tiempo. Era tarde y estaba molido después de tantos días durmiendo en el jergón infecto de la nevera. Fumé un par de cigarrillos liados a mano y apagué las colillas con sumo cuidado. Luego, con la luz encendida (no había ningún interruptor en la habitación), me eché a dormir.
Hacia las siete de la mañana entró una robusta enfermera acompañada por dos jóvenes de bata blanca. Me tomó la temperatura y el pulso mientras los acompañantes aguardaban. Luego se fue y los enfermeros me llevaron por el pasillo hasta las duchas, y me vigilaron mientras me bañaba. No me trataban con aspereza ni hosquedad, pero no decían ni media palabra más de lo necesario. Guardé silencio.