El asesino dentro de mí (11 page)

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Authors: Jim Thompson

Tags: #Novela Negra

BOOK: El asesino dentro de mí
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Como decía, pues, nunca quise leer los libros religiosos que había en casa. Pero aquella noche, sí. Era casi lo único de la biblioteca que no había leído. Y creo que lo hice con la idea de que, ante la perspectiva de vender la casa, debía valorar su contenido.

Así que saqué un enorme volumen encuadernado en cuero, un monumental índice explicativo de la Biblia, y lo abrí; mejor dicho, se abrió solo en cuanto lo dejé. De esta forma quedó a la vista una fotografía, una instantánea de seis por nueve.

La miré, le di la vuelta en todos los sentidos. La estudié del derecho y del revés… lo que yo imaginaba que era el revés. Y sonreía como quien se esfuerza por resolver un enigma.

Era un rostro de mujer, no exactamente bonita, pero atractiva, sin saber bien por qué. Pero era difícil comprender cómo se había tomado la foto y lo que la mujer hacía. A primera vista, parecía estar asomada por entre la bifurcación de dos ramas de un árbol, un arce blanco, probablemente, dos ramas gruesas que salían del tronco y se iban adelgazando. Sus manos se agarraban a las ramas y…

Pero no, me equivocaba. Porque el tronco parecía hendido en su base, y se distinguía un muñón casi tangente en cada una de las ramas principales.

Froté la foto contra mi camisa y volví a examinarla. Aquel rostro me era familiar. Como un recuerdo lejano, que brota de entre las brumas de la memoria. Pero la foto era vieja, y había una serie de estrías y fisuras producidas por los años, supongo, en las ramas por entre las que la mujer asomaba la cabeza.

Tomé una lupa para estudiar la foto. La miré al revés de cómo sugería la lógica. Casi se me cayó la lupa de las manos. Dejé la foto sobre la mesa y me hundí en la silla, estupefacto, con la mirada perdida en el vacío. La mujer miraba por entre una bifurcación, sí, pero era la de sus propias piernas.

Estaba de rodillas, con la cabeza entre las piernas. Y las estrías que surcaban sus muslos no eran producidas por los años. Eran cicatrices. Aquella mujer era Helene, la sirvienta de mi padre, muchos años atrás.

Papá…

12

No estuve abstraído más que unos minutos, pero todo un universo, casi toda mi vida de niño, desfiló ante mí en aquellos instantes.

Ella
volvió a mí, el ama que tanta importancia tuvo en mi niñez.

—¿Quieres luchar, Helene? ¿Quieres aprender a boxear?

Y:

—¡Oh, estoy cansada! Pégame sólo tú…

Y:

—Pero te gustará, querido. Les gusta a todos los chicos crecidos…

Reviví todo aquel episodio, hasta el final. Hasta aquel día terrible en que yo estaba agazapado al pie de la escalera, muerto de miedo y vergüenza, dolorido por la primera y única azotaina que había recibido en mi vida; escuchando las voces airadas y despreciativas que venían de la biblioteca.

—No voy a discutir contigo, Helene. Te marcharás esta misma noche. Y alégrate de que no te haya denunciado.

—¿Ah si? ¡A ver si te atreves!

—Pero, Helene… ¿cómo has podido hacer una cosa semejante?

—¿Tienes celos?

—Tú… cómo has podido… con un niño…

—¡Sí! ¡Ni más ni menos! Un niño. No lo olvides. Escúchame, Daniel. Yo…

—¡Cállate por favor! La culpa es mía. Si yo no…

—¿Te ha perjudicado? ¿Le ha perjudicado a alguien realmente? ¿O es que, si puedo preguntártelo, le has ido perdiendo el gusto?

—¡Pero un niño…! Mi hijo. Mi único hijo. Si le ocurriese algo…

—¡Ah…! Eso es lo que te preocupa, ¿eh? No es en él en quien piensas, sino en ti. En las consecuencias que tendría para ti.

—¡Vete! Una mujer que ya no tiene más sensibilidad que…

—Soy una blanca piojosa, ¿verdad? Esa es la palabra. Una proletaria. No procedo de la vieja burguesía. ¡Muy bien, pero cuando veo a un hipócrita hijo de puta como tú, me alegro de ser como soy!

—¡Sal de aquí o te mato!

—Shhh… Piensa en el escándalo, doctor… Te voy a decir una cosa.

—¡Lárgate!

—Tendrías que saberlo tú mejor que nadie. Todo esto no tenía la menor importancia. Absolutamente ninguna. Pero ahora la tendrá. Lo has tomado de la peor manera posible. Tú…

—… Por favor, Helene.

—Nunca matarás a nadie. Tú no. Eres demasiado vanidoso, demasiado egoísta y seguro de ti mismo. Te gusta hacer daño a la gente, pero…

—¡No!

—Muy bien. Estoy equivocada. Tú eres todo un personaje, el bueno del doctor Ford, y yo soy una pobre blanca piojosa, y tengo que equivocarme… ¡Ojalá!

Eso fue todo.

Lo había olvidado, y ahora decidí olvidarlo otra vez. Hay cosas que es necesario olvidar si quieres seguir viviendo. Y yo quería vivir, en cierto modo; lo deseaba más que nunca. Si Dios cometió un error al crearnos es el de darnos deseos de vivir cuando menos motivos tenemos para ello.

Volví a poner el volumen en su lugar. Llevé la foto al laboratorio y la quemé, y luego eché las cenizas por el desagüe. Me pareció que tardaba horas en quemarse. Y no pude evitar darme cuenta de una cosa: el gran parecido que tenía con Joyce. Y más aún, la semejanza que existía entre ella y Amy Stanton.

Sonó el timbre del teléfono. Me limpié las manos en los pantalones y respondí, mientras me miraba en el espejo de la puerta del laboratorio, escrutando al hombre de camisa beige y corbata de lazo.

—Lou Ford al aparato.

—Soy Hendricks, Lou. Quiero que venga inmediatamente.

—Bueno, no sé… —protesté—. Yo…

—¡Es muy importante! —debía serlo por la forma de hablar—. ¿Recuerda lo que estuvimos comentando esta tarde? Lo de… ya sabe, la posibilidad de que el asesino fuese una tercera persona. Pues tenía toda la razón. Nuestra suposición era cierta.

—¡Ah! —exclamé—. Pero no es… Es decir…

—¡Ya le tenemos, Lou! ¡Hemos pillado a ese bastardo! Le hemos dado un buen repaso, y…

—¿Quiere decir que ha confesado…? Diablos, Howard, siempre hay algún chiflado que confiesa cualquier cosa…

—¡No ha confesado nada! ¡No quiere decir ni una palabra! Por eso le necesito, Lou. No podemos, ejem, darle lo que se merece, ¿sabe?, pero usted puede hacerle hablar. Usted es el único que puede ablandarle. Creo que le conoce, además.

—¿Quién… oiga?

—El hijo del Griego, Johnnie Pappas. Ya le conoce; siempre ha estado metido en líos. Venga inmediatamente, Lou. Ya he llamado a Chester Conway, y llegará en avión de Fort Worth por la mañana. Le doy carta blanca… puede contarle a Conway cómo se nos ocurrió la idea, que estábamos convencidos de que Elmer no era el culpable, y… estará más contento que unas pascuas, Lou. Le juro que si sabemos llevar el asunto conseguirá una confesión…

—Voy enseguida. Dentro de un momento me tendrá ahí, Howard.

Estuve indeciso un instante antes de colgar, pensando qué habría pasado, qué podía haber ocurrido. Luego llamé a Amy.

Como sus padres todavía estaban levantados, Amy no podía hablar con libertad; y fue una suerte. Le hice comprender que me moría de ganas de verla —la pura verdad— y que procuraría tardar lo menos posible.

Colgué, saqué la cartera y extendí todos los billetes encima del escritorio.

Yo no tenía ningún billete de veinte. Sólo los que me había dado Elmer. Vi que faltaban cinco, y me sentí presa del vértigo. Entonces me acordé de que había gastado cuatro para pagar el billete en Fort Worth y solo uno aquí, en la ciudad, donde podía ser peligroso. Un solo billete… con el que había pagado a Johnnie Pappas. De modo que…

Salí del coche y entré en el juzgado.

El encargado del despacho, Hank Butterfly, me lanzó una mirada hosca. Estaba otro adjunto, Jeff Plummer; me guiñó el ojo y me dijo hola. Luego salió Hendricks, me asió del brazo y me metió en su despacho.

—Qué golpe de suerte, ¿eh, Lou? —casi babeaba de la emoción—. Le explicaré cómo hay que manejar el asunto. Lo mejor que puede hacer. Empiece hablando con suavidad, ¿comprende?, para que baje la guardia; entonces apriétele. Dígale que si colabora limitaremos la acusación a homicidio involuntario… esto es imposible, claro, pero lo que usted diga no me compromete a mí. En cambio, dígale que si no confiesa, irá a la silla eléctrica. Tiene dieciocho años, dieciocho cumplidos, y…

Le miré fijamente. Howard interpretó mal mi actitud.

—¡Qué caramba! —exclamó dándome un fuerte golpe en las costillas—. ¿Quién soy yo para explicarle lo que tiene que hacer? Conociendo su habilidad para tratar a esa gente… ¿No le habrá…?

—Aún no me ha explicado nada —protesté—. Ya sé que Johnnie es un chico bastante impetuoso, pero no me hago a la idea de que sea un asesino. ¿Qué indicios cree tener contra él?

—¿Qué creo tener? ¡Maldita sea! Tenemos… —dudó un momento—. Bueno, la situación es la siguiente, Lou. Elmer llevó diez mil dólares a la casa de esa furcia. Se supone que llevaba esa cantidad. Pero cuando contamos el dinero, faltaban quinientos dólares…

—¿Sí? —tal como yo supuse, el maldito Elmer no había querido confesar que estaba sin blanca.

—Bob y yo pensamos que Elmer se los debió gastar por ahí en una partida de póquer, o algo así. Pero todos los billetes estaban marcados, y el viejo ya había puesto sobre aviso a los bancos locales. Si ella intentaba quedarse en la ciudad después de cobrar, Conway pensaba denunciarla por chantaje… ¡Ese Conway! ¡No hay quien pueda con él!

—Pero hay quien casi puede conmigo —repliqué.

—Vamos, Lou —me dio una palmada en la espalda—. No hay motivo para que se ponga as… Implícitamente, todos confiábamos en usted. Pero Conway, bueno… usted andaba por allí cerca y…

—Está bien —corté—. ¿Tenía Johnnie algún dinero de ése?

—Un billete de veinte dólares. Lo cambió en un
drugstore
anoche, y esta mañana lo llevaron al banco. Se siguió la pista y hace un par de horas dimos con él y lo detuvimos. Ahora…

—¿Cómo sabe que Elmer no gastó ese dinero, y que no ha empezado a circular hasta ahora?

—No ha aparecido ningún otro billete. Sólo éste. Por lo tanto… Aguarde, Lou. Aguarde un momento. Déjeme que se lo explique todo y ahorraremos tiempo. Yo estaba muy dispuesto a creer que llevaba ese dinero sin culpa ninguna. Cobra él mismo en la gasolinera, y da la casualidad de que su paga por dos noches son exactamente veinte dólares. Todo muy normal, entiéndame. Podía haber cogido ese dinero de la caja. Pero no ha podido decirlo, porque era una opción imposible, no ha querido abrir la boca. Entre medianoche y las ocho de la mañana hay muy pocos coches que paren en la gasolinera de Murphy. Tendría que acordarse si alguien le hubiera dado un billete de veinte. En tal caso habríamos interrogado al cliente, o a los clientes, y ya estaría libre…, en caso de ser inocente.

—¿Y no estaría ya en la caja cuando entró a trabajar?

—¿Está de broma? ¿Un billete de veinte dólares para tener cambio? —Hendricks meneó la cabeza—. Es imposible, no hace falta preguntárselo a Murphy. ¡Y hay más! En cuanto a Murphy, su coartada es a toda prueba. Pero el chico… ju, ju. Desde las nueve de la noche del domingo hasta las once, no sabemos lo que ha hecho. No hemos podido averiguarlo, y él se niega a decirlo… Oh, está más claro que el agua, Lou, lo mire por donde lo mire. Fíjese en los crímenes… esa mujer convertida en picadillo… Sólo un chico que perdiera la cabeza lo haría. Lo mismo que el dinero; sólo faltaban quinientos dólares de diez mil. Le asusta tanto ver tal cantidad de dinero; que coge sólo un poco y deja el resto. Sólo un chiquillo haría eso.

—Ya —murmuré—. Sí, creo que tiene razón, Howard. ¿Cree que ha escondido el resto en algún rincón?

—O eso o bien se asustó y se desprendió luego de él. Lou, jamás he visto un caso tan evidente. ¡Si se muriese ahora mismo, lo consideraría un castigo de Dios!, ¡y no soy hombre religioso!

Bueno, él lo había dicho. Acaba de explicarlo todo negro sobre blanco.

—Bueno, muévase, Lou. Le tenemos en la nevera. Pero no le hemos inculpado, ni lo haremos hasta que haya confesado. No voy a permitir que ningún picapleitos intervenga para explicarle cuáles son sus derechos en esta fase del asunto…

Vacilé un momento. Luego contesté:

—No, creo que no sería muy hábil. No ganaríamos nada… ¿Está Bob al corriente?

—¿Para darle más quebraderos de cabeza? No puede hacer nada.

—Bueno, pensaba que deberíamos preguntarle… si está bien que yo…

—¿Si está bien? —frunció el ceño—. ¿Por qué no iba a estar bien? Oh, Lou, comprendo sus sentimientos. No es un crío; usted le conoce. Pero es un asesino, Lou, y un maldito asesino a sangre fría. Téngalo presente. Piense en lo que sentiría esa pobre mujer al recibir los golpes. Usted la vio. Vio que aspecto tenía su cara. Carne cruda, una hamburguesa…

—¡Basta! —grité—. ¡Por lo que más quiera!

—Claro, Lou, claro —me pasó el brazo por encima de los hombros—. Lo siento. Olvidé que no está lo bastante endurecido para esas cosas. ¿Entonces…?

—Sí. Será mejor resolver esto de una vez…

Bajé a los sótanos, donde estaba la cárcel. El carcelero me abrió y volvió a cerrar la puerta; pasamos junto a las celdas ordinarias y llegamos a una pesada puerta de hierro. Tenía una mirilla, y atisbé por ella. Pero no pude ver nada. No se podía poner ninguna bombilla, por protegida que estuviera; y la ventanilla del sótano apenas daba luz, pues las dos terceras partes de la misma estaban por debajo del suelo.

—¿Quiere una linterna, Lou?

—No es necesario. Puedo ver cuanto necesito.

Abrió la puerta unas pulgadas, entré, y la cerró a mis espaldas. Me apoyé en la puerta por un momento, pestañeando, y oí un crujido mientras una sombra se levantaba y se echaba hacia mi.

Cayó en mis brazos. Lo sostuve, dándole palmaditas en la espalda para consolarle.

—Tranquilo, Johnnie. Todo se arreglará.

—Dios mío… Lou… Dios mío. Sabía… s-sabía que vendrías, que te harían venir. Pero tardabas tanto… que empezaba a pensar si tú… si…

—Tú me conoces bien, Johnnie. Sabes lo mucho que te aprecio.

—Claro —tomó aliento y suspiró lentamente, como quien alcanza la orilla tras una fatigosa travesía a nado—. ¿Tienes un cigarrillo, Lou? Esos marranos me han quitado todos mis…

—Bueno, bueno —le calmé—. Sólo cumplirían con su deber, Johnnie. Toma un cigarro, yo me fumaré otro contigo.

Nos sentamos el uno junto al otro en el jergón y saqué una cerilla para encender los puros. Apagué la cerilla, y nos pusimos a fumar, mientras una leve luz nos iluminaba la cara a intervalos.

—Mi padre se pondrá hecho una furia —soltó una risita nerviosa—. Supongo que… finalmente se tendrá que enterar, ¿no?

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